Ahora (Madrid), 19 de enero de 1933
¡Aquel nuestro Madrid de hace medio siglo, gran caracol urbano con sus callejas laberínticas! Hoy, como una gran concha, va tendiéndose, abriéndose hacia el campo, hacia la Sierra, a rusticarse. Se sale de la Puerta del Sol en busca del sol del campo libre, de las afueras, donde se adentra en naturaleza. El antiguo manolo, luego chulo, se ateza al aire serrano. Su urbanidad se hace naturalidad.
Fuímonos Fuencarral —el pueblo— arriba por la carretera que lleva a Miraflores de la Sierra, junto a la línea de Colmenar el Viejo. Y se nos iba ensanchando el cielo de Castilla. Hasta llegar al nuevo Hospicio provincial, hoy Colegio de Pablo Iglesias, que en hospicio urbano, madrileño, se crió y forjó sus nobles pasiones. Allí, junto a ese Colegio, casi ciñéndolo, un espléndido parque, un nobilísimo encinar castellano. De encinas la mayor parte jóvenes. Una sede de serenidad. Al pie de las encinas, en el monte bajo, jaras y algún otro matojo. El cielo parece apuñar a las encinas. En el fondo, la Sierra del Guadarrama, a la que creería uno poder tocar, ahora tocada de nieves, de pureza. Y piensa uno que mañana otro día —pronto— los no ya hospicianos, sino colegiales de Madrid, podrán cunar sus sueños infantiles entre encinas, soñar cara al cielo de día, bañando en azul las niñas de los ojos, o ver pasar las nubes y descansar las nieves de la cumbre por entre el follaje prieto de la encina, y así hojear a ésta, que es también un libro. Y luego siente uno su peso contra la tierra —que es sentir el peso de la tierra contra uno— y que el sueño se ha hecho tierra, esto es: sueño palpadero, asidero. ¡Qué lejos estará este colegial de la villa, qué lejos de aquel pobre hospiciano, del “hijo de la parroquia”! Entre su Colegio y la Sierra apenas se interpondrán viviendas, ni tejados, ni ese, en el fondo, triste paisaje urbano. Ni de noche matarán reverberos de luz eléctrica a la luz de las estrellas. ¿Hay quien entre calles —y menos un niño— se pare a contemplar el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina, las Tres Marías o las Siete Cabrillas? ¿Es que desde la calle de Fuencarral, la del antiguo Hospicio, podía nadie, chico o grande, quedarse mirando a Sirio?
Recordaba allí, en aquel encinar que recuerda a los de Salamanca, un paseo que por las afueras de esta ciudad, hacia Zamora, en medio de la Armuña, di —¡hace ya tantos años!— con Pablo Iglesias. Hablábamos de lo que a él le llenaba el ánimo, de la llamada cuestión social, pero a partir de ello del sentido mismo de la civilización. Y trataba yo de descubrir lo que en aquel espíritu eminentemente —iba a decir que exclusivamente— político, poco o nada metafísico —no digo religioso—, podría haber de sentido de la naturaleza. No parecía tener ojos para el campo, para la verdegueante llanada henchida de cielo. Y recordando aquella y otras conversaciones con él me doy cuenta del fondo urbano, callejero y no campero, de sus ideales de redención obrera. Aquel hombre —todo un hombre— había sentido crecer su alma de niño apretada entre sombras de calles y entre muros de un hospicio. ¡Y luego su oficio, el de cajista, eminentemente urbano, y... en qué imprentas! ¡Y en el Madrid de entonces! Que al fin en otras ciudades, en otras villas con algo o mucho de rurales, de campesinas, el cajista, en sus días de fiesta, se va al campo, a pescar peces en el río o cangrejos en el regato. El regalo espiritual de Pablo Iglesias, la liberación que necesitaba del duro destino del trabajo la buscó no en la natturaleza, sino en el teatro. Su afición fue el arte dramático. Y aquella fachada churrigueresca del viejo Hospicio habla más de teatro que de naturaleza.
Ahora que el obrerismo —no le llamemos socialismo— se va extendiendo por el campo; ahora que las doctrinas que surgieron en fábricas se trata de acomodarlas a campos —y en países en que la agricultura apenas está industrializada—, ahora comprende uno que si hay que civilizar, urbanizar al trabajador de la tierra, esto se debe en parte a que no estaba ruralizado, rusticado, el trabajador de la fábrica. Ei socialismo obrero lo fraguaron entre nosotros trabajadores de fábrica o de taller urbano. Muchos de ellos, como Pablo Iglesias, tipógrafos. Que se pasaron buena parte de su vida componiendo hojas de libros —o de periódicos— más que leyendo en hojas de encinas, de robles, de olivos o de naranjos. Proletarios de ciudad.
Aquel hombre admirable esperaba una nueva civilización, la misma que esperan tantos compañeros, camaradas suyos, de ideal. Colaboré con él en algún modo. Pero en cuanto a civilización... Los que acatamos o aceptamos —que es igual— la vida civil y urbana de este gran Hospicio que es el Estado civil, pero la acatamos —¡qué remedio!— con reservas cordiales —más hondas que las mentales— y sin satisfacer nuestra Incontentabilidad, guardamos en el entrañado cogollo del ánimo el descontento de toda civilización. Y a poder ser nos volvemos al seno de la naturaleza lo mas desnuda posible de teatro humano.
Todo esto lo revolvía yo en aquel parque del Colegio de Pablo Iglesias de Madrid. Al regresar a la villa y capital de España, corte de su República, el sol se ponía, y en el horizonte opuesto al del ocaso de invierno, cielo y tierra al tocarse como que se tostaban. Las encinas, ennegreciéndose, se destacaban como sombras chinescas, decoración de un teatro, que teatro es también, después de todo, la naturaleza del campo. Y al atravesar Fuencarral para volver a entrar en el perno de esta gran concha que es hoy Madrid, no sabía ya dónde acaba la urbe, el teatro, y dónde empieza el campo, la naturaleza. Poco después, sobre las tocas de nieve de laa cumbres de Guadarrama —“columnas de la tierra castellana”, que dijo el poeta— nacían las estrellas. Constelaciones, inmensos jeroglíficos que han visto nacer y crecer, y agonizar y morir, tantas generaciones, sin que ellos, los inmensos jeroglíficos, hayan podido ser descifrados.
En aquel espléndido escenario del teatro de la naturaleza castellana no pude por menos que evocar la figura recia, sólida, noble, robliza —de roble galaico— sobre granito —de grano también galaico—, de uno de los más grandes actores y autores de nuestra tragicomedia nacional española. ¡Y aquel hombre, que no se afanó sino por emancipar a los proletarios, a los hospicianos del Estado, cuántas veces recordaría con recónditas soledades el Hospicio en que se crió! ¿Es que Cervantes no añoraría alguna vez la cárcel en que engendró al Quijote? Como el que esto os dice, al ver ahora instalada en claro descampado la Facultad en que hace más de medio siglo se matriculó, se apechuga con deleite el recuerdo de aquellas aulas del caserón, antiguo noviciado de jesuitas, en la calle Ancha de San Bernardo, un hospicio también, de cultura, donde le iniciaron en la filosofía perenne y en el culto tradicional a España.
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