Ahora (Madrid), 1 de agosto de 1933
Aun sin tener que acatar la concepción materialista —o más bien determinista— de la historia, la de que son las cosas las que llevan a los hombres y no éstos a ellas, hay que rendirse al sentido histórico que nos enseña cómo la libertad política se abre campo a pesar de los hombres. Y hoy que España, el alma colectiva española, busca su verdadera libertad, bueno es detenerse a considerar en qué paso estamos.
La monarquía se hundió en España por sí sola, sirviéndose de la dictadura. Pero fue, por otra parte, un ramalazo del huracán que arrasó otros tronos, los de Portugal, Grecia, Alemania, Austria, Turquía... La monarquía se hundió en España dejando vacíos de autoridad, de legalidad, de tradición… Había que llenarlos. La república empezó siendo un vacío, apenas nada más que un nombre. El pueblo ingenuo que votó en aquellas inolvidables elecciones municipales del 12 de abril, que votó contra el régimen monárquico de la dictadura, no sabía que habría de ser un régimen republicano. No había en general en España conciencia republicana. Mucho menos esa quisicosa que llaman fervor republicano o emoción republicana. El republicanismo español era algo puramente negativo. Y al erigirse el nuevo régimen el pueblo o no dijo nada o sólo dijo: “Y esto, ¿qué es?”
Tres doctrinas, sin embargo, se presentaron a dar aliento de vida al nuevo régimen: el regionalismo o mejor federalismo, principalmente catalán; el socialismo, y el jacobinismo laicista. Las tres caben, doctrinalmente, en una monarquía. Ha habido en la historia —y aún hay— monarquías federales, monarquías socialistas y monarquías laicistas. Ninguna de esas doctrinas va ligada, por necesidad dialéctica, al republicanismo. Éste se queda siendo una forma histórica vacía de contenido propio, sin nada que no quepa también en rigor, en una monarquía democrática. Todo lo cual, siendo de clavo pasado, hay que pedir perdón al lector de tener que recordárselo. Pero es que hay tantas cosas que de puro sabidas se olvidan...
Procedióse a forjar una Constitución republicana, la de una república semi-federal —federable—, semi-socialista y semi-jacobina. Y entre tanto se hablaba de revolución, de una revolución que apenas hay quien sepa en qué consiste y los que menos lo saben, son los sedicentes revolucionarios. Mas la verdadera revolución, la honda, la de la conciencia pública, se iba y se va abriendo camino por más dentro de las capas que podríamos llamar políticas de la población española. La verdadera revolución, el ascenso a la conciencia pública ciudadana de los íntimos anhelos del pueblo, esta revolución se hace fuera de los partidos políticos. Los programas de éstos, de los partidos políticos organizados, con sus comités y sus congresos, no le dicen nada al pueblo. La llamada masa neutra empieza a hacerse, bajo el acicate revolucionario, una conciencia histórica. Que es política, aunque no de partido alguna Una conciencia española. Y reviven viejas tradiciones.
¿Revolución? La hay, indudablemente, pero en forma de lo que suele llamarse reacción. ¿Contra el nuevo régimen? Más bien para hacerlo de veras nuevo. La reacción —y ciego ha de ser el que no la vea— va contra el semi-socialismo, contra el semi-federalismo y contra el semi-jacobinismo. España, la conciencia histórica española, al despertar, trata de recobrarse y unirse haciendo cesar la lucha llamada de clases, la lucha de intereses y sentimientos particulares —regionales, comarcales, locales— y la lucha de confesiones. Y se presenta un caso que por designarlo con un término extranjero, y aun sin traducirlo, parece algo traducido también. Nos referimos al llamado fascismo. ¡Tabú, tabú! Ya está nombrado el Coco. El Coco y el comodín.
Eso que los revolucionarios de mentirijillas, los semi-revolucionarios, llaman al fascismo, el fascio español, ni ellos saben lo que es ni lo saben los que a sí mismos, aquí en España, se llaman fascistas. Ese fascismo que un Gobierno que parece entontecido persigue como si se tratara de una terrible organización clandestina y anti-republicana es algo tan pueril, tan inocente, tan ridículamente deportivo que da pena. Sus manifiestos, sus manifestaciones, las hojas que raparte, sus ejercicios litúrgicos, darían que reír si no diesen pena por el rebajamiento mental que delatan. No sabe uno de qué sorprenderse más, si de la tontería de esos chiquillos deportistas que juegan al fajo, o de la tontería gubernamental y policíaca que anda a su caza. Porque, señor ministro, lo más desconsolador de este triste periodo de desconcierto es la estupidez —tal es la palabra— con que procede el cuerpo de seguridad. No estamos seguros de la sanidad mental de ese cuerpo. Cuerpo sin alma.
Pero, ah, es que bajo ese fascismo de tramoya, de opereta bufa, bajo esos desahogos de una mozalbetería de cine sonoro, hay algo que está cobrando conciencia seria. Los presuntos fajistas —los que se creen serlo y aquellos a quienes la tontería gubernamental supone tales— no saben lo que el fajo llegue a ser, más que los republicanos del 12 de abril sabían lo que habría de ser la república de los “semis”. Tan inconcientes los unos como los otros.
“¿A dónde vamos?” —suelen preguntarse los españoles que se inquietan de serlo. A donde nos lleve la historia. Que no es la política de los partidos, si no la del pueblo. A donde nos lleve el Hado —otros le llaman Providencia— que en la historia es ley de libertad. Para rehacerse España, para re-nacionalizarse, tiene que libertarse de una lucha de clases que no es de tales clases, de una lucha de comarcas que no sienten sino sus intereses particulares, de una lucha de confesiones que apenas si tienen conciencia de lo que confiesan. Y sobre todo para rehacerse España tiene que comprender que el pueblo se hace su historia por encima y por debajo de la política de los partidos, de los concejales, diputados provinciales o a Cortes, gobernadores, directores generales, ministros y... toda la caterva.
Hemos creído deber exponer todo esto por la alarma que nos produce ver que a la tontería de los deportistas del semi-fascismo responde la tontería gubernamental y policíaca dedicada a inventar ridículas conjuraciones. Y al exponerlo no hacemos obra de político —y menos de político de partido ¡Dios nos libre de ello!— sino de contemplador de la historia. Hemos querido, lector, presentarte lo que descubrimos detrás de esa semi-revolución de semi-socialistas, semi-federalistas y semi-jacobinos. ¿Que a qué nos sumamos? A sentir la historia y a comprenderla y acatarla. Y por lo que al que esto te cuenta, lector, hace a esperar si en el hundimiento de tantas creencias consoladoras, de tantos santos engaños avivadores, le queda la esperanza de que el alma de su alma perdure, aun sin conciencia, en el alma renacida de la España eterna.
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