miércoles, 19 de julio de 2017

Serenidad

El Sol (Madrid), 20 de mayo de 1932

Observamos, no sin complacencia, por de contado, que empieza a desconfiarse de eso de la cordialidad y a sustituirlo por serenidad. La cordialidad, como todo lo que dice el corazón, es muy peligrosa para entenderse y enterarse —hacerse enteros— los hombres. Cierto es que, como decía Pascal y lo hemos repetido muchos, más o menos pascalianos, el corazón tiene sus razones; pero las razones del corazón, sobre todo las del corazón de la turba, suelen ser razones turbias y turbulentas. Con esas razones no se razona, no se “enrahona” bien. Y el corazón, además, y esto es lo peor, suele gustar andarse por encrucijadas y callejuelas y pasillos, en penumbras, y valerse de artes de seducción que huyen de la serenidad.

¡Serenidad! Sereno (“serenus”) es lo propio de la tarde, la “sera”, cuando es clara. En tierras de Castilla, en tierras de Salamanca al menos, las gentes del pueblo se reúnen a convivir, a conversar, a enterarse unas con otras, en las tardes serenas, cuando empiezan a nacer las estrellas, y a esa reunión se le llama “serano”. Y en las villas, cuando el velador nocturno da las horas a los acostados, les saluda acaso con un “¡Ave María Purísima!”; pero de ordinario al número de la hora añade un... “... y sereno” si el tiempo, si el cielo lo está. Y sabe el acostado que si se asomase a la ventana y recostándose en su alféizar mirase al cielo, vería sin nubes la estrellada, vería la verdad del mundo infinito, que de día, aunque esté sin nubes, encubre y tapa el sol, corazón turbulento de nuestro pequeño mundo. Ya dijo el poeta que “ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul”. Aunque esto no sea más que una salida tropológlca. Pero para serenidad de noche, cuando se abre la inmensidad, cuando se abre el cielo, cuya visión le sobrecogía a Kant como la visión de su propia conciencia.

En Flandes, los veladores nocturnos, los serenos, lanzaban desde lo alto de una torre, a bocina, el “alles is stil!”: todo está tranquilo, que es, en otro sentido, nuestro “¡...y sereno!” Y en ese mismo Flandes, cuando empezaba a luchar contra el poder de nuestros Habsburgos, de los Austrias de España, en tiempo de aquel Carlos Quinto de Alemania, Primero de España, el nieto de nuestros Reyes Católicos, el que encarnó en Gante para empezar a vivir en Yuste, en aquel Flandes se celebró, y en Gante, un “landjuweel” en 1539, un concurso de “moralidades”, y fue el mismo Carlos Quinto quien propuso el tema tradicional: “¿Cuál es el mayor consuelo para un moribundo?” (Twelck den mensch stervende den meest troost es?, en flamenco.) Fue tal el escándalo de las respuestas —luteranizantes—, que se prohibió la lectura en la representación.

“¿Cuál es el mayor consuelo para un hombre moribundo?” El tema de Carlos Quinto decía “hombre” —mensch—; pero lo mismo cabe añadir pueblo. Aunque no se trata, ¡claro está!, de muerte física o material. El que hablaba de consuelo para un hombre moribundo —mensch stervende—, creía al hombre inmortal. Y aún más inmortal que un hombre —si es que cabe más y menos en inmortalidad— es un pueblo, es una nación. Y ¿cuál es el mayor consuelo para un hombre, para un pueblo agonizando, es decir, luchando por su inmortalidad? ¿Cuál es el mayor consuelo para un pueblo que en un momento de su historia, de su vida, siente que se le muere una forma de esa vida, siente que se tiene que trasformar si ha de seguir viviendo su inmortalidad histórica? El mayor consuelo es morir —o, mejor, transitar— al sereno, contemplando el cielo eterno de las estrellas. Su consuelo no ha de hallarlo en las turbulencias del corazón, no ha de hallarlo en una engañosa cordialidad, sino en la serenidad de la visión hitórica, sin nubes, ni brumas ni nebulosidades.

Y las peores nubes son las que más empañan la claridad del cielo de la historia, las que más enturbian —con pasiones de turba— la serenidad; son las nubes definitivas. Queremos decir las de definición. Porque nada más turbio que las definiciones, sobre todo las jurídicas, las políticas y las teológicas. Apenas si se salvan las definiciones geométricas o matemáticas y las logométricas o gramaticales. Y aun… ¿Pero las otras?, ¿las de los juristas? Qué de nebulosidades —y definitivas— en los conceptos de soberanía, autonomía, federación, delegación..., y tantos más. A las veces se puede aclararlos algo logométricamente, por análisis lingüístico, ¡mas aun así.… ¡Porque ha entrado tanta cordialidad turbia y turbulenta en la serenidad del lenguaje racional! ¡Tienen tantas resonancias emotivas las palabras!... ¡Sobre todo cuando se hacen motes! ¡Y cuando sirven a intereses de partidos y de particularismos!

A lo partido —y a un partido— se opone lo entero. Y esto de entero viene del latín “integrum”. Lo entero es lo íntegro; la “enteridad” —y con ello la entereza— es la integridad. Y aquí entra lo de integral e integralidad. Lo integral es lo enterizo, lo no partido; es también lo indiferenciado. Enterarse es integrarse, es completarse. Y cuando uno pierde su integridad, su enteridad y se le restituye la parte que perdió, se le reintegra, se le integra. Que también se dice, con otro derivado, que se le “entrega”. Y es curioso que habiendo derivados populares, romanceados, de “integrum”, en castellano, en portugués, en francés, en italiano, apenas si le hay en catalán. Porque, en rigor, en catalán “enter” es un castellanismo. La voz propiamente catalana es “sencer” (o, mejor acaso: “sencé”). Pero la concepción radical es otra. Porque “entero” es una cosa y dice relación a integración, y “sencer”, sincero, es otra, y dice relación a pureza. El que se integra, el que se entera —y no cabe integrarse sino en otros y con otros—, suele tener que perder su sinceridad, su pureza. Hasta cabría sostener que la sinceridad —que tira a conservar lo diferencial— se opone a la enteridad, a la integridad con otros. Y basta por hoy.

Tendremos que volver a esto, a considerar que el consuelo de perderse, de morir como pequeño todo “sincero”, puro, para renacer en una integración, en una enteridad superior, en un todo entero, el consuelo de tener que inmolar la sinceridad diferencial, particular, para hallarse más radical y hondamente uno mismo —mismo con otros—, ese consuelo estriba en la serenidad de contemplarse en el cielo estrellado y sin nubes de la historia universal. Al nosotros del “nos-otros solos” no le queda más que el pobre anejo del “-otros”. Y el otro, en rigor de sentido espiritual, aunque se quede sincero, puro, no es entero La consolación de la muerto de la sinceridad, de la diferencialidad, de la pureza, que es “avara pobreza” —ya lo dijo Dante—, está en la serenidad con que se afronta, haciéndole callarse al corazón, una muerte que es puerta de inmortalidad. Y es amor lo que nos dicta este consejo.

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