El Sol (Madrid), 26 de mayo de 1932
Innegable que pesa sobre una gran parte de la gente —y gente no es precisamente pueblo— un cierto estado de desasosiego común y contagioso, “¡Que se reviente de una vez!” “¡Se vive con el alma en un hilo” “¡Así no podemos seguir!” “¡Hay que salir de esto!” —se oye—. Y con ello friega de sentimientos y refriega de resentimientos encontrados y en choque. ¡Y luego rumores! “Se dice que...” Y no es que esperen lo inesperado, según el consejo de Heráclito de Efeso, con esperanza, sino que lo esperan o, mejor, lo aguardan con temor. “¿Qué va a pasar aquí?” —se preguntan—. Y tanto o más que en busca de Mesías andan en busca de profetas de Mesías. Todo lo cual es una enfermedad de la imaginación colectiva.
¡Imaginación! “Autos”, aviones mecánicos, “cines”, “radios”, gramófonos de altavoz..., no hay tiempo de enterarse de nada de lo que pasa, ni de lo que se queda, ni de entregarse a ello. “Agua pasada no mueve molino”, dice el consabido refrán del pueblo; pero mueve la mente del molinero. Y la mente del molinero es también molino, que mueve al otro. El que obra en la Historia necesita adquirir conciencia de su obra. Y la gente no digiere la historia que vive; no la digiere, sino que la rumia; no medita, sino que cavila. ¿Es que se vive demasiado de prisa? “¡Se vive!”, suele decirse con una cierta engañosa satisfacción. Pero ¿se vive o se experimenta?
¡Imaginación! Desde hace algún tiempo los adeptos de la novísima filosofía fenomenológica alemana han forjado un sustantivo para verter el germánico Erlebnis, y es el de: vivencia. Y empieza a sonar lo de vivencias. El verbo alemán erleben solíamos traducirlo por experimentar, pero se ha caído en la cuenta de la diferencia. No es lo mismo vivir que experimentar un malestar creciente, póngase por caso. Ni por otra parte la experiencia es la experimentación. Y en el fondo se trata de poder imaginarse, de poder soñar acaso, aquello que se vive. No se vive vida íntima espiritual, vida histórica —en cierto sentido podría decirse que vida religiosa—, sino pudiendo imaginarla, soñarla, en vivo. No por el entendimiento, no por el sentimiento, no por la voluntad vive el hombre vida humana, sino por la imaginación. Todo el poderío del ánimo consiste en imaginar lo que se ve. ¡Imaginar lo que se ve! “¡Quien lo creería..., si parece un sueño!” —se dice—, y cuando así se dice es que se está ante un verdadero sueño, ante una realidad espiritual. “¡Quién lo creería!...”, pero es que tan creencia como la de la fe es la de la razón, que si fe es creer lo que no vimos, razón es creer lo que vemos, creer en el sueño. Y crearlo al creer en él. Mas para ello hace falta ocio, vagar, ¿y dónde le hay hoy? La imaginación se cansa no de imaginar, sino de no poder imaginar, de que no le quede ocio para imaginar. Trabaja a destajo y nada produce.
¡Imaginación! La vivencia, la Erlebnis, la experiencia vital es algo imaginativo. Pero —ya lo hemos dicho— no es lo mismo experiencia que experimentación. Ni es lo mismo un hombre experto que un hombre experimentado. La experimentación nos trae a las mientes cuines (conejillos de Indias) y ranas de fisiólogos. Y acaso alumnos de laboratorios de pedagogía norteamericana. En la experimentación se trata de poner algo a prueba. Y consabido es el peligro de las probaturas, pues en probaturas se fue —dícese— la doncellez de la Juana. Y hace poco que un grupo de estudiantes universitarios —probablemente de la F. E. C.— se quejaba de que los profesores les habían tomado de cuines (cobayas) para experimentos políticos. Y lo que es indudable es que con la preocupación de que no hay tiempo que perder, de que hay qué acompasarse al ritmo de la vida moderna, menudean, acaso más de lo debido, los experimentos, los ensayos, las probaturas.
¡Imaginación! Cada vez que oímos hablar de emoción republicana, de fervor republicano, de conciencia republicana, nos imaginamos que el pueblo español no ha llegado todavía a imaginarse lo que sea una República. A lo sumo lo que hace ya años oíamos en Balaguer a un republicano catalán: “La República es una Iglesia en que todos son herejes.” Lo cual no carece de sentido, pues es una expresión del absoluto individualismo, rayano en el anarquismo, de la atomización de la soberanía. No de la soberanía popular, sino del montón de soberanías individuales. Y son casi los únicos, nuestros anarquistas ibéricos, los que se imaginan —y para ello hace falta bien poca y bien, pobre imaginación— una República así, en que todos sean herejes. Lo que no es, ¡claro!, una Iglesia herética. Pues una República en que todos fuesen soberanos, jamas llegaría a ser una República soberana.
¡Imaginación! Los ciudadanos españoles —de toda España— que el 12 de abril del pasado año de 1931 votaron por un nuevo régimen, por un cambio de régimen, ni se habían imaginado lo que pueda ser una República, ni ahora, después de los experimentos, de las vivencias si queréis, de las probaturas, se lo imaginan. “¿Para esto ha venido la República?” —se le oye exclamar a alguno que se cree lesionado en su soberanía individual, en su real y santísima gana.
¡Imaginación! Se le puede, sí, ayudar con obras de imaginería, pero de nada sirve sacar estas por plazas, plazuelas, calles y callejas cuando la procesión anda por dentro. Banderas tricolores, gorros frigios, himnos de Riego... ¡Bien!, pero... La imaginación, como la liturgia, suele cansar a la imaginación sin despertarla. Lo que hace es adormecerla.
—¡Ay, amigo! —me decía un coetáneo mío—; usted sabe cuánto deseé el cambio, aunque sólo fuese por cambiar de postura, pero si viera usted, aquí entre los dos, ya que nadie nos oye, cuánto echo de menos aquellos para mí apacibles tiempos de la Regencia, después del 98, en que ustedes se desataron, aquellos tiempos de apacible siesta comunal, cuando los caciques apacentaban al noble pueblo, y los Republicanos históricos colaboraban, con su discreta oposición, en la historia de la Regencia. Sí, sí; sé lo que me va usted a decir, pero...
Pero ¿qué le iba yo a decir? Mi profesión es imaginar y hacer que otros imaginen, y hasta hay quien se empeña en atribuirme el que me arrogo el papel de profeta, pero...
Hay toda una filosofía del “pero...”
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