Ahora (Madrid), 8 de febrero de 1933
A Gregorio Marañón.
Prosigamos, insistiendo, nuestra labor socrática. Y perdónesenos la petulancia, si es que la hay; pero los que hemos cargado a nuestra cuenta el gobernar la opinión pública desde fuera del Poder —ya que desde fuera de él se gobierna, y acaso mejor— hemos contraído responsabilidades. Y una de las mayores, la de hacer que la gente reflexione y no se entregue a supuestas revoluciones sin sondearlas con animo escudriñador.
En el capítulo XVI, epílogo a su obra Amiel, un estudio sobre la timidez, Marañón dice: “Porque como en otro lugar he dicho, una de las eficacias maravillosas del pensamiento está en que las gentes que no piensan nada por sí solas, pensando al revés de los que ya han pensado, se creen también en posesión de ideas originales. Y en ocasiones aciertan. Porque las ideas tienen una cara y un reverso, y es difícil averiguar —a veces hasta después de mucho tiempo— en cual de los dos está el cuño legítimo.” Detengámonos en esto un poco.
Primero: que nadie piensa nada por sí solo. El pensamiento, aun el del mayor solitario, es colectivo, es comunal. Hasta el cartujo encerrado en su celda se lleva a ella, para pensar, a su pueblo. Se lo lleva, ante todo, en el lenguaje con que piensa. Y así se llega a la verdad, que es aquello en que concordamos todos. ¿Todos, eh? Todos y no la mayoría. Y todos no en número, sino en calidad; la humanidad entera —“tota” y no “omnis”—. Entera, que por eso enterarse es llegar a la verdad humana.
Segundo: que pensando al revés de los que ya han pensado, se creen también en posesión de ideas originales. “Y en ocasiones aciertan”, añade Marañón. Y yo, que casi siempre. Porque, ¿qué es eso de originalidad? Las ideas más originales que he recibido es cuando alguien me ha devuelto, me ha rebotado, asimilada y transformada por él, alguna idea que le di yo. Por eso pudo decir Walt Whitman a los jóvenes que sus mejores cosas, las de él, de Whitman, las habían de decir ellos, los que le siguieran. Sólo que ni éstas ni las otras eran ni de Whitman ni de sus seguidores. Lo nuevo, lo original, es la expresión. Y ésta es, en el más hondo sentido espiritual, todo. El que acierta a expresar en expresión definitiva lo que muchos oscuramente piensan, ése es el que por primera vez lo ha pensado de veras. Y por eso los más grandes pensadores son los expresadores definitivos. ¿Vulgarizar? Vulgarizar es algo más definitivo que descubrir. Por algo a América se le llama así, América, y no Colombia; y es que fue Américo Vespucio y no Cristóbal Colón quien la dio a conocer, expresándola, al vulgo de Europa. Desgraciado el país donde los vulgarizadores —los buenos vulgarizadores— sean ahogados por los investigadores. No quiero decir, ¡claro!, los investigacionistas, que son otra cosa inferior. Los grandes investigadores investigacionistas han sido grandes vulgarizadores. Y los grandes vulgarizadores son grandes descubridores, descubridores de expresión. ¿Ideas nuevas? Apenas hay sino expresiones nuevas.
Tercero: que “las ideas tienen una cara y un reverso, y es difícil averiguar —a veces hasta después de mucho tiempo— en cuál de los dos está el cuño legítimo”. ¿El cuño legítimo? ¿Es que, en nuestros duros, la efigie de “Amadeo I, rey de España”; la de “Alfonso XII, por la G. de Dios rey constitucional de España", o la de Alfonso XIII, en una u otra fórmula rey, es cuño más legítimo que el escudo de España misma? ¿Y cuál es el revés y cuál el envés? ¿Cuál la cara y cuál el reverso? Porque hay envés y hay revés, hay cara y hay cruz; pero hay también canto, hay también filo. Y éste, el canto o filo, no suele tener cuño.
Recuerdo ahora aquello que decía un psicólogo, y es que materialistas y espiritualistas reñían por el color de un escudo de que cada uno no miraba más que un lado. Así, derechistas e izquierdistas, según ellos se llaman, por llamarse de algún modo. Su visión es de plano y no suelen desplazarse. Es como mirar a la luna, que siendo esférica, se nos aparece un disco, y cuyo misterio consiste en que nos da siempre la misma cara. ¿Anverso o reverso?
¡Visión de pleno! De donde ha venido lo de derecha e izquierda y centro. Porque en la penetración —no basta la vista sólo—, en la masa, en el volumen, en la profundización de una idea, hay que llegar a las entrañas, que no están ni a la derecha, ni a la izquierda, ni en el centro. ¡Largura, anchura y hondura! Y holgura —razón de tiempo—, como ya otras veces tengo expuesto. Pero como en esta miserable contienda de sectas, partidos, escuelas, gremios y clientelas no se puede hacer que los contendientes se detengan, tomando huelgo, a zahondar en la pieza, a escudriñarle los adentros, a probar si el oro o la plata, o siquiera el cobre, son de ley, sino que se atienen al cuño, ¿qué nos queda a los investigadores, a los vulgarizadores de su verdadero valor? Pues nos queda dar sobre los contendientes, para separarlos bien, de canto, de filo. Y el canto, el filo, al que no hay que confundir con la hoja, no está propiamente entre el envés y el revés, entre la cara y la cruz.
“No le entiendo” —suelen decir los que se atienen al cuño, que es su santo y seña. Así le decían a Sócrates el preguntón: “no te entendemos”. Y él, Sócrates, insistiendo socarronamente —su ironía era socarronería—, les iba socarrando las entendederas hasta llevarles a que se diesen cuenta de que ellos no se entendían a sí mismos. Hasta que logró irritarlos de tal modo, que ellos, los gobernantes desde el Poder, le condenaron a muerte. Y para esta condena se unirían todos, los unos y los otros.
Hay que dar de filo, de canto, amigo Marañón, sin dejarse blandear por los de un cuño ni por los del otro. Porque, además, los cuños, ¡ay!, se borran o se cambian. Y se borran más cuanto más corre la pieza. Y menos mal si no cambia también la ley del metal. ¿Que dicen no entenderle a uno? ¡Otra les queda! “Ya no volveremos a gozar la libertad del liberalismo” —me decía usted, buen amigo. Sí, ya sé que dicen que esa libertad pasó... de moda. Pero me moriré defendiéndola. Y riéndome de los que creen que vivir a la moda es el mejor modo de vivir. Tenemos, amigo, que conservar la enteridad del entendimiento, la integridad de la inteligencia. Y que cuando pase esto, cuando pase esta moda, se pueda decir que alguien, mientras se iban por la contienda, por el roce, borrando los cuños, guardó la ley del metal.
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