El Sol (Madrid), 10 de junio de 1932
Cruzando los barrios bajos y pasando el barroco puente de Toledo, desde sobre cuyos pretiles San Isidro y Santa María de la Cabeza, su mujer, contemplan el Manzanares, bajóse uno, pian pianito, a pie, solo y escotero —era domingo— a ese “arroyo aprendiz de río”, que le dijo Quevedo. ¡Aprendiz siempre mozo! ¡Y cómo retozó en las praderas! ¡Pradera de San Isidro! Hace ya más de cincuenta años que uno, mozo también y aprendiz —como todavía—, se hizo retratar allí, al aire libre, junto a una barraca: Y ahora todavía tiovivos, columpios, gramófonos y olor a fritanga de churros para re-creación de ese buen pueblo bajo, eterno aprendiz. Allí al lado, el arroyo de Corte baja de la sierra por su vaguada tarareando, en una represa, la vieja serranilla, siempre joven, de su infancia. Y de la de Madrid.
Era el tránsito del siglo XVI al XVII, reinando Felipe III, cuando Lope de Vega cantó al Manzanares. En su comedia Santiago el Verde, “estación que hace Madrid a un soto”, el del Manzanares, “¿Pues no te deleita el ver / tantos coches tan bizarros, / tantos entoldados carros, / tanta gallarda mujer / y más locas las riberas / del humilde Manzanares / que están los soberbios mares / con sus naves y galeras? / ¿No ves entre estos espinos, / cubiertos de blancas flores, / tanta alfombra de colores / vistiendo rudos pollinos / que ayer con las aguaderas / traían agua y hoy pasan / ninfas de Madrid que abrasan / las aguas de sus riberas?” ¿Ninfas? Y hasta “las fregonas de Madrid, / con sus rostros sin afeites”. Y luego esta perla: “Manzanares claro / río pequeño, / por faltarle el agua, / corre con fuego.” Fuego de amoroso holgorio popular que enciende al soto.
Pasan dos siglos; es el tránsito del XVIII al XIX, reinando Carlos IV. El poeta —del pincel— es Goya. Por los campos de sus lienzos, frescura de praderas del Manzanares. En los de Velázquez, aposentador regio, palaciego de los Austrias, fondos de encinares de El Pardo abrillantados con luz de secano; en los de Goya, chispero borbónico, luz de regadío, de tapiz de pradera de San Antonio de la Florida. Diríase que había bañado en el desnudo Manzanares la majeza de su desnudez la duquesa Cayetana, la maja desnuda, dechado de la nobleza popular de aquel Madrid aristodemocrático de fines del XVIII. Por el puente del Rey, camino de la Casa de Campo, pasarían sobre el Manzanares, aprendiz de río, María Luisa con Godoy, y aparte, Carlos IV, de caza. Aprendices de destronados.
Pasa medio siglo. A mediados del XIX. Antonio de Trueba, mi paisano —¡que parece estarle viendo y oyendo!—, publica en 1852 su Libro de los cantares. Y canta: “Vosotros los que bajáis / el domingo por la tarde / a bailar en las alegres / praderas del Manzanares, / ¿no habéis visto en la Florida, / medio oculta entre el ramaje, / la pobre casita blanca / de Antón el de los Cantares? / Sobre su puerta, una parra / sus hojas pomposa esparce, / ora brindándome sombra, / ora racimos brindándome, / y a mi ventana se inclinan / los guindos y los perales / para que su dulce fruta / desde la ventana alcance. / En torno de mi casita / exhalan su olor fragante / siemprevivas y claveles, / azucenas y rosales, / y cuando el alba despunta, / música vienen a darme, / entre la verde enramada, / de mi ventana las aves....” Trueba llegó a Madrid a servir en una quincallería a sus quince años —uno llegó a estudiar carrera a sus dieciséis—, y quince después cantaba: “Quince años ha que discurro / por sus plazas y sus calles, / como mis padres honrado / y pobre como mis padres; / pero el amor de mi alma / tu noble villa comparte / con el valle solitario / donde me parió mi madre.” He aquí un modelo de la que Menéndez y Pelayo llamó, no sin dejo de ironía, “la honrada poesía vascongada”, tan honrada como el alma, la madre que la parió. Luego se fue Antón el de los Cantares, el aldeanito de Montellano; se fue de la villa de Madrid, villa aprendiza de Corte, donde se hizo hombre y poeta, a la villa de Bilbao, en donde uno, después de haber pasado como aprendiz por la villa aprendiza de Corte, le conoció y trató a él, a quien debió sus primeras lágrimas de poesía.
