Ahora (Madrid), 5 de abril de 1933
Entre las yemas de los dedos de sus manos toma el Señor las vidas de sus siervos y las retuerce que así las hila para tejerlas luego. Rueca la Tierra; telar —trama y urdimbre— la Historia. Y esas retorsiones son para los siervos retortijones de las entrañas espirituales —resentimientos y remordimientos— frutos de la divina hilatura. Y si luego ese paño así tejido le valiera al Señor para, vestido con él, hacérsenos visible pues que desnudo no se nos revela, ¿qué más? ¿Que es traje de luto?
Vivimos —sería vano negarlo— una de las épocas históricas más contorsionada, acrecida nuestra fatal capacidad de resentimiento, de remordimiento, de odio y de envidia. Por todas partes lo que los ascéticos llamaron acedía, o sea murria, mal humor. Y eso que llaman extremismo. O exageración. ¡Y que es tan nuestro!
¿Extremismo? Valgan, a modo de diversión, dos anécdotas. La una que en la Mancha después de una asoladora sequía de siete meses, sobrevino una temporada de aguaceros y un día llegó a una casa una mujer de campo manchego, manchega ella, toda calada de agua del cielo y al abrir la la puerta ella, zapatos en mano, exclamó: “¡Ay señorita, hasta el Señor es desagerao!” Y la otra anécdota la de aquel canónigo a quien como le recordaran lo de que “es más difícil que entre un rico en el reino de los cielos que el pasar un camello por el ojo de una aguja” objetó complaciente: “Bueno, pero es que nuestro Señor Jesucristo era un exagerado.” El Cristo y el Padre del Cristo de España han sido exagerados, extremistas. Y hasta la tierra española nos la han hecho extremada. A punto tal, que podría llamarse toda ella Extremadura aun que en otro sentido que el originario de esta denominación geográfica.
Se nos está remejiendo el poso turbio de nuestras entrañas espirituales colectivas, el légamo de nuestra historia, la herencia de nuestro Caín cavernario, de aquel que pasó de luchar con el bisonte como el de Altamira —y para comérselo— a luchar con sus hermanos, para en cierto modo comérselos también. Guerra civil, que es el estado normal. O guerra más que civil, que dijo un español, Lucano. Ni es otra cosa lo que llaman revolución. ¡Y qué español también aquel Romero Alpuente que afirmaba que la guerra civil es un don del cielo! Y luego ofrece la paz el que provoca la guerra —el que provoca las provocaciones de guerra— y dice a los adversarios que se pacifiquen el que de continuo les hostiga a guerra.
Ahora vemos que con achaque de atajar un fajismo que se les antoja en asomo, se dan unos a preparar otro fajismo. Siempre los aterrados se dieron a aterrorizar, siempre se dieron a perseguir los atacados de manía persecutoria, los soñadores de fantasmas. Y es triste embestir a sombras y meterse en revolución donde apenas si hay nada que revolucionar. Pero es el efecto del ambiente mundial.
Más de una vez se ha dicho recientemente en relación con eso del “hundimiento del Occidente” (Spengler) que vamos acaso a entrar en una nueva Edad Media y el que esto os dice lo dijo hace cerca de veinte años en una revista ginebrina. Y somos no pocos los que nos ponemos, a modo de desolado consuelo, a estudiar en los recuerdos de la historia pasada, siempre viva, el paso del Imperio Romano a las bárbaras comunidades populares de la Edad Media civilizadas por la otra Roma. Y si españoles, el caso de España, visigótica, románica y arábiga.
¡Tiempos de temporal aquellos del siglo V en que la mano del Señor pesaba —y con extrema exageración— sobre nuestra entonces naciente España española, como sobre toda Europa! El temporal de la romanización de los bárbaros. Luego, al acabar el VI, el ya mítico Recaredo. Porque hoy Recadero es en España tan mítico como lo son los Reyes Católicos, Felipe II o Íñigo de Loyola. Y como empiezan a serlo personajes de no hace más que una decena de años. Y la revolución misma, esta de que nos hablan, ¿no es un mito? Como la huelga general.
Y en ese siglo V, al entrar en él, nos encontramos con dos españoles, aragonés el uno y catalán el otro, que nos han trasmitido el eco de aquellos retortijones —resentimientos y remordimientos— de la conciencia popular cristiana abrumada por el destino. Los dos con el espíritu de Agustín, el africano. El uno, el aragonés, Aurelio Prudencio Clemente, cantor de la lucha del alma, de la psicomaquia —que algo tiene de tauromaquia— y poeta de truculentos himnos de martirios, que se rebela a obedecer órdenes criminales y que celebra cómo se quemaba, se cortaba y se dividía miembros cuajados en barro. Y preludió a La vida es sueño diciendo que hasta durmiendo meditaremos en Cristo. Y el otro, el catalán, Paulo Orosio, que escribió de las tristezas del mundo par a los cristianos desesperados de la Providencia, para los que ajenos a la ciudad de Dios gustaban lo terreno —“terrena sapiunt”— o mejor: sabían a tierra. Ese libro del español, catalán, del siglo V está entre La Ciudad de Dios de San Agustín y el Discurso sobre la historia universal de Bossuet. ¡Y qué españoles los dos, el aragonés y el catalán! Y éste, el catalán, polemizó contra otro español, gallego éste, de aquellos tiempos, Prisciliano. Prisciliano, el que cubre el mito de Santiago de Compostela. Y de los tres, el gallego es el hereje.
¡Prudencio, Prisciliano, Orosio! ¡Qué hondamente puede rastrearse estudiando sus sendas vidas, sus sendas obras, lo eterno de nuestro espíritu común que hoy, merced al actual temporal del mundo, resurge! ¿La actualidad? ¡Bah! ¿Es que cuando hayan pasado quince siglos más, allá, hacia 3433, si es que aun queda algo a que se llame España o cosa así, se acordará nadie de esta obra de renovación que creemos estar cumpliendo algunos ilusos, y se acordará de nosotros? ¿Renovación? ¡Buena renovación nos dé Dios!
Por dentro, por dentro de dentro de nosotros ¿se renueva algo? ¿Es que podemos decir, en serio, que en unos años, menos, en unos meses hemos cambiado, con una Constitución, la religión civil de España? ¿Una España nueva? ¿Revolución? Lo que sí, rebrotar de retorsiones, de resentimientos, de reconcomios, de rencillas, de remordimientos. Y si, lo que no es hacedero, volviese lo que, por hacer algo sonado, derribamos, añoraríamos lo de hoy, que hoy tanto nos pesa. Tanto nos pesa porque todavía está encima de España y no aun sobre ella.
¿Remedio? Éste.
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