Ahora (Madrid), 17 de febrero de 1933
“¿Pero cómo —le decía yo a un conocido—se apunta usted ahora para católico, cuando sé que no cree usted ni en la divinidad de Cristo, ni en su resurrección de entre los muertos, ni en la de la carne y la vida perdurable, ni apenas en Dios?” “Es que ahora —me contestó— no se trata de eso, que son cavilaciones escolásticas que a pocos, como a usted, les importan; de lo que ahora se trata es de defender la libertad, la de conciencia, la de enseñanza, la de cultos; la libertad y la justicia.” “Muy bien —le repliqué—; mas para eso basta confesarse liberal, nada menos y nada más que liberal.”
Si fue, en efecto, un gravísimo mal para la Iglesia católica española el que cuando estando unida —mejor, sometida— al Estado, cuando aquella alianza del Altar y el Trono —tan funesta para el uno como para el otro— hubiera habido espíritus menguados que se fingieran creyentes y hasta comulgasen no más que para asegurarse en ciertos cargos, empieza a serle hoy otro mal gravísimo el que haya quienes por oposición liberal al Estado, por individualismo, se proclamen católicos sin sentirse tales y teniendo conciencia de que no lo son. Cuando unidos Estado e Iglesia se declaraban creyentes católicos los que eran incrédulos, sumisos al Estado hoy, ya separados aquéllos, decláranse católicos los adversarios, por oposición política, del actual Estado constitucional, y estas adhesiones políticas, no religiosas, a la Iglesia le son a ésta tan mortales como, en otro orden, esas conversiones literarias a lo Huysmans o a lo Papini. “La mística no es un género literario”, le decía yo antaño al gran don Marcelino. Ni se debe sostener el Credo del Catecismo por casticismo.
“El liberalismo es pecado", proclamó hacia 1884 don Félix Sardá y Salvany, presbítero, ¡y la que se armó! Ese aforismo lo hizo bandera la Compañía de Jesús. Y luego... Si la ley hace, según San Pablo, el pecado, bien puede decirse, retrucando, en legítima dialéctica pauliniana, el argumento que el pecado hace la ley. El pecado de liberalismo hizo la ley de libertad, que es la ley de justicia. Pero ahora a eso que se llama masa —¡y tan masa!— quieren hacerle creer que con libertad no hay defensa. ¿Defensa de qué?
“Fuera de la Iglesia no hay salvación”, se proclamaba, y ante esta enormidad, las almas libres, las de los liberales, las de los individualistas, las de los auténticamente herejes, huían de la Iglesia, y los que de ellos creían en algún Dios iban a encararse con Él a solas. “Fuera del Estado no hay libertad”, se proclama hoy, y esos mismos liberales tienen que huir del Estado, tienen que sentirse menoscabados en él. “El Estado lo es todo”, se gritaba hace poco en nuestras Cortes, y ante ese grito, todos los buenos liberales, todos los buenos individualistas —y por esto los buenos socialistas, aunque cualquier atolondrado tome esto a paradoja— se sienten fuera de ese Estado. Y sienten que la dogmática de la Constitución del Estado es tan inhumana —así, inhumana— como la dogmática del Catecismo de la Iglesia. ¿Religión del Estado? ¡No; religión del Estado, no! ¿Pero religión de Estado? Tampoco. Religión de Estado son fajismo y comunismo. No, ni la infalibilidad del Papa ni la de la masa. Cuando se oía, en una u otra versión, “la Iglesia lo es todo”, los liberales acudían contra la Iglesia y trataban de erigir un Estado libre —liberal—, y cuando se oye que el Estado lo es todo, esos mismos liberales deben acudir contra ese Estado totalitario y ayudar a que se erijan Iglesias libres, confesiones liberales. Es deber de humanidad.
¿Va a ser aquí libre la Iglesia? Ojalá. Pero ella no parece acertar en la defensa de su libertad. Ha repetido tanto lo de: “el que no está conmigo, contra mí está”, que de sí mismo dijo el Cristo (Mateo, ХП, 30), que ha olvidado lo otro de: “el que no esté contra nosotros, por nosotros está” (Marcos, IX, 40), del mismo Cristo, y la enorme diferencia que va del “contra mí” al “por nosotros”. Si la Iglesia católica española se percatara de esta diferencia, si se diese cuenta de que su salud está en el liberalismo, sentiría hondos remordimientos de aquella desatentada campaña jesuítica —y como jesuítica, suicida— con el lema de: “el liberalismo es pecado”. Y vendría a caer en la cuenta de que en ese pecado, que es el pecado de laicismo, de genuino laicismo religioso, está el porvenir de la misión que mientras tenga que durar, le está por la historia encomendada.
¿Laicismo? ¿Qué es esto que tanto cimbelean los jacobinos confusionarlos? “Laos” es pueblo, y “laicos”, popular. Pero si la clerecía no es el pueblo, tampoco lo es, sin más, la burocracia del Estado. El Estado no es, en efecto, el pueblo, ni lo oficial es lo popular. La enseñanza oficial, burocrática, de Estado, no es sólo por ello, y por buena que sea, laica, popular. Y esto aunque se proclame neutral, inconfesional, agnóstica, lo cual, a la larga, es en práctica imposible. Más laica, más popular es la enseñanza de una confesión cualquiera —cualquiera, ¿eh?— de una parte del pueblo que una comunidad de éste quiere que se les dé a sus hijos. “No —me decía un energúmeno—; nada de imponer, fíjese, de imponer a los hijos una enseñanza que luego han de dársela otros padres... espirituales; la enseñanza ha de ser gratuita, obligatoria e impuesta por el Estado.” “Por el vuestro —hube de replicarle— y por otros padres... intelectuales; por clérigos de Estado, no de Iglesia; por funcionarios civiles, no eclesiásticos. Eso no es tampoco laicismo.” Y no lo es. “No está demostrado científicamente que haya Dios” —prosiguió; y cuando pronuncia “ciencia” y “científico” se enjuaga antes la boca con esas palabras para él huecas—. Y hube de contestarle: “En efecto, no está demostrado, a mi entender, que haya Dios, ni ello es cosa de ciencia; pero tampoco está demostrado que no le haya.” Y como caí en la inocentada de querer desarrollarle el criterio dialéctico, anti-dogmatico, escéptico, investigativo, el pobre hombre me volvió la espalda mormojeando: “¡Bah! ¡Acomodos!” Y añadió el muy majadero no sé qué sandez en moda.
¡Pobres liberales del pecado! Los aborregados de un dogma y del otro, del eclesiástico y del estatal, los que temen a la libertad, los que no aciertan a vivir en la sociedad íntima, en la comunidad consuetudinaria, ni canónica, ni constitucional, en el pueblo formado por individuos que no se matriculan en partidos, nos declaran que la libertad del liberalismo se acabó ya. De ese glorioso liberalismo, santo pecado de humanidad, de ese liberalismo que fue la religión del humanismo, de la humana cultura. Cultura que no tiene que ver con la del famoso “Kulturkampf” en que tropezó Blamarck. Y sigue siéndolo, a pesar de todo lo demás.
Y dejemos lo peor, lo de los padres... naturales que sólo buscan que se les apruebe a los hijos, como sea, por la Iglesia o por el Estado. Para luego... el destinillo.
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