Ahora (Madrid), 21 de julio de 1933
Al deslizarse uno, zigzagueando y soslayándolas, por entre pequeñas tragedias diarias; al rozar con la pena nuestra de cada día, lo que más desconsuela es no hallar campo para las ideas eternas de justicia y de humanidad. Y vase uno a la campiña. En torno el espacioso campo colorido, el divino espacio real, pardo en el hondo, azul en el colmo y lleno de aire vivo su claustro natural. Respírase allí la España divina y eterna. La espaciosa voz del reposo campesino, con su estilo milenario, nos sosiega. ¿Estilo? De pronto, como una puñalada trapera, le hiere a uno el recuerdo dolorido de una expresión de la caverna parlamentaria: ¡el nuevo estilo! ¡El nuevo estilo!
¿Qué saben de estilo esos convencionales de las interrupciones, de las votaciones nominales, del quórum y de la guillotina? ¿Qué saben de estilo los que con sus estiletes están disecando a España? Ellos, a busca de electores futuros, tienen que defender y no enmendar aquello en que tienen conciencia de haber acertado mal; pero uno, a busca de lectores a quienes dar la verdad, debe, en conciencia, servir a la íntima disciplina de la entereza moral, que está sobre todos los partidos y sus miserables intereses.
En la sesión parlamentaria del día 14 de este mes de julio hubo una declaración del ministro de Trabajo que arroja un haz de luz sobre el nuevo estilo. Y fue que, al dolerse un señor diputado de las irregularidades y la parcialidad del Poder público en contra de los patronos, el ministro replicó: “Hay veces que es preciso obrar así, para evitar desórdenes públicos.” O sea que, para evitar desórdenes públicos, para satisfacer a los desordenadores y revoltosos, hay que faltar a la justicia y, a las veces, a la humanidad.
¿Quién no recuerda aquella terrible sentencia de uno de los presuntos dirigentes de la revolución cuando, acusado de no haber impedido la quema de los conventos, dijo que todos éstos no valían la vida de un buen republicano? Con lo cual canonizó de buenos republicanos a los petroleros. ¿Y qué, si, con achaque de evitar desórdenes, se los provoca para poder faltar a la justicia y a la humanidad, en contra de los supuestos enemigos del régimen, o sea del Gobierno? ¿Es acaso moral azuzar a una mozalbetería envenenada y entontecida en contra de una tonta manifestación callejera de trapos para proceder contra unos ilusos protestantes? ¿No sería medida de mejor gobiemo meter en cintura a esa chiquillería vocinglera que grita contra el fajo —el fascio— sin saber lo que el fajo es?
El que esto os dice argüía no hace mucho a un gobernante en contra de la procedencia de una medida que se le había encomendado y él aceptó, y por toda respuesta obtuvo la siguiente: “Es verdad, tiene usted razón; pero, ¿qué le vamos a hacer?; ¡es la política!” Pues bien; no, amigo mío, no; eso no es política. No es política rendir la conciencia a disciplina de partido cuando se sabe que la supuesta política del partido no obedece más que al puntillo de defenderla y no enmendarla.
Como tampoco es política ni es disciplina supeditar la verdad y la justicia a intereses de partido. Y lo digo porque cuando decidí con unas palabras de verdad y de justicia en el Parlamento un pleito electoral —el de la aprobación de un acta—, se me dijo que había herido intereses de partidos. En ninguno de ellos me había matriculado; mas aun cuando lo hubiese hecho, jamás habría faltado a mi deber de ser veraz y justo por dar aumento a una mayoría. Y el curso posterior de los acontecimientos ha venido a darme la razón. Y a demostrar cómo la dictadura de la mayoría parlamentaria no ha hecho sino alejar del régimen y desaficionarles de él a los que lo habían recibido y acatado con esperanza y confianza.
Otra vez más: “Procure siempre acertarla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defenderla y no enmendarla.” Y a esto se dice: “¡es la política!” o “¡es la revolución!” Y menos mal cuando con honradez se procuró acertarla; pero ¿y si no? ¿Hay quien de buena fe pueda creer que procura, con honradez, acertar el que asegura que no adoptaría medida alguna que mereciese el aplauso de sus adversarios y que no admite consejos? No, esto no es procurar acertar, sino empeño de vengarse o de satisfacer no se sabe qué tenebrosos sentimientos. ¡Y a eso se le llama defender el régimen!
Y déjense de todos esos tan socorridos estribillos de “batalla a la República”, “contra-revolución”, “monarquizantes” y demás monsergas en que nada se estriba. Cúrense de las alucinaciones de la manía persecutoria y del menoscabo mental de antojárseles que jamás se ganará al régimen a los españoles todos. Que si la República haya de ser renación de España lo será como comunidad una y entera, sin división ni de clases, ni de confesiones, ni de profesiones, ni de castas, ni de orígenes, ni de ciudadanías. División en derechos y en deberes, entiéndase bien.
¿Política?, ¿revolución?, ¿renovación de España?, ¿estilo nuevo? No; todo eso no es sino desconcierto. Y luego el miedo a que las mismas garantías que se han visto, por bien parecer —hipocresía—, obligados a fijar, esas pobres garantías constitucionales, se pretenda hacer efectivas y a dificultarlo. Como si los ineludibles recursos y revisiones dependieran de un Tribunal que nace mancillado y moribundo, y no de unas elecciones populares que acaben con Código de papel. Código que no es da la República. Pues si Cánovas del Castillo, autor de la Constitución monárquica de 1876, habló de constitución interna española, hay una forma republicana de ésta que no es la que a trompicones se fraguó en la Cámara para encauzar la presunta revolución que la ha hecho trizas. Ni su régimen es el íntimo del pueblo español. Constitución esa tricolor —morado de cardenales— hecha ya pelota de papel. Y gracias que la tan cacareada soberanía de las Cortes ni es la del pueblo ni la representa.
Pronto habrá que raspar, en bien de España una y entera, y de su régimen, las trazas del estilo nuevo, y no reformar, sino refundir su código fundamental.
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