El Sol (Madrid), 21 de abril de 1932
Hijo del Cantábrico yo, del golfo de Vizcaya o de Gascuña —Gascuña viene de Wasconia: gascón, de wascón—, recocido en la encumbrada meseta castellano-leonesa, en la cuenca —concha— del Duero, al que va el Tormes, cuenca que fue, se dice, lecho de un mar interior antediluviano, he venido, romero de España, a esta costa alicantina, a esta marina de Levante, por donde nos sale el sol. Y he venido atravesando la Mancha, ese piélago de tierra de Don Quijote, en el que Sancho soñó su ínsula. En Criptana contemplé los molinos contra el cielo implacable. Que ahí, en ese campo de los molinos y de las encinas, el hombre también se recorta contra el cielo y sobre él por fondo. La “extensidad” —e intensidad— del campo es extensión —e “intensión” que se hace intención— del hombre que la pisa y labra y ahonda en ella huesa en que arraigar para la eternidad. Y esa extensión —e “intensión”— se extiende, tensa, en redondo hasta soldarse con el cielo mismo. El horizonte, o sea el lindante, borra las lindes. Y se hace, se tesa, un campo austero, ascético, casto. Como Don Quijote y como también Sancho. Pues hay que ver en el trato todo lo que hay de contención y de contenido contento, sin efusión aparatosa, en la cortesía —no cortesanía— celtibérica, en eso que los franceses solían motejar de “morgue castillane”, en la gravedad señoril. En esa gravedad que es tersura, tiesura de dueño de sí.
Luego venía declinando, tendiéndose la tierra hacia la mar, y por fin dimos vista a este Mediterráneo. ¡Mediterráneo! “¡Es un verso adónico!”, solía decirme Gabriel Alomar, el mallorquín. ¡Mediterráneo! Aquí, a su vera, las rocosas colinas —pueyos podríamos decir—, sin leña ni pasto, se desnudan ante la mar, para tomar el sol. Pero sufren sed, sed de agua dulce, de sierra, que la de la mar no la apaga. Presidiendo a Alicante, a Alacant, el castillo, roca de mano humana, de Santa Bárbara, en Benacantil, roca de mano divina. Y los ríos —“nuestras vidas son los ríos...”—, ramblas mejor, como el Vinalapó, en Elche, o el Gudalest, llegan secos, sin vida, sedientos, a la mar, que es su último morir. Y he venido de aquellas encinas sosegadas, recogidas y castas, que ocultan, pudorosas, su verde y recatada flor, la candela, a estas palmeras costeñas que se cimbrean, vistosas, a la brisa de la marina y que aparentan hacer muestra de su floración carnosa y encendida. La luz es otra. No la luz de cumbre de tierra —tal la meseta— cruda y cortante, sólida, sino luz de marina, fundente y como liquida. Y los dos, la meseta y el mar, dos espejos del cielo.
Y aquí, en Alicante —Alucant, Alacant—, extremo sur del en un tiempo dominio lemosín, el recuerdo de Don Quijote me trajo el de Tirante el Blanco, uno de los caballeros andantes —a las veces navegantes— que suscitaron a nuestro manchego. Tirante el Blanco no fue continente, ni contenido, ni casto. La sangre le bullía en las venas, y en el cuerpo le bullía la carne. Y los recuerdos mellizos de Don Quijote y de Tirante el Blanco me han traído —otra vez— la noción de las dos vertientes de nuestra España, la que nos ha hecho y estamos haciendo.
Porque España, de partirla en dos —¿por qué no en tres o en más?—, habría que partirla, no por latitud y longitud, sino según las dos vertientes, según que las aguas de sus tierras vierten al Mediterráneo y a aquella porción del mar del Estrecho que le es aledaña o vierten al Cantábrico y al Atlántico. Y como que cruza y traspasa a estas dos vertientes el río epónimo de Iberia, el Ebro, que al pie del Pirineo nos une. Y lo vigila el Urbión, cuna del Duero, donde nació la leyenda del Cid castellano, conquistador de Valencia. Como Don Quijote, conquistador también del Mediterráneo. Que a ser vencido, conquistado, y con ello a conquistar, pues su vencimiento fue su victoria, le llevó Dios a la playa de Barcelona, al mar latino. ¿Latino allí o fenicio? Aquí, en Alicante, acaso helénico. ¿Y quién se acuerda hoy, ni en su tierra, ni en su marina, de Tirante el Blanco, de Tirant lo Blanc? Ni aunque a la crónica de sus hazañas y proezas se le perdonara el castigo del fuego en el escrutinio de la librería que volvió loco de desatarse a Don Quijote. ¡Y quién sabe lo que acaso habría dicho Tirante el Blanco, en su lengua líquida, al pie de una palmera, frente al mar latino —ellos le decían “mare nostrum”— con un puñado de dátiles en la mano y dirigiéndose a los tripulantes de algún falucho de pesca mientras dormía la vela latina de éste! Pero Tirante no se rozaba con gente tan humilde, de faluchos y de laúdes.
Conquistador Don Quijote, conquistado al desengaño en Barcelona; Conquistadores Cortés, Pizarro, Alvarado..., hombres de tierra adentro, de paramera y de meseta. Que suelen ser los hombres de cumbre, de serranía o de meseta, los que van cobrando tierra, y al llegar a su lindero, a la mar, se lanzan a ésta a cobrar más tierra, en ultramar. Así, en Grecia, los dorios. Los costeros, los de la marina, se arregostan en ésta. Y es de creer que en la cruzada de almogávares, de catalanes y aragoneses, a la conquista del ducado de Atenas, en aquella luminosa cruzada que narró Muntaner, los del empuje serían los de tierra adentro, los de las faldas del alto Pirineo. El empuje de ensanchamiento del solar común, de Iberia, lo dieron, sobre todo, los que dominaban las cabeceras de las dos vertientes. Y en estas cabeceras sonó el verbo imperial. Lengua que se fue liquidando, que se fue en cierto modo ablandando según bajaba, con los ríos, hacia la mar. La lengua robusta, robliza —“robustus” deriva de “robur”, roble—, encinosa, cobra en Andalucía, por ejemplo, aceitosidad de olivo y se hace más resbaladiza, más lúbrica —lúbrico es lubrificante—, menos casta. Y también menos castiza. Pero gana en otra vida terrenal más íntima. Sin que esté de más aquí, a este respecto, el hacer observar que el ya famoso busto de la llamada dama de Elche, se discute ahora que sea dama, y no más bien, digamos... “damo”, una divinidad masculina o femenina, quién sabe si común de dos o ambigua. ¡Hay tantas ambigüedades en nuestra religión popular ibérica!
Y aquí, en este Alicante, al sur del antiguo reino de Valencia, que, Murcia intermedia, se enlaza con Andalucía, se sienta la honda trabazón y la semejanza estrecha entre el dominio lemosín, mejor diríamos catalán, y el andaluz, y cuan profundamente se asemejan estas dos porciones de la vertiente mediterránea. Y todo lo otro, de españoles del Norte y del Sur, no es sino apariencia y norteño un epiteto engañoso. Hay hombres de llano y de costa, y los hay de sierra y de cumbre, contando como cumbres las mesetas centrales, las de las fuentes de los siete grandes ríos, que cumbres son Burgos y Salamanca, a más de ochocientos metros, y Ávila y Soria, a más de mil.
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