jueves, 13 de julio de 2017

¿Hambre?

El Sol (Madrid), 30 de abril de 1932

¿Que por qué no comenta el comentador éste otras cosas de la Historia al día —pues que de historiador se las echa— y en tono para todos? Pues bien, es porque... No hace mucho asistía a un acto político en que el orador fue interrumpido por una voz fuerte y clara que soltó: “¡Es que tenemos hambre!” Y el comentador se dijo: “¡Mentira!” Porque ―y con esto escandalizará a no pocos de sus lectores— no cree en la mayor parte de las interpretaciones de la llamada concepción materialista de la Historia.

¡La concepción materialista de la Historia! La que se toma, casi siempre mal entendida, de Carlos Marx. Ya hemos confesado preferir la concepción histórica de la materia, a la que volveremos. ¿Pero materialismo? “No el materialismo metafísico”, dicen. Bien, sea; el físico. Materialismo, de material, y material, de materia. Y ¿qué es materia? Materia, en el lenguaje popular de España —y a él acude siempre en busca de luces el comentador—, es el pus. “Le está saliendo materia de la herida” —dicen—. Los malos humores, los que tapan las postillas. Lo material resulta, pues, lo purulento. Y el materialismo ese es purulentismo. Y el sentimiento —no la concepción, sino el sentimiento— materialista de la Historia, de la que está siempre en hacerse, es un sentimiento purulento. Le tuvo el mismo Marx, que no pasó hambre, pero sí lo otro. Y lo otro es el pus. O, digámoslo más claro, en plata: el resentimiento; o más claro aún, en oro: la envidia.

¿Hambre? ¿Quién pasa hambre, lo que se dice hambre, en España? Hambre, ni los que ayunan. Hambre es una palabra trágica de que no debe abusarse. “¡Tengo hambre!”, os espeta a bocajarro con voz y mirada cavernosas, y hay que ver el esfuerzo que le cuesta lograr aquella cavernosidad nutrida de limosnas. Es como lo de que nuestro pueblo está desnutrido. O degenerado. Y no hagamos gran caso de lo que nos digan los patólogos, que son unos logópatas. Hay acaso quien se muera de inanición; pero sobrándole alimento —“a mí con poco que me sobre, me basta”, decía el otro—, y sea él pobre o rico. Más exacto es lo de que “más mató la cena que sanó Avicena”, y la olla podrida conserva muchos años la podredumbre de quien la prueba a diario, y por escasa que sea. “No se come bien donde se descome —empleó otro verbo— mal”, me decía uno en mi tierra, y recordé otra sentencia, y es: “Los más de los resentidos son estreñidos.” Y el estreñimiento, sobre todo el anímico, el psíquico, ¿qué?

Ya estamos en ello. Quevedo, que es quien más ahondó en el hambre de los pícaros, descubrió lo otro. Porque el hambre que describió Quevedo, la del Gran Tacaño, la del Dómine Cabra, la de los pícaros, no era la que ha descrito Knut (Canuto) Hansum. Ésta no la conoció no ya en sí, mas de seguro ni en otros, nuestro Quevedo. Y en cuanto a la otra, el eepañol que no la sufra sufre de creerse víctima de la ajena. El español que no envidia suele creerse envidiado, postergado, preterido. El que no tiene manía perseguidora la tiene persecutoria. “Ni envidiado ni envidioso”, dijo el poeta, y lo dijo muy en su punto. Y, volviendo a Marx, ¿no creéis que su famosa concepción materialista, purulenta, de la Historia, le brotó de un hambre espiritual, de un terrible complejo de hondas raíces seculares acaso? Debió de haber meditado, y desde niño, en la simbólica leyenda de Caín y Abel.

No hambre, en el sentido físico, o mejor, patético, ¡no! El que quema las mieses —o los conventos— no es por hambre. Ni el atracador suele ser un hambriento. No, aunque alguien se escandalice al oírnoslo, no creemos en el hambre. Sin que esto quiera decir que no sea natural y humano el que haya hombres que no soporten resignadamente —¡pues bueno fuera!...— escaseces, privaciones y mortificaciones. Hambre.... ¡no! No de hambres, sino de ayunos —que no es igual― han surgido algunas obras maestras. Ni la huelga del hambre es invención de hambrientos. Y hasta en gentes hartas, bien fornidas, surge la otra hambre. “Tántalo no pudo digerir su felicidad” —dijo Píndaro—. Y por ello le vino su suplicio famoso. Y hay quien no digiere lo que debería ser su propio contento, quien no goza de la plenitud de su limitación. Y hasta se da el caso de que lo que más odia —o envidia— el que trabaja para vivir es a quien vive para trabajar, para hacer obra, no al señorito ocioso, sino al amo ambicioso.

Lo más hondo de ciertas revoluciones llamadas sociales suele ser lo que aquí se llama dar vuelta a la tortilla. No importa que se empeore de estar y de vivir si el que antes estaba encima cae en lo más bajo y muerde el barro. Y es muy natural que al fin surja el robo, pues no se suele robar por hambre —lo repetimos—, sino por horror al trabajo y por envidia. Así, por envidia.

Y otra cosa. Con motivo de una pobre muchacha muerta en Zaragoza por unos atracadores, los sindicalistas de esa ciudad protestaron —era natural— contra el crimen, y acudieron en manifestación al entierro de la víctima. La posición así adoptada estaba muy bien; pero… Pero si a nadie que no sea un insensato se le ocurrirá sostener que los sindicalistas sean atracadores en el sentido de los del crimen de Zaragoza, lo que sí parece ser es que los atracadores suelen llevar “carnet” de Sindicato. No del Sindicato de atracadores, claro está. Y que son los sindicalistas los más obligados a acabar con los atracadores, si es que pueden. Y en cuanto a la doctrina sindicalista española —el sindicalismo de aquí es peculiarísimo—, sobre todo la de la F. A. I., no es más que la de aquel catastrófico nihilismo ruso de antaño. ¡Los estragos que en España hizo Bakunin! Nihilismo que se entronca con otro nihilismo —mejor sería llamarle “nadismo”—, castizamente español, y que si fue comprendido de un modo por Miguel de Molinos, fue comprendido de otro modo por Quevedo, por el ascético Quevedo. Porque el terrible Quevedo, el sarcástico, el de las burlas feroces, el que dijo que “la envidia está flaca porque muerde y no come” —no digiere—, es uno de los maestros de nuestra ascética.

¿Hambre? ¿Hambre física, natural? No. De la otra, sí.

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