El Sol (Madrid), 27 de marzo de 1932
Medina de Rioseco, ciudad castellana, abierta, labradora, en los antiguos campos góticos, en tierra llana, asentada y sedimentada, donde aun habrá, siquiera en los arrabales, alguna de esas glorias sobre que se baraja el tute en las veladas de invierno. Su calle principal, su rúa, más bien el carrejo de una casa de comunidad —Medina la casa—, en que se puede conversar, a través del llamado arroyo —allí seco—, de ventana a ventana o de balcón a balcón enfrentados. Y en Medina de Rioseco cuatro grandes, y grandiosos, templos, como cuatro grandes naves ancladas en la paramera, y el mayor la espléndida iglesia de Santa María, con su altiva torre barroca —lo barroco nos dice barrueco o berrueco, y es berroqueño—, que avizora a la ciudad toda, y en esta iglesia la capilla, ya celebrada, de los Benaventes. Y en esta capilla, entre otras excelencias, aquella representación de las épocas de la vida de nuestros primeros pobres padres, Adán y Eva, a los que acaba, acabada su breve inmortalidad interina, guiándoles a la huesa la Muerte, mientras les toca la guitarra.
Y allí, en Medina de Rioseco, la procesión de Jueves Santo, este año más significativa. Jueves por eminencia santo, por ser el de pasión, con la santidad de ésta y la pasión de la santidad. Iba atardeciendo. Desde la plaza de Santo Domingo, al bajar la procesión, se veía empinada sobre el apiñado caserío la torre de Santa María, sobre el cielo agonizante que empezaba a parir estrellas. Y pasaba el paso de la Dolorosa, de Nuestra Señora de los Dolores, de la Soledad —dolorosa soledad y dolor solitario—, de Juan de Juni. Una de esas castizas Dolorosas españolas, símbolo acaso de España misma, con el corazón atravesado por siete espadas. ¿Serán nuestros siete ríos mayores? El dolor serenado se cuaja acaso en alguna lágrima diamantina que refleja el resplandor dulce de los cirios. Porque allí pasaba a la luz de luces de cera de abejas en velas que llevaban procesionalmente manos de mujeres en fila. Las bombillas eléctricas municipales desentonaban con su cruda luz civilizada. Arriba pestañeaban sonriendo tristemente las estrellas. Atravesó a la procesión un camión. En un paso tocaba en silencio el clarín un legionario romano que precede al Nazareno, vestido de morado castellano, con su cruz a cuestas.
Y estos pasos pasaban por la rúa comunal, familiar. Era la misma procesión de antaño. El anciano cree ver la que vio de niño, y el niño, aun sin darse de ello cuenta, espera ver la misma cuando llegue a anciano, si llega... Y no ha pasado más, ni monarquía, ni dictadura, ni revuelta, ni república. Pasan los pasos. Y los llevan los mozos. Los más pesados los iban a llevar el viernes, también santo, los socialistas, los de la Casa del Pueblo. Casa del pueblo es la ciudad toda, ¿y por qué han de resistirse a la secular tradición sí en nada se opone a la reciente tradición socialista? Acaso el Traidor, el tesorero de los Apóstoles, expusiera las razones económicas que leemos que expuso en el capítulo XII del Cuarto Evangelio, el mismo en que se nos cuenta cómo los sacardotes querían matar a Lázaro resucitado para que no atestiguase. Y luego allí, en Medina, está don Ursinaro, el párroco popular, que dos o tres veces se salió de la presidencia de la procesión para venir a hacernos útiles indicaciones de cicerone.
Cuando íbamos a salir de Medina entraba en ella un rebaño de ovejas. Y luego, entrada ya la noche, mientras dábamos un último vistazo a las lumbreras procesionales, desfilando por las callejas, en lo alto del cielo otro paso, el Carro Triunfante —Orión— arrastrado por Sirio y llevando a las Tres Marías. Paso de la eterna procesión —¿también pasional?— celeste, la que señala horas y siglos de siglos.
Y cruzábamos —¡siempre cruz!— el páramo asentado y sedimentado, la dolorosa soledad serena del páramo, hacia Palencia, hacia el Carrión de Alonso de Berruguete y de Jorge Manrique, el de que “nuestras vidas son los ríos...” Y ¡ay cuando secos! Fatídico y emblemático nombre ese de Rioseco, río seco. “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar...” ¿Y no también las estrellas? Que van a dar, ¿dónde? Y pasaran como los ríos y como los pasos de toda pasión humana o divina, en perpetuo jueves santo, mientras la Muerte toca la guitarra, y al son bailan los mortales. ¿Qué mejor podemos hacer? Y quedaran, resonando en el silencio, la cruz y la palabra, la cruz de la palabra y la palabra de la cruz.
Jueves Santo en Medina de Rioseco; jueves de pasión en el río seco de la paramera castellana, pero bajo una estrellada que es un consuelo. Y el dolor se serena, se depura, en la Dolorosa. La tierra está llena de cielo, y el cielo está como henchido de tierra, y en la soldadura de uno y de otra, de cielo y tierra, en el horizonte, se ve como se cierra nuestro mundo pasajero.
Y es, lector, que alguna vez tengo que hablarte, en comentario perpetuo, no de lo de antes, ni de lo de ahora, ni de lo de después, sino de lo de siempre y de nunca, que ya volveremos a los pasos de la actualidad pasajera, y a bailar al son de la guitarra simbólica.
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