Hoy, en las orillas del Manzanares, ni espinos cubiertos de blancas flores, ni praderas goyescas, ni guindos, ni perales, ni apenas verdes enramadas. Corre el pobre arroyo aprendiz de río abrazando a algunos pequeños alfaques, reliquias de su libertad infantil, ceñida su vaguada por malecones y cinchado su lecho por taludes de cemento, pobre arteria esclerótica de riachuelo enfermo de decrepitud. Algunas ropas blancas a secar en las riberas urbanizadas, por donde de vez en cuando transcurren rebaños de ovejas, por la cañada de la Mesta, recuerdo de edad pastoril e idílica. Unos chicuelos, desnudos del todo, se bañan al sol regocijadamente, en el piélago de una hidroeléctrica —¡al agua gallipatos!—, y luego se irán a jugar a “¡manos arriba!”, con pistolillas de juguete y de fulminantes. Los “autos” no bajan a donde bajaban los “coches tan bizarros” y los “entoldados carros” de tiempo de Lope de Vega, ni el “río pequeño” corre ya con fuego. Ni mira ya al Alcázar —Madrid, castillo famoso—, ni al adarve de la Virgen de la Almudena. ¡Pobre arroyo que antes de haber aprendido a ser río cortesano, metropolitano, lo han canalizado! Ahora, el canalillo esclerótico, encintado en cemento, mira melancólico al rascacielos de la Telefónica. Y corre humilde bajo los ojos de los puentes del Rey, de Segovia y de Toledo, añorando la sierra, su nacimiento, y añorando la mar, su muerte. Que es una misma añoranza.
Baja de la sierra del Guadarrama, de las Pedrizas, donde “el duro invierno encanece / la sien greñuda a los montes” —decía en la misma comedia Lope de Vega—, y baja al llano propiamente manchego, pasando por la Villa aprendiza de Corte, entre serrana y llanera. Baja gimoteando suavemente a recordarle a Madrid su infancia popular. Baja y se arroja al Jarama, el de los “toros feroces”, y el Jarama lo lleva en sus brazos al Tajo. Y en brazos estremecidos del Tajo va a pasar este arroyo de Goya por la hoz del río de la imperial Toledo, la del Greco, del río que sacaba fuera el pecho en tiempos de D. Rodrigo. Y se enlazan dos tragedias, pues también el Manzanares, el que oyó los fusilamientos del 2 de mayo de 1808, el que vio brotar en sus orillas los trágicos caprichos goyescos cuando corría con fuego, sintió la tragedia de la vida. Y el Tajo lo lleva en sus brazos estremecidos a dejarlo, al pie de Lisboa, en la mar de los conquistadores de Indias. “Nuestras vidas son los ríos...” O aprendices de ríos. Las vidas de los hombres y las vidas de los pueblos. Que hasta cuando éstos parecen llegar a vejez —un pueblo no tiene edad— llevan el alma toda de su niñez. Aun entre cincho esclerótico de cemento corre sangre moceril, de fuego. O mejor, infantil y popular, que es lo mismo.
Soñando historia a orillas del Manzanares se siente la llaneza de llanura alta, de meseta, del Madrid llanero, manchego, popular, y se siente su alteza de altura serrana y la cortesía de pueblo bajo que aprende siempre, y la frescura y la claridad de sus praderías espirituales. ¡Y qué símbolo el del madroño —sin oso—, que hasta embriaga! ¡Llaneza, alteza, cortesía, frescura, claridad! ¡Y fuego! Y recuerdos de mocedad de aprendiz de hombre en Corte.
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