El Sol (Madrid), 5 de mayo de 1932
Y ahora, prosiguiendo, ¿es que está cuajando en nuestra España algo parejo al fajismo italiano y al nacionalsocialismo alemán? Y esto aunque no se vislumbre aquí ni un Mussolini, ni un Hitler españoles. ¿Es que está cuajando en nuestra España algo al parangón del monarquismo nacionalista de la Acción Francesa, un monarquismo doctrinario con pretendiente de carne y hueso o sin él? Hay que mirarlo despacio. No hay aquí para ello ni los motivos de Italia, presa de resentimiento por haberse visto menguada, y hasta humillada, en sus ensueños imperiales por una victoria a que le llevaron sus aliados y por haberse disuelto la que que llamaban los italianos la nostra guerra —la del egoísmo sagrado— en la Gran Guerra de todos y contra todos, ni hay tampoco los motivos de Alemania crucificada en el Tratado de Versalles. Y en cuanto a lo de la Acción Francesa, la reciente República española no ha podido crear todavía ni el descontento ni el desengaño que en ciertos nacionalistas franceses —enfermos, sin duda— ha engendrado la tercera República francesa. Y, sin embargo, ciego será el que no vea asomar aquí esa enfermedad de moda. ¿Sólo de moda? No.
He podido mirar a los ojos de algunos de esos jóvenes fajistas. Su mirada es sin alegría, sin aire, sin donaire. Se lee en su mirada el resentimiento. Y el reconcomio, y hasta el rencor. ¿A qué? ¿Lo saben ellos mismos? Es el morbo nacional, sansoncarrasqueño. Porque digan lo que dijeren, no es el heroísmo cidiano, el del Cid, lo que sienten, sino la bachillería rencorosa —quisquillosa y recelosa— de Sansón Carrasco. Y al verlos, y al ver cómo nos ven, recuerdo aquellos versos que escribía yo en el destierro, cuando meditaba en la ciénaga que remejió la Dictadura, y son los que dicen: “Se está por dentro riendo / de mí, se piensan y ocultan / en el bolsillo del alma / toda su baba frailuna.” Este naciente fajismo español nutre sus raíces de planta flotante en el lecho de la ciénaga.
Y luego la violencia. La violencia querida más que sentida; la violencia del medroso. Y esta violencia no está al servicio de doctrina —de una o de otra doctrina—, sino que son doctrinas las que se ponen al servicio de la violencia; son causas perdidas las que buscan en ella amparo, y buscándolo hallan su última perdición. Que cuando se quiere defenderse de una disolución al arrimo de esa violencia fajista se acaba por merecer la expulsión. No es el violador el que se pone al servicio de la beldad violada, sino que es ésta la que se rinde al violador, al violento. Porque todo violento es un violador. Y esos violentos sedicentes católicos no hacen otra cosa que violar el catolicismo. El catolicismo y, lo que es peor, la catolicidad. Aunque… ¿catolicidad? ¿Catolicidad la de esos jóvenes bárbaros de la derecha?
Hay ya fajistas que empiezan a tomar como emblema, no el fajo, no el haz de los lictores, sino la cruz del Cristo. ¿La del Cristo? ¡La del Cristo no! Que el Cristo cargó con ella a cuestas cuando caminaba camino de la amargura, a que Pilatos le proclamase rey en el rótulo de ella, de su cruz, mientras que éstos se la toman a pechos y acaso de escudo. El Cristo se respaldó con la cruz y éstos se repechan con ella. No sirviendo a la cruz, sino sirviéndose de la cruz. Y lo peor es que hablan de la familia y de la religión. ¡De la propiedad y del orden, pase!
¿Religión? En todo eso se queda debajo el gran misterio y la gran congoja que importa la imaginación —que no concepción— popular de la vida eterna. Porque el pueblo no consigue concebir la eternidad sustancial, sino que ansía imaginar la sempiternidad cuantitativa, la adición sin fin de siglos. No logra comprender la eternidad histórica, momentánea, la del momento eterno —eterno y que pasa—, el arrebato, el arrobo, el rato —rapto— que encierra en sí con todo el pasado, el porvenir todo —y es el quietismo de Miguel de Molinos—, sino que se somete al terrible tormento, verdadero purgatorio, de soñarse un sin fin de siglos venideros. Figurémonos la tortura de tener que figurarse, que darle nombre —imaginar es nombrar— a la cantidad cifrada por la unidad, un 1, seguida de 24 millones de ceros, v . gr., ya que el trillón es un 1 seguido de 24 ceros. El pobre hombre se anonada ante ese vano esfuerzo imaginativo. ¿Para qué más purgatorio? Hay que leer los argumentos de que se servía la pobrísima imaginación acrítica y aldeana —y de aldea asturiana del siglo XIII— de aquel aldeano tomista, hecho cardenal, que fue fray Zeferino González, D. P.; los argumentos de que en su “Filosofía elemental” —texto que tuve que estudiar hace ya más de cincuenta años— se servía en contra de la posibilidad de un número actualmente infinito. Y en esos puerilísimos argumentos se educaron aldeanos seminaristas. Y en otros por el estilo. Sin que fueran más críticos ni más espirituales los de aquel otro aldeano, éste vizcaíno, que fue el P. Urráburu, S. J. Y de aldeanería vertida a latín escolástico. Y estos y otros aldeanos así, teologizantes, naufragaban en el mar del infinito, pero sin dulzura. Que fue Leopardi —tan odiado por los fajistas hoy— el que decía que “cosi tra questa / immensità, s'annega il pensier mio / e il naufragar m'è dolce in questo mare”. Pero ¡ah!, la dulzura de naufragar en el mar inmenso del infinito, de anonadarse, de aniquilarse en él, no es para aldeanos, para paganos. Paganos católicos, por de contado. Ni es para fajistas. Los pobres temen que Dios al cabo se duerma de aburrimiento, y una vez dormido no los sueñe más. Y luego esa invención de las penas sempiternas, las del infierno. Eso no es religión.
¿Fajismo? Es la moda, o, mejor, la epidemia acaso inevitable. ¿Pero apoyado en religión? No. La religión tiene que vivir del momento histórico verdaderamente eterno, tiene que vivir de la historia de ahora. Y ahora es siempre. Y el momento histórico de ahora en España es esta que llamamos, por llamarla de alguna manera, la revolución liberal y democrática. ¿Pero modernismos de moda y sin modo? ¿Futurismos de ex futuro? ¿Fajismo sin faja? ¡Mozalbeterías y armas al hombro!
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