Ahora (Madrid), 4 de julio de 1933
Mi trato último con Lucio Anneo Séneca me ha llevado, como de la mano, a su pariente Marco Anneo Lucano, de la misma familia —gens— Annea, de Córdoba. Y apenas vuelto de Mérida y recogido en esta mi librería de Salamanca, eché mano de un viejo ejemplar de la Farsalia, entre cuyas hojas dejé, hace ya años, no pocas notas y acotaciones manuscritas. El ejemplar es de Padua y de 1721. Y he aquí que lo primero con que topo en él es con una frase que, en mi Comentario “Séneca en Mérida”, confundí tomándola como de Virgilio. Es la que dice: “etiam periere ruinae” (IX, 969), “¡perecerán hasta las ruinas!” ¿Qué demonio me trastornó la memoria induciéndome a esa confusión? El mismo que me ha inducido varias otras veces a confusiones parecidas —y aun más graves—: un demonio que se me antoja actúa en España, tierra de improvisadores, más que en otras partes. Pero una vez rectificado ese desliz y puesto en claro que fue otro español —uno es Séneca— quien dijo que “hasta las ruinas perecerán”, me puse a repasar mi antiguo repaso de la Farsalia de Lucano, y, ¡cómo, al repasarlo, resucitó la historia actual de nuestra España, cómo revivió lo que estamos viviendo!
Ya en el primer verso de su celtibérica epopeya nos habla Lucano de guerras más que civiles —“bella… plus quam civilia”— y es expresión felicísima que se ha repetido mucho. “Los primeros muros (de Roma) se regaron con sangre de hermanos”, se dice poco más adelante. Y aquí está este cordobés cantando al vencido, a Pompeyo, y execrando, pero admirando, al vencedor, a César, al instaurador del cesarismo, que no es ni más ni menos que el fajismo: “La causa vencedora —nos dirá Lucano— plugo a los dioses, pero la vencida a Catón.” A Catón, una especie de Don Quijote romano y pagano. Y Lucano, el celtíbero, se prosterna ante el que supo desafiar al Hado, ante el esforzado Catón de Utica, que se suicidó por no rendirse al cesarismo, al estatismo. Dechado noble, sobre todo en esta gloriosa agonía del liberalismo a que asistimos.
¿También se tiñeron de sangre en guerra más que civil, hermanal, aquellas tierras de la Bética —“ultima mundi” (IV, 147), que no sería forzado traducir por “Extremadura”— hacia Córdoba, y las causas de aquella guerra? La primera el Hado, la Fatalidad, la Suerte, “la envidiosa seguida de los hados y el estar negado a los dioses el mantenerse mucho tiempo”, se entiende que en paz y en reposo. Y basta con esta primera causa; ¿para qué más? Es la causa primera de todas las revoluciones, empezando por las de los astros. Es la historia misma.
¿Y en cuánto a los hombres? Tienen que seguir al Hado que les arrastra. No les fue posible la neutralidad: “unos siguen al Grande (Pompeyo) o a las armas de César; sólo Catón será jefe de Bruto”, el tiranicida. “A cada cual le arrebatan sus causas a los malvados combates” (II, 252), cada cual toma partido y con el partido armas por motivos que él se fragua, por antojos, mas en rigor arrastrado por la fatalidad, y esto aun cuando crea que lo hace por abrirse camino en la carrera civil, o sea política. No se suele tomar partido ni por fe, ni por razón, ni por conciencia; el partidario no suele ser ni un creyente —aunque sea fanático—, ni un razonador, ni un concienzudo. Cuando hay que defender una suprema injusticia suele decir: “¡es la política!” —broquel, no de bárbaros, sino de salvajes—, o aquello otro de que “la política no tiene entrañas”. Y quien no las tiene es el que lo dice. ¡O “es la revolución”! Y esto sin comentario.
¿Y César? ¿O sea el Estado, el Estado todopoderoso y absorbente? César necesita enemigos para ejercer su actividad guerrera, le daña el que le falten enemigos —“sic hostes mihi desse nocet” (III, 364)—, y así, cuando no los encuentra los inventa, u hostiga a los resignados a que se le rebelen. Duro trance cuando se nos rinde a primeras aquel contra quien vamos. Hay que provocarle a que nos provoque. Y acudir luego a una ley de supuesta defensa. Aquella guerra, más que civil, azotó también campos hispánicos, campos celtibéricos. “Aprenderás que no huyen a la guerra los que saben sufrir la paz”, hace decir a Pompeyo, Lucano. Y a la guerra fueron los “fieros iberos”, los “duros iberos”, los conterráneos de Lucano, “creyendo que no habían hecho nada mientras quedase algo por hacer”. Pobres. ¡Terrible “fecunda pobreza”! ¿Y su religión, entonces? “Añade terror no conocer a los dioses a que se teme” (III, 416). Y allá fueron, prontos a no morir sin matar, a no perder la muerte (“non perdere letum”). ¡Pobres, pobres! “El vencer era peor”. ¡Pobres! “Hesperia —o sea España— está erizada de cambroneras, sin arar por muchos años, y les faltan manos a los campos que las piden”(I, 28 y 29). Entonces. ¿Y ahora? ¿Les faltan manos a los campos que las piden? A estaciones sobran manos y todo el año sobran bocas para el pan que pueden dar esos campos esquilmados. ¿Y el arado? El daño que ha hecho, y seguirá haciendo, si Dios no lo remedia, ese arado —aún queda, en rincones retirados, el romano— que araña en el pellejo de la roca o en el páramo. Y sin poder sufrir la paz, huyen los pobres a la guerra.
En los tiempos que cantó Lucano, los soldados, los cesarianos, se revolvieron contra la civilidad degenerada —“degenerem... togam”— y contra el reinado del Senado —“regnumque Senatus”—. Y el reinado del Senado era la República. Y en cuanto triunfó la revolución cesariana, se le siguió llamando República al Imperio y siguió el Senado. O, como si dijéramos, las Cortes. Todas estas ambiguas y equívocas distinciones entre Monarquía y República no existían entonces. ¿Y en cuanto al cesarismo, imperialismo —o napoleonismo—, qué más da de dónde surge? La suprema encarnación de la Revolución Francesa fue Napoleón. Por otra parte, la dictadura de una facción es tan cesarista como la de un hombre. Y no importa que los cesarianos anden disfrazados de civiles; Que en estas guerras más que civiles, los que parecen civiles no lo son. Y menos mal si llegan a bárbaros sin quedarse en salvajes. Que hay medidas gubernativas, como esa de los cantones o términos municipales, que no son sino salvajería de facción de tribu cabileña. La comunidad bárbara es más universal. Y no se preocupa miserablemente de clientelas electorales. Alberga más humanidad.
¡Es la suerte! ¡Es la fatalidad! ¡Es la política! Dios sobre todo, digamos. O bien: ¡es la Historia! Es la Historia que florece en Farsalias como la de Lucano, uno de los creadores del mito de César y de su mitología. Mito que vale tanto como relato, como nombre. “¡Nullum est sine nomine saxum!”, “no hay una piedra sin nombre” en la Troade, dice Lucano (IX, 969). Y aquí, en su España, dijo no sé quién, “que no hay un palmo de tierra sin una tumba española.” Sobre todo en España. Y si hasta las ruinas perecerán, ¿no han de arruinarse las tumbas? Antes las cunas.
He ido a buscar en esas dos cuartillas de letra apretada —como patitas de moscas, que se dice—, que guarda mi vieja Pharsalia patavina, un relativo consuelo para las congojas que constriñen mi espíritu a la visión de esta guerra, más que civil, que desvela los campos erizados de jarales y cambroneras y he sentido que soplaba sobre mí el aliento del Hado. He recordado a Pompeyo, a César, a Catón. Luego a Don Quijote. Y luego me he repetido: ¡Sueños españoles de Dios!
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