El Sol (Madrid), 8 de noviembre de 1932
¡Sobrevivir en estatua! ¡Tener que hacer de estatua! Ya él mismo presentía su muerte cuando, al ir enmascarado a la Hostería del Laurel, a presenciar el reto entre Don Juan y Don Luis, dijo: “Que un hombre como yo tenga / que esperar aquí, y se avenga / con semejante papel...” ¡Papel el que tuvo que hacer luego, muerto resucitado, en estatua! Ya Butarelli dijo de él y de Don Diego Tenorio, el padre de Don Juan: “¡Vaya un par de hombres de piedra!” “¡Comendador, que me pierdes!”, le dijo Don Juan antes de matarle de un pistoletazo, con lo que le perdió haciéndole estatua sermoneadora. Y luego fue lo del “¡Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, y no yo!” Y a quien había llamado no era al cielo, sino al Comendador, que venía a ser procurador, o más bien fiscal, del cielo. Que como tal le encontró Don Juan en el panteón de su familia. Al fin. Doña Inés —“mármol en quien Doña Inés / en cuerpo sin alma existe...”— se hizo sombra, sombra consoladora, y no estatua acusadora. Pero el desdichado Comendador, su padre, obligado, es de creer que contra su entrañado sentido, a hacer de estatua, ¡que es el más triste papel que puede a un hombre caberle! Cuando tuvo que decir aquello de: “¡Ahora, Don Juan ! / pues desperdicias también / el momento que te dan, / conmigo al infierno ven”, ¿qué sentiría en sus entrañas de piedra? Y luego, cuando el pobre pecador empedernido exclama: “¡Señor, ten piedad de mí!”, el Comendador, el convidado de piedra, más empedernido que el pecador, sale con lo de: “¡Ya es tarde!” Y esto para estar en su empedernido papel de estatua.
¡Trágica suerte la de tener que hacer de estatua, y de estatua moralizadora y agorera! ¡Trágica suerte la del hombre estatua! La del hombre estatuado o estatuido. ¿Y habrá quién pueda contemplar su propia estatua? Harto es verse envuelto no en bronce o en mármol, sino en leyenda, y no reconocerse. Y tener que decirse: “éste es el de los demás”. ¿Hacer de estatua en vida? ¡Ah, no, no! Y menos para tener que decir: “¡ Ya es tarde!”, o cosa así. Tormento igual...
Allá en el Patio de las Escuelas de la Universidad de Salamanca, se alza una estatua —una de las mejores que tenemos visto en España— de Fray Luis de León, que parece estar repitiendo en silencio el mítico: “decíamos ayer...”, que se ha hecho ya una frase estatuida —o estatuada— en leyenda. Y el “decíamos ayer...” de la estatua en bronce de Fray Luis de León nos parece algo como el: “¡ya es tarde!” de la estatua en mármol literario del Comendador. Y no lejos de la de Fray Luis se alza otra estatua, ésta del P. Cámara —a quien oímos vivo—, con un brazo erguido en actitud de predicar. Pero se calla. Como se calla ese Castelar en bronce estatuido que yergue su brazo en el Paseo de la Castellana, aquí, en Madrid. ¡Una estatua en actitud de hablar! ¡Al demonio se le ocurre! Las estatuas deben callarse. Y a los hombres, cuando en vida se les estatuye o estatúa, es para que se callen.
A la estatua de Memnón, en Egipto, dice la leyenda que le hacía cantar la Aurora; que cantaba al salir el sol. ¡Maravillosa estatua! Y otras estatuas cantarán también, al salir o al ponerse el sol; pero cantan más y mejor los hombres de carne y hueso, los que respiran aire. Las estatuas, ¡ay!, de ordinario no cantan. Alguna vez plañen. Y los hombres que tienen en vida que hacer de estatua tampoco cantan. Mejor hacer de sombra, como Doña Inés. Porque las sombras sí que cantan y que respiran. ¡Sombra, sí; pero estatua, no! “Mármol en quien Doña Inés / en cuerpo sin alma existe...” Pero desde que el mármol se convirtió en sombra, el cuerpo se fue y volvió el alma. ¿Pero el alma del Comendador? No, el alma del Comendador se quedó fuera de su estatua. Un alma no dice nunca: “¡ya es tarde!” Para un alma, y aunque sea de severo Comendador, siempre es temprano, siempre es a tiempo.
¿Quedarse en una frase estatuida, en un aforismo, en una sentencia, en un oráculo como los de las estatuas de los dioses paganos? Mejor vagar como la sombra de una nube sobre el verdor de una pradera o sobre la azulez de un lago. “Sueño de una sombra”, llamó Píndaro al hombre, y pudo haberle llamado “sombra de un sueño”. De un sueño que se hace, se deshace y se rehace; de un sueño que no es dogma, ni precepto, ni programa, ni sentencia. Pero los pobres mortales ciudadanos que no saben valerse ni guiarse por sí mismos piden a sus guiones y caudillos certidumbres y soluciones. Y se empeñan en convertirlos en estatuas. Al quitarles contradicción les quitan vida. ¡Cuánto mejor ponerse a la sombra de un sueño! Ah, no, que no le definan, que no le fundan a uno. Y si le funden, que la estatua se calle.
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