domingo, 24 de septiembre de 2017

La Cibeles en Carnaval

Ahora (Madrid), 4 de marzo de 1933

“Todo el año es Carnaval”, decía Larra, el suicida, hace un siglo, en revolución —o guerra civil, que es igual— española. Todo el siglo ha sido carnaval y sigue siéndolo, podríamos añadir. ¿Y es que lo que se suele llamar revolución, sarta de motines y de pesadas bromas legislativas y ejecutivas, no es también algo carnavalesco? Dícese otras veces que el carnaval, sobre todo el callejero, el del consabido hombre de la calle, agoniza y es porque le devora el otro carnaval. En ambos un holgorio forzado, de disfraz, pirueta y tunantería, o sea pedigüeñería. Y ahora serpentinas de papel en uno y en otro. Y el imaginarse que por romper, siquiera en apariencia, la continuidad cotidiana de la costumbre con una pequeña y periódica revolucionzuela se intensifica la vida pública y se la renueva. En tanto los actores, los revolucionarios, con sus máscaras se aburren soberanamente de jugar a la soberanía popular. Y al cabo en uno y otro carnaval llega el miércoles de ceniza, se quedan por el suelo, entre polvo o fango, no hojarasca ni flores marchitas —nada de batallas de flores— sino papelitos más o menos constitucionales y escurriduras del paso de las comparsas, y acuérdase el hombre de su casa de que es polvo, y a poco que llueva o se desangre, fango.

En todo lo cual íbamos pensando al dar a la salida —o entrada— del coso carnavalesco del Madrid de hoy. Recoletos y el paseo de la Castellana, con Su Serenidad Cibeles, Madre de los Dioses mayores, que se alza, sentada en su carro, sobre un pequeño estanque en que se refleja. La Cibeles, Eulogio Florentino Sanz en aquella su Epístola a Pedro que escribió en Berlín— era en el ocaso ya del romanticismo—decía lo de que: “Lejos de mi Madrid, la villa y corte, / ni de ella falto yo porque esté lejos, / ni hay piedra allí que no me importe; / pues sueña con la patria a los reflejos / de su distante sol, el desterrado / como en su niñez sueñan los viejos. / Ver quisiera un momento, y a tu lado / cual por ese aire azul nuestra Cibeles / en carroza triunfal rompe hacia el Prado...” ¡El aire azul de Madrid!

Mirábamos romper no hacia el Prado como antaño si no hacia el centro de Madrid, hacia la Puerta del Sol a esa serenísima matrona marmórea arrebozada en aire azul y soleado. De su carroza con sus ruedas solares, hacen como que tiran dos leones antropomórficos distraídos, que como si se vieran desdeñosamente y con una mueca carnavalesca ¿Estarían desdeñando al carnaval del año y al del siglo? De seguro que a aquellos otros leones, estos de bronce, que no uncidos a carro —ni al del Estado— hacen guardia, apoyándose en unas bombas, en la escalinata del Congreso de los Diputados de la nación. Más de carnaval los de bronce que los de mármol. La frente marmórea de Su Serenidad Cibeles, coronada, brilla al aire azul de Madrid. Y nos habla de sosiego y de cotidianidad. Yendo encarados a la Madre de los Dioses, por el palacio de Buenavista —hoy Ministerio del Ejército— le hace fondo a la mítica matrona la Puerta de Alcalá, siempre abierta al aire azul; allá, a la distancia, el Apolo y el Neptuno y villa adentro el Ministerio de Hacienda, cinco monumentos de sosiego, de ponderación, de ritmo sereno. Y luego, en torno, todas esas nuevas termiteras de traza babilónica o... neoyorquina, esos edificios carnavalescos que se retuercen en contorsiones barrocas o se estiran en tiesuras cúbicas. Son dos épocas. ¿Dos revoluciones? No; la Cibeles, el Neptuno, la Puerta de Alcalá, el Ministerio de Hacienda no nos hablan de revolución, como no sea la íntima, la entrañada, la silenciosa, sin ruido de comparsas ni de tunas, que simboliza Rousseau y no Robespierre. La revolución individual. Y el mármol de esas mitológicas estatuas es italiano y nos habla de Italia —de la Italia napolitana de Carlos III— en esta tierra de granito y de arenisca. (Arenisca es arisca.) Y de madera de imaginería que luego se pinta y se enmascara.

Como el poeta Eulogio Florentino Sanz, el hombre de las calles de Madrid, poeta también, ve a cada paso y la ve aun sin mirarla, a Su Serenidad Cibeles rompiendo el aire azul y recojiéndolo, y cuajándolo en blancura marmórea y esa visión le va calando en el hondón del ánimo y serenándoselo. Va unida a sus oscuras sensaciones cotidianas; va entretejida con sus afectos de costumbre; es parte de la continuidad de su espíritu que no hay carnaval ni revolución que puedan quebrarla. ¿Literatura? Al hombre de la calle, al verdadero hombre de la verdadera calle, esas visiones mitológicas, mejor o peor traducidas, le llenan, sin que él de ello se dé cuenta, de literatura la mollera. Le dicen más que la retórica jacobina de los mítines. ¡Dice tanto al sol el mármol!

Recordamos haber oído hace unos años de un pobre hombre de la calle que se echó a ese estanque y trepó a la carroza de Su Serenidad, sin miedo a los leones, para ir a abrazarla. ¿Embriaguez? Quién sabe... ¿Y embriagado, de qué? Más embriagado —y de peor tósigo— el que últimamente, cuando lo de la quema revolucionaria de los conventos, le rompió una mano a esa misma Cibeles. El pobrete quería romper la mano que lleva las riendas de la historia cotidiana, de la cotidianidad, de la costumbre, la que enfrena a los leones del instinto salvaje, la que guía la serenidad. En aquel estallido carnavalesco que fue lo de las quemas aquellas, cuando unos aburridos chicos —que no hombres— de la calle se disfrazaron de pobres diablos revolucionarios, hubo quien sintió toda la tontería —peor que barbarie— del acto. Disfrazados de pobres diablos revolucionarios se decían: “Y bien, esto de la república, de la revolución, ¿qué viene a ser?” Y como los otros se estaban tan tranquilos, como no parecían temer nada, había que sacarlos de sí, provocarlos, amedrentarlos. Y poco después los que empezaron por querer hacerse temibles, a fuerza de pretender amedrentar acabaron amedrentándose a sí mismos y de aquí a ver en torno peligros y acechanzas y a atemorizar con su temor. Y entonces se dijo: “¡Hay que hacer de veras la revolución que pide el pueblo!” Y a ver si se enteraban de lo que pedía el pueblo callado. Y la tan sonada revolución callejera se estancó en el Parlamento, revolución parlamentaria y papelera, de papel de serpentinas, de debates de carnaval, mascarada y tunos. Y nada de batallas de flores ni de frutos.

Su Serenidad Cibeles, Madre de los Dioses, sabe que no hay que temer a las tempestades del estanque que se tiende a sus pies, bajo su carroza; sabe lo que es la costumbre cotidiana; sabe que sobre el alma del hombre de la calle resbala la retórica jacobina como sobre ella el agua de la lluvia cuando el cielo se nubla y el aire se pone pardo. Y sabe que este maravilloso aire azul de Madrid le llena a su pueblo el ánimo de airosidad y de azulez. Pueblo airoso y azul, color de cielo, no negro, ni rojo, ni blanco, ni gualdo, ni menos morado; pueblo que ni se enmascara ni carnavalea. Y que se conserva sereno, airoso y azul de cielo mientras pasa la comparsa.

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