sábado, 23 de septiembre de 2017

Libertad y justicia

Ahora (Madrid), 28 de febrero de 1933

Otra vez. El artículo 1.° de la actual Constitución... ¿vigente? ¡No! sino yacente, dice con una noble candidez que “España es una República democrática de trabajadores de todas clases que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia.” Primero se redactó en seco “de trabajadores”, sin lo de las clases, mas eso pareció a algunos que se tomaría fuera de España como declaración de una especie de bolchevismo, aunque la verdad es que ello no declara nada ni pasa de ser una expresión de las que llaman platónicas los que maldita la idea que de Platón tienen. En rigor eso no es nada ni concreto ni claro. Pero luego se le agregó lo de “de todas clases”, con lo que se quedó más en el aire todavía. No se sabe si somos trabajadores de todas las llamadas clases sociales o de toda clase de trabajos. Y, por otra parte, ni nadie que sepamos ha definido, en política se entiende, lo que es trabajador ni lo que es trabajo. En física, sí. Pero en ese ingenuo artículo parece tener esa categoría algo de metafísico o, si se quiere, metapolítico. Como no sea de místico.

Un pragmatista norteamericano —no sé si fue el mismo William James— decía que si alguien afirmaba su fe en que hay habitantes en Saturno, le preguntaría qué es lo que hacía o qué es lo que dejaba de hacer en virtud de esa fe, que no haría o no dejaría de hacer de no tenerla, y que si contestaba que nada, le replicaría que eso no es creer cosa alguna. Y así podemos decir que de esa solemne declaración de que los que formamos la República Española somos trabajadores de todas clases nada pragmático se deduce, pues no se sabe que nadie haya pensado en negar la ciudadanía española a los que él estime que no son trabajadores ni a nadie se le ha ocurrido clasificarnos.

Pero es que cuando se entra en un régimen que nadie sabe a ciencia cierta lo que va a ser, cuando no hay, como no había aquí al reunirse las Constituyentes, una ideología republicana bien definida, concreta y clara, hay que acudir a esos tópicos sonoros y hasta se suele caer en lo que podríamos llamar la mística republicana, melliza de la monárquica. Y se cae en la logomaquia de la consustancialidad, de la accidentalidad, de la integralidad, de lo soberanía y otras así. Y con ese fervor místico se forjan una porción de fórmulas que llevan a credos dogmáticos sin verdadero contenido doctrinal. Fórmulas buenas acaso para campañas electorales en las que en general ni el que habla sabe bien lo que dice ni el que oye sabe bien lo que oye, sino que se trata de caldear los ánimos con fuego pero sin luz. Calefacción eléctrica —electrizar al auditorio— a oscuras.

Y luego no es el Credo el que hace la Iglesia, como no es el programa el que hace el partido, sino que es la Iglesia la que hace el Credo —y lo deshace— y es el partido el que hace y deshace el programa. Y se pone la disciplina por encima de la fe. Y esto suele ser porque no es tal fe.

Sabemos que se nos dirá que este modo de hacer crítica, de dialectizar —que es dialogar— de jugar con las ideas —que es el más noble, el más fecundo y el más humano, más bien divino, de los juegos— procede de anarquía mental. Pero los que tenemos mentalidad herética —en el primitivo y originario sentido de este término— nos vemos, gracias a ello, libres de llegar a contraer la ideosclerosis que es una terrible enfermedad mental. Sin que las ideas del ideosclerótico —por otro nombre jacobino— sean por eso ni más fijas, ni más claras, ni más ricas que las ideas fluidas, movedizas y evolutivas del herético fundamental.

Los dogmas ideoscleróticos podrán servir para organizar o disciplinar —mejor, para aborregar— masas, pero no sirven para dirigir hombres. Los hombres que forman una masa, y hasta lo más macizos de esos hombres, se rebelan contra la dogmática cuando se sienten hombres y no cachos de muchedumbre. Y un pueblo, un verdadero pueblo, se hace de hombres y no de masas.

Y ahora unas palabras respecto a lo del régimen de Libertad y de Justicia.

Cuando se proclama que no hay libertad fuera del Estado se está muy cerca de ir a caer en un régimen de no libertad o de incesantes excepciones y restricciones a ella. Y en cuanto a la justicia, vamos oyendo repetir y cada vez con más frecuencia aquella sentencia —sentencia de muerte para la libertad— atribuida a Goethe de que es preferible la injusticia al desorden, reservándose —¡claro está!— el definir el orden los que adoptan esa sentencia. Y bien sabido es lo que se entiende por orden en esta nuestra época de Internacional policíaca —la más terrible de las Internacionales— y en que casi todos los pueblos van yendo a caer o en fajismo o en el sovietismo —que no es igual que comunismo— y que son en rigor una sola y misma cosa. Y por eso se dice que el viejo —el eterno— concepto de libertad, el rousseauniano, el del liberalismo, está en decadencia. Lo cual, por otra parte, equivale a decir que está en decadencia el sentido de la Justicia. Con eso de la eficacia... Es el triunfo de Maquiavelo. O, como diría Croce, el triunfo de la economía —en el sentido crociano— sobre la ética. “Salus populi suprema lex esto”. Y se arroga el definir lo que sea la salud —la salvación mejor— del pueblo una Convención de ideoscleróticos. Recordemos aquello de la gran Revolución, la francesa de fines del XVIII, que vivió dominada por el terror, soñando enemigos en todas partes, forjando fantasmas.

Y luego lo de la “revolución” y la “renovación” y “cosas mandadas ya recojer” y “viejo estilo”, y “procedimientos que pasaron” y otras candideces por el estilo —que no es estilo, ni viejo ni nuevo— de la de los “de todas clases”. Mas en fin, no es malo, para consuelo, empeñarse en creer que estamos inaugurando una nueva era. Hay que creer en algo.

Mientras tanto los herejes, los de la Libertad y la Justicia, los que preferimos la anarquía mental a la ideosclerosis y ponemos la ética sobre la economía esperamos... en la esperanza.

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