El Sol (Madrid), 12 de junio de 1932
Ahora que, más que nunca, anda en lenguas la lengua española —queremos decir, es claro, la castellana—, se me dirige un joven recordándome cómo en Italia se formó una Asociación Dante Alighieri, que no sabemos si subsiste y obra, para difundir fuera de Italia, y sobre todo donde hubiera colonias italianas, el italiano, para hacer de este idioma un idioma ecuménico o universal; esto es: imperial. Y propone que, a semejanza e imitación de ello, se forme aquí, en España, una Asociación Cervantes para la difusión y arraigamiento de la lengua española, no sólo entre las demás naciones de otras lenguas, sino en las que, teniéndola por nacional, la ven expuesta a graves acometidas. Y hasta, naturalmente, en la misma España.
Fiamos muy poco de semejantes Asociaciones, y menos en un pueblo tan poco asociativo como el nuestro. Competería más bien a organismos oficiales el cuidar de ese menester de cultura española. Promover, por ejemplo, la creación de escuelas españolas en países de otra lengua y ayudar a los muchos lectores de español que en Universidades, Liceos o academias particulares se cuidan, por ahí fuera, de difundir el mejor conocimiento de nuestra lengua. Y acaso ayudar también a los que con hábiles traducciones despiertan en otros pueblos el deseo de conocer mejor, y en su propia lengua, nuestra literatura.
Pero hay que principiar por el principio. Y es por difundir el mejor conocimiento de la lengua española en España misma. Si un pueblo aspira a que su lengua se haga ecuménica, universal, imperial, en una palabra, es dentro de sí, en su propio seno, donde tiene que dotarla de universalidad, de imperialidad. En este caso, el cultivo extensivo tiene que ir precedido del cultivo intensivo. Si queremos que los otros, los extranjeros, se muevan a aprender nuestra lengua para mejor entenderse con nosotros, lo primero es que digamos en ella cosas que merezcan ser sabidas, y ser sabidas en la misma forma en que se expresan. Recordemos la anécdota —histórica o legendaria— de aquel rey de Inglaterra que le preguntó a un cortesano si sabía español, y cuando el cortesano, algún tiempo después, le dijo que lo había aprendido ya, esperando, acaso, que ello le valiera algún cargo, el soberano le contestó: “Pues ahora podéis ya leer el Quijote en su propia lengua.” Una lengua, como la moneda, corre, logra curso universal, cuando es de oro de ley, sea cual fuere su cuño. El cuño no asegura curso forzoso. Aunque a las veces ocurra en lengua y en literatura algo parecido a lo que en economía monetaria se llama la ley de Gresham, o sea que la moneda mala expulsa del mercado a la buena. Así suele ocurrir no pocas veces con las malas traducciones, que expulsan a las buenas.
Y ¿por qué las malas traducciones, las de baja ley, expulsan a las buenas? Porque exigen menos atención. Que es a lo que se debe que una gran parte de lo que se llama obra de vulgarización sea obra de avulgaramiento. La gente quiere ahorrarse atención, sigue la línea del menor esfuerzo, y prefiere los escritos que le exijan menos esfuerzo para entenderlos.
Y así se llega a una lengua imprecisa, hecha de tópicos, de lugares comunes y de fatales definiciones. Y más en país como el nuestro, donde, como no se enseña a escribir —en nuestra segunda enseñanza están casi proscritos los ejercicios de redacción—, no se aprende a leer. Cierto es que los ejercicios de redacción, lo que en Francia llaman los devoirs —lo hemos dicho antes de ahora—, exigen un enorme trabajo a los maestros que han de corregirlos. Y donde no se enseña a escribir, no se enseña a leer, como donde no se enseña a bien hablar, no se enseña a bien oír y bien escuchar. De aquí que entre nosotros sean tantas las palabras que al cobrar un valor emocional, generalmente morboso, han perdido su validez conceptual.
¿Y la Academia? —se nos dirá—. Dejemos a la Academia con su lema de “limpia, fija y da esplendor”. La vida es otra cosa. Una lengua nacional, verdaderamente nacional, es la lengua de una nación, y una nación, que es un nacimiento —ciego o sordo “de nación” se llama entre el pueblo al que lo es de nacimiento—, que es un perpetuo nacimiento, es la que está de continuo naciendo, haciéndose —y deshaciéndose y rehaciéndose—, en perpetuo proceso constituyente y reconstituyente. Lo otro, lo que se entiende en general, bien o mal, por académico, es cosa del Estado: una lengua académica, oficial, es una lengua de Estado. Y si la nación es lo que de continuo nace, el Estado es lo que se está, lo constituido. Y si el Estado es lo que se está, también un estatuto es algo que se está, algo estatuido. Y lengua de Estado como lengua de estatuto no son propiamente, ni una ni otra, lenguas de nación, de nacimiento. El lema de una comunidad empeñada en que su verbo se difunda debería de ser éste: “acrece, replanta y da valor”.
“¿Qué hace usted —se me preguntaba no hace mucho— para defender nuestra lengua castellana?” Y hube de responder: “¿Que qué es lo que hago para defender nuestra lengua castellana? Pues decir y escribir en ella lo mejor que puedo, y cultivarla y precisarla, y rehacerla, y hacer que esté naciendo y renaciendo día a día, y arrancarla lo que puedo a lo más estadizo de su estado para volverla a su nación, a su nacimiento perpetuo. Y, como toda defensa tiene que ser ofensiva, con ella ataco para defenderla.” Así dije y lo repito. Si los que escribimos en español decimos en él cosas de sustancia universal y duradera que no pueden comprenderse bien sino en la lengua en que las decimos, en la lengua que las dice —y las piensa, pues es la lengua misma la que en nosotros piensa—, ya se moverán los demás a aprender esta nuestra lengua. Como yo me moví hace unos años obligado a aprender el danés para leer a Kierkegaard, cuyas obras no estaban por entonces traducidas por entero a otros idiomas, y lo que me permitió poder leer en su original además a Ibsen, Bjoernson, Hansum, Jacobsen y otros daneses y noruegos. Hasta el papel moneda, el billete de Banco, se defiende por el oro que tenga en caja el Banco que lo emita.
Hay que tener muy en cuenta que se piensa con palabras, o mejor, que se piensa palabras, y que sólo piensa bien el que se expresa bien, que nadie tiene más ideas que palabras y a la vez que la riqueza no es cosa de cantidad, sino de calidad, pues vale más una onza de oro que un montón de calderilla, y que lo que procede es acuñar oro de ley de lengua. Y a la vez que hay que luchar contra la pereza mental de las gentes, que conforme a esta nueva ley de Gresham de que decíamos dejan la moneda buena, por no ensayarla y comprobarla, y se quedan con la mala. Aunque en este respecto se nota un muy grande adelanto en la masa de los lectores españoles, que cada vez hacen más esfuerzos de atención para librarse de la terrible costumbre de hacer que se piensa con tópicos, lugares comunes, frases emocionales, sentencias litúrgicas, definiciones programáticas y toda clase, en fin, de camelos.
Y además, en otro respecto, de nosotros, los españoles, de cada uno de nosotros, aun sin asociación, depende que nuestra lengua llegue a gozar en las reuniones internacionales la misma consideración que el francés, el inglés y el alemán.
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