El Sol (Madrid), 15 de abril de 1932
SALAMANCA 14 (11 n.).—Uno de los actos más brillantes celebrados hoy ha sido el organizado en la Universidad por los estudiantes. Primeramente, el estudiante don José Carrasco pronunció breves palabras, recordando la intervención de los escolares en el advenimiento de la República. El gobernador civil, Sr. Joven Hernández, dijo que en estos momentos se sentía y consideraba un alumno más, y que venía a escuchar con recogimiento al maestro Unamuno. Saludó a los estudiantes que le habían invitado a tomar parte en el acto. Agradeció, en nombre del Gobierno de la República, el homenaje que se la estaba tributando.
Habló después D. Miguel de Unamuno. Al levantarse el sabio profesor, el público, puesto en pie, le tributó una gran ovación, oyéndose vivas a Unamuno, a la República y a España. El Sr. Unamuno pronunció el siguiente discurso:
Señoras y señores, estudiantes de España: Al venir a conmemorar el primer aniversario del advenimiento de la República en España en esta santa casa (no hay santidad como la del estudio y de la investigación científica); al venir a esta Universidad, en esta escuela salmantina, me conviene hacer un brevísimo, muy breve examen de conciencia; una breve, brevísima revista histórica.
Fue en 1890 —pronto hará cuarenta y dos años— cuando llegué a esta Universidad salmantina. La encontré, como la ciudad toda, hondamente perturbada por luchas de carácter político; político, y hasta cierto punto profesional. Acababa, de morir un prestigioso profesor de esta casa, a quien no pude conocer; y acababa de morir fuera del seno de la Iglesia católica, en que había nacido y vivido, lo cual dio lugar a ciertas modificaciones en su entierro, que no fue acompañado por todo lo que ordinariamente ha acompañado aquí a los profesores de esta escuela. Y trajo esto una profunda división, una lucha, no ya entre los maestros y alumnos, sino que se extendió a toda la ciudad. Cuando yo llegué, tomé parte en aquella lucha política, que vivían entonces profundamente las masas, los escolares, los ciudadanos todos de Salamanca.
Naturalmente que esto no tenía repercusión en las calles. Todos pueden decir que ninguno de nosotros, absolutamente ninguno, aprovechamos jamás la cátedra, santidad que todos respetábamos, para propagandas de cierta clase. Por aquí han pasado toda clase de gentes: sacerdotes, regulares, hasta algún obispo he tenido en mi clase. Jamás nadie podrá decir que dentro de la clase se hicieron propagandas de ninguna índole.
Como os digo, vine en época en que estaba hondamente conmovida la ciudad. Y tomé parte en la lucha, no sólo en aquella lucha, sino que, a poco de llegar, me incorporé al movimiento obrero. Y vosotros sabéis que tanto como esta casa y mi cátedra ha sido una de mis tribunas la Casa del Pueblo, instalada en el Arco de la Lapa, y en ella yo he ido dejando grandes pedazos de mi alma. También sabéis que si alguna vez llegaron a ocupar esta tribuna elementos obreros, fue en mis tiempos, para que se oyera su voz, que nos aleccionara, porque ellos saben de otras lecciones que nosotros ignoramos.
Vino luego aquella época de hondo recuerdo en que fui elevado al Rectorado de esta Universidad. También entonces empezaron las luchas, y por cierto me encontré con que regía la diócesis un obispo, con el que me enfrenté en las luchas algunas veces. Nos arreglábamos bastante bien. Y eso que no dejaba de haber ciertas gestiones para ver si me podía apartar de este puesto no por otra causa que la de mi herejía. Sin embargo, hay que decir que gracias a la prudencia o a la sagacidad de doña María Cristina de Habsburgo y Lorena no llegó a haber más cuestiones personales. Entonces, en todo el tiempo que yo estuve rigiendo esta Universidad, había una gran neutralidad oficial. Cada cual acudía a los actos conforme a sus convicciones. Yo no acudía a ninguno de ellos. Y ved cómo cuando yo llegué había una lucha por si el enterramiento de aquel ilustre profesor iba a cumplir o no el rito. Siendo yo rector, fallecieron fuera del seno de la Iglesia dos doctores de esta casa. El Claustro de esta Universidad asistió a dos entierros civiles.
