Ahora (Madrid), 27 de diciembre de 1932
¿Revolución? Empezaba a estar uno ya harto de oír hablar tanto de ella sin apenas columbrarla, contagiado de la histeria catastrófica. ¿Revolución de “pido la palabra” y a virtud de votaciones? Y así en cuanto me salí de la ex corte, de la engorrofrigiada —que no coronada— villa del oso y del madroño y me llegué a capital de provincia campesina, rural, entre hombres de pueblo, esto es: hombres del pueblo, me dije: “¿Y aquí, que entenderán por revolución?” Acababa de surtir un intento de sublevación del campo, muy pronto reducido, en que se reveló lo que estos hombres de pueblo entienden por la revolución. No la reforma, agraria o de otra especie, sino la refundición. Y esto de la reforma le trae a uno a la memoria la reforma por excelencia —la Reforma—, la de Martín Lutero, y cómo ella tuvo que tropezar con la aldeanería, con la sublevación de los campesinos que buscaban refundición social, dándoseles muy poco del libre examen y de la justificación por la fe, y luego con el movimiento de los anabaptistas o rebautizadores. A los que hoy se les llamaría extremistas. Que así se llama a los genuinos revolucionarios, a los refundidores, a los de la acción directa, en rigor, anarquistas. ¿Lo otro? Lo otro será más sensato y más hacedero —yo creo que lo es—, pero no es revolución.
Y me he encontrado con que el fondo de la agitación que hoy sacude las entrañas del pueblo español, que no está constituido por alistados en los Comités de los partidos políticos, se refleja en el fuego dialéctico de la U. G. T. y de la С. N. Т. fermentada y movida por la F. A. I.; en la lucha entre el reformismo de la legislación social de Estado y el refundicionismo de los llamados extremistas. Y también apolíticos, aunque sean tan políticos como los otros. Que también el ateísmo llega a constituirse en confesión religiosa.
¿La otra revolución, la de voz y voto? ¡Bah! Bien está el divorcio y el cementerio civil y todo ese conjunto de medidas —algunas litúrgicas— que llaman laicismo, pero todo eso no le cala al hombre de pueblo. A lo sumo les da la vuelta, como se le da a un calcetín, a sus viejas supersticiones y cambia un culto por otro. Cambia de caverna, pero la nueva está tan a oscuras como la antigua. Aunque en la de Altamira se ha instalado la luz eléctrica.
Me he llegado acá, a esta vieja ciudad universitaria y a la vez rural, y me he enterado de cómo ha respondido la histeria catastrófica de este pueblo de pastores, de ganaderos. Y me he enterado mejor de la palpitación que recorre los campos castellanos, extremeños y andaluces. En los que los partidos constitucionalmente revolucionarios, de los que se empeñan en hacernos creer que la inolvidable y gloriosa jornada del 14 de abril fue una revolución, tratan de ir implantando sus matriculaciones de partido y alistando a los hombres de pueblo, del pueblo. Que con su nativa cazurrería se apuntan y desapuntan en uno u otro partido —les da igual—, pues apenas si se percatan, ¡naturalmente!, de sus diferencias. ¿Procedimiento de alistamiento? Múltasele a éste o el otro alguacilillo de caciquismo, a éste o el otro concejal: acude en queja y se le levanta la multa a cambio de que se aliste en el partido que el pretorcillo multador representa. Y así se descuaja el viejo caciquismo para implantar el nuevo. Porque hay que desviejar.
¡Desviejar! Viejo término de ganadería, hoy muy al pelo. Desviejar no es propiamente renovar, que no siempre es nuevo lo mozo; que le hay muy antiguo. ¿Renovación? En cierto sentido; el de desenchufar a unos para enchufar a otros. Las pretendidas revoluciones éstas, que no son de fondo, redúcense a sustitución de personas. Ved las jubilaciones. Cierto, hay que renovar, sanear y podar las Corporaciones públicas, cortar ramas secas y ayescadas, pero lo capital es hacer huecos, vacantes para los brotes recientes. Hay que “producir vacantes” —¡qué frase!— para que las consuman los que vienen llegando. Y al ser así, ¿qué más da que se produzcan por uno u otro motivo, con uno u otro pretexto? Estas revoluciones acaban en “quítate para que me ponga”. Es lo inevitable, lo natural, lo humano, aún mejor: lo zoológico, lo animal. Su justificación es biológica y gran locura buscársela ideológica, jurídica, espiritual. No se hable, pues, de justicia cuando se trate de necesidad, de fatalidad vital, económica. Condenar ese proceso —progreso, si se quiere— es condenar un terremoto, un ciclón, un aluvión.
¿Pero por qué, Dios mío, habrá quienes se encabritan cuando se les echa en careta —y no a reproche— los verdaderos resortes, naturales, zoológicos, biológicos, de la conducta que tratan de enmascarar idealizándola con artificiosas doctrinas? ¿Por qué se revuelven airados si se les dice que para satisfacer la naturalísima gana perseguidora no hay que inventar ofensas y peligros que se dicen sufrir? ¿Que es táctica de lucha política provocar provocaciones o fingirlas?
Por lo demás, a un hombre comprensivo, que se dé cuenta de las ineludibles fatalidades de la vida social, no deben indignarle, aunque le molesten, los ahullidos. El ahullido es no sólo natural, sinceramente sentido, si no justificable y hasta noble y cordial. No es hipócrita. Las manadas de lobos, libres, independientes, ahullan, sea por lo que sea. Lo triste es el ladrido de las jaurías de perros, tras de los que está el amo, el cazador, o de los mastines a que azuza el rabadán en contra de los lobos sin amo. Y suele ladrarse por hartazgo, de agradecimiento estomacal. La domesticidad le ha enseñado al perro a olvidar el ahullido y aprender el ladrido. El perro ladra por disciplina. Sus ladridos son “vivas” o “mueras” de ordenanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario