El Norte de Castilla (Valladolid), 31 de mayo de 1932
Suele hablarse de la vida privada y de que hay que respetarla, que harto es que los hombres públicos estén expuestos a todos los ataques que puedan dirigirse a su vida pública. Pero no sabemos que se haya dicho algo de la inviolabilidad del pensamiento privado. Porque si el hombre público, el político, tiene su vida privada en la que se refugia de los sinsabores de la otra, el escritor público, el publicista, el literato, tiene también su pensamiento privado. Y no es decoroso asaltarlo. Lo que uno crea deber dar al público, a su público, se lo da, pero si algo quiere reservarse, ¿por qué ha de pretender forzarlo cualquier indiscreto?
Nos referimos concretamente a esa, ya verdadera legión, de reporteros, enquesteros ―o enquisedores, en rigor inquisidores― refitoleros y correveidiles que dan queriéndole sonsacar al escritor público, al publicista, su pensamiento privado. Apenas, por ejemplo, se pronuncian en las Cortes uno de esos discursos que en la jerga convenida se llama sensacional, cuando ya se le arriman a uno esos inquisidores, papelito y lápiz en mano, con aquello de: “¿qué le parece a usted?” Y si uno para sacudírselo dice que se reserva su juicio o que no le parece nada, le dan a la respuesta, no sin cierta malignidad, un sentido que no tiene. Lo hacen aparecer como un desdén hacia el objeto de la pregunta y no hacia la pregunta misma. Pero lo peor es cuando esos inquisidores no le preguntan a uno nada sino que se arriman, como confidentes policíacos, a un grupito en el que el escritor habla en privado con dos o tres amigos, para escamotearle un juicio privado. Y si luego uno lo rectifica, la cosa empeora aún más. El que esto escribe tiene que declarar por su parte que de cada docena de juicios u opiniones que se le atribuyen, lo menos ocho suelen ser casi totalmente fabricadas por otro y las otras cuatro trastornadas. Y que no se le cuelgue sino aquello que él, por su parte, y sobre su firma, emita. Y aun entonces no se ve libre de la mala interpretación. Y tiene que declarar también que no responde de casi ninguno de los dichos con que se le está tejiendo una especie de leyenda. Ha llegado a ver como citas suyas, y hasta entrecomilladas, sentencias que le han cogido enteramente de nuevas.
¡Y qué cosas se le preguntan al desgraciado que no puede tener pensamiento privado, o que no puede rehusarse a pensar sobre algo! Al que esto escribe se le preguntó qué impresión le habían producido las erupciones de ceniza de los volcanes andinos. Y contestó que protestaba indignadísimo contra la mala saña de esos volcanes, que era intolerable que una cordillera como la que separa dos pueblos tan nobles y tan inocentes como el chileno y el argentino, se vieran expuestos a la perversidad de esos titanes geológicos, que no creía que serviría querer tapar sus cráteres con grandes masas de cemento, pues los lanzarían como proyectiles… Y acabó recordando lo que Herman Melville, en su intensísima novela Moby Dick o la ballena blanca ―aún está por traducir―, dijo de la divinidad malévola que se complace en atormentar a los mortales, y aquello de Leopardi de que hay que despreciar al poder escondido que para común daño impera y a la infinita vanidad del todo. Algún tiempo después se le preguntó sobre el asesinato del hijo de Lihnberg, y contestó que eso era efecto de causas económico-sociales sujetas al determinismo histórico, y que era ocioso dejarse impresionar y menos indignarse por ello, que era uno de tantos reveses a que está expuesta la vida humana y… así por el estilo. Ni una ni otra respuesta se publicaron.
¿Y por qué no se publicaron ni una ni otra respuesta? ¿Es porque se las tomó por eso que los mentecatos llaman paradojas de Unamuno? No, ni mucho menos. Porque si los inquisidores las hubieran estimado paradojas habríanlas aprovechado muy satisfechos de acrecentar el caudal de las que se me cuelgan. Pero no es así. En cambio, en cuanto se les ocurre una majadería en seguida la califican de paradoja y la ponen a mi nombre. Porque es de observar que para todos aquellos que carecen de entendimiento dialéctico, que son incapaces de penetrar en el fuego íntimo y trágico de las contradicciones del pensamiento vivo ―el pensamiento que no es contradictorio en sí es pensamiento muerto―, para todos aquellos que presos del sentido común no han llegado a adquirir pensamiento propio, para todos aquellos que viven faltos de pensamiento privado, íntimo, intransferible, para todos estos son paradojas las majaderías que se les ocurren. Y ni aun estas suelen ser propias. Porque hay aquello que me decía un amigo: “Mi hijo Enriquito tiene un talento para decir tonterías...” En cambio, estos cuando quieren decir una tontería les resulta una vaciedad, una cosa que no quiere decir nada. Por lo cual a uno que con frecuencia me decía: “verá usted lo que quiero decir”, solía yo atajarle diciéndole: “Mire, amigo, a mí no me importa lo que usted quiere decir, sino lo que usted dice sin querer”. Porque es esto alguna vez se revelaba su pensamiento privado. Y hasta alguna verdadera paradoja, pero inconsciente, es claro.
¿Cuándo se nos respetará el pensamiento privado a los que por sino o por providencia estamos en esta tares de representar el pensamiento público?
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