Continuaba la lucha, y continuaba yo fuera de aquí, prosiguiendo la batalla que había comenzado, cuando vino aquel hombre a quien quiero recordar, y a cuyo lado me senté alguna vez en este mismo sitio, cuando pronunciaba algún discurso que redacté yo. Vino después el pleito de las responsabilidades. La diferencia fundamental entre un régimen monárquico y un régimen republicano es que la soberanía sea o no sea responsable. Y yo oí de labios de aquel a quien me he referido que estaba dispuesto a renunciar a todo y hacerse responsable. Era un pleito de responsabilidades. Para defender la irresponsabilidad, la trágica irresponsabilidad, vino la Dictadura. No bien se estableció en nuestra patria, me encontraba yo en una ciudad castellana, en Palencia, y cuando casi todo el mundo, de un lado y de otro, la recibía con cierto regocijo, el mismo día me alcé contra ella. Me bastó ver aquel manifiesto en que se hablaba de orden y castas. Castas, no. Un pueblo libre no puede estar sometido al dominio o a la dirección de una casta cualquiera o de una clase social, económica o profesional. Castas, nunca. Me levanté y empecé una lucha contra la Dictadura, que pretendía guardar la responsabilidad del Monarca; que, en realidad, trataba de establecer su propia irresponsabilidad.
Y vino aquel día, para mí inolvidable, en que salí de esta ciudad, a consecuencia de uno de aquellos escritos, en que procuraba levantar el ánimo de los ciudadanos españoles y, sobre todo, de la juventud española, en la que esperaba más que en nadie, porque sentía dentro de mí el renacimiento de la juventud, ya lejana. Nunca olvidaré aquel 21 de febrero de 1924, cuando fui arrancado de mi casa, a los cincuenta años justos del día en que también en mi hogar en Bilbao, caían las primeras bombas de los carlistas. Nunca olvidaré aquel día... Nevaba; salía de esta ciudad, de esta Universidad, escoltado por el cariño y por el aplauso de los estudiantes de Salamanca, a los que había contribuido a formar su vida. Y allí desde el destierro, primero en aquella bendita isla de Fuerteventura, que siempre recordaré con gran emoción; después, en París; luego, en la frontera, dando vista a la montaña de mi nativa tierra vasca, y más tarde aquí, continué esta lucha, continué siempre esperando en vosotros, esperando siempre aquel movimiento, que cayera aquella decoración. Porque no era más que una decoración.
Bastó la voz de la juventud española para derribar completamente aquella decoración. ¿Quién no recuerda las luchas estudiantiles en Madrid y en toda España? ¿Aquello que se llamó el artículo 53, en que se trataba de establecer, no la libertad de enseñanza, sino un privilegio?
La lucha en derredor del art. 53, en que se formó la división entre los mal llamados estudiantes católicos y los otros (esto de los estudiantes católicos nació en tiempos de Silió, cuando se trataba de la autonomía universitaria, entendida de un modo que acaso hubiera mantenido la verdadera libertad de la Universidad española); aquella lucha tomó algunas veces caracteres harto violentos, y pasó el tiempo. Cayó aquella primera Dictadura, que fue sustituida por otra, más blanca, acaso más transigente. No olvidaré nunca aquel 21 de febrero de 1924, enlazado con el día en que, casi por la misma fecha, volvía a entrar, acompañado por el latido de vuestros corazones y de vuestro entusiasmo, en esta ciudad, en esta santa casa, para reintegrarme a mi magisterio de la enseñanza. Esta casa, en la que se habló tanto de tradición —se habla muy bien—; pero la tradición de esta Universidad, a pesar de que se la llamó, por unos, “fortaleza de la ignorancia”, y por otros, “ciudad fantástica”, la tradición de esta Universidad no es sino de lucha, de encuentro de opiniones.
Aquí fue perseguido por la Inquisición fray Luis de León. Aquí hubo enconadas luchas continuamente. Aquí no hubo nunca un dominio absoluto de ninguno los bandos. Aquí —hay que decirlo— no se consiguió establecer unificación. Salió de aquí un Muñoz Torrero, sacerdote, que fue presidente de las Cortes de Cádiz en 1812, y ésta fue siempre una cátedra, una escuela combatida por grandes disensiones. En la antigua capilla de la Universidad, las pinturas de cuyo retablo están hoy en la catedral vieja, vi un cuadro que representa a Santa Catalina, y está toda ella desgarrada por una rueda de cuchillos y navajas. Así es la vida de todo el que se dedica al estudio y a la investigación. Así es la lucha de todo centro donde hay una verdadera vida intelectual. Hoy también hay una lucha, y ahora tengo que deciros una cosa, que es de reconocimiento: llevamos un año de régimen republicano, y aun cuando yo, por otros deberes, he estado alejado de esta casa y no puedo estar aquí con frecuencia, porque estoy disfrutando un pequeño enchufe... (Risas.), he podido enterarme de todo lo ocurrido en este año, de todo cuanto ha pasado en este primer curso de la República.
La asiduidad, la regularidad, la asistencia de los estudiantes ha sido ejemplar, como no había ocurrido nunca. En días tradicionales, en que por retozos de mocedad se iban por ahí los mozos, a jugar, este año se ha entrado regularmente en clase.
Y aun diré más. En una de aquellas alteraciones, tan frecuentes en la Facultad de Medicina, una vez, un poco encolerizado, me revolví contra un grupo de estudiantes, y les dije que llevaban zamarra y que tocaban la bandurria. Y casi todos ellos eran de la misma región. Pues es sabido que aquello ha desaparecido hoy y que de aquella región son los que más se han distinguido por su amor a la Universidad.
Y ahora quiero recordar también unas palabras que pronuncié aquí el primer día de este curso y que tuvieron una cierta repercusión en toda España, y aun fuera de ella, sobre todo en los oídos de cierto señor, al que me consta que le hicieron impresión. Aquí, cuando se abrió este curso, hablé en nombre de “Su Majestad España”, y como las gentes se apegan a ciertas palabras nada más que por un valor tradicional que tienen, no entendieron bien lo que yo que yo quería decir con “Majestad”. Saben los que tienen algún conocimiento de Humanidades, que “majestad” es “mayestad”, es “mayoridad”; es decir, lo que está por encima de todo y corresponde a la soberanía. Y al decir “Su Majestad España”, quería decir que hoy no hay majestad, que no hay más soberanía que la de España, que la del pueblo español. Es lo que se llama la soberanía popular, por la cual todos, en cuanto tengamos conciencia de ciudadanía y de españolidad, todos somos soberanos.
Decía Cristo: “El reino de Dios está en vosotros.” Y yo os digo que la República de España está en vosotros. No está fuera de nosotros, ni está sobre nosotros, sino que está en nosotros. (Muy bien. Aplausos.)
Pero esta soberanía del pueblo español, esta soberanía que ha recobrado España, no es irresponsable. Ninguno de nosotros somos irresponsables. Al contrario. En virtud de esa otra soberanía somos mucho más responsables, y pesa sobre todos una responsabilidad muy grande. La soberanía es responsabilidad, y es disciplina. Disciplina —vosotros lo sabéis— viene de “aprender”. Enseñando se aprende..., ¡ah, naturalmente!, y aprendiendo se enseña. Yo he enseñado aquí a generaciones de muchachos de esta nuestra España. Pero ellos me han enseñado a enseñarles. Y al enseñarme a enseñarles, me han enseñado a aprender.
Yo, pues, que he aprendido con vosotros a enseñar, os digo que tenemos en nuestras manos a España, y no podemos entregarla a una Dictadura irresponsable, o a una oligarquía, o a unas castas, o a una clase, o a un partido. No; tenemos que hacer que se salve. No salvándonos nosotros, sino salvando a los demás. Todos somos corresponsables. Todos tenemos la responsabilidad del momento. Espero, pues, que de esta santa casa salga, merced al régimen republicano, la conciencia de la responsabilidad de España ante la Historia.
A nuestra España le queda todavía una labor que hacer. Vosotros, cultivando el estudio y la ciencia, haréis que se ensalce su prestigio. Yo espero que la reponsabilidad, la disciplina, que corresponden a nuestro deber, hagan que España cumpla su misión de difundir la libertad, la justicia, la hermandad y la fe por el mundo entero.
Y ahora, refrescados por esta fiesta, volved al trabajo. Trabajar es orar. El que da con el mazo, ruega a Dios. Y Dios le oye. Asentemos una República de hombres libres, responsables y disciplinados, y como decía Cristo, hagase la luz, para que podamos encaminar al fin a esta España por un camino de gloria.
Al terminar su discurso, el señor Unamuno fue objeto de una clamorosa ovación y de entusiastas vítores.
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