El Sol (Madrid), 26 de junio de 1932
Con la visión todavía del Manzanares metropolitano y arteriosclerótico fuese uno a buscar la mocedad del río pequeño y con ella la de Castilla la Nueva, Manzanares arriba hasta dar vista y pecho a la Pedriza, en la Sierra del Guadarrama. La Pedriza, esto es: pedregal, escombrera de castillos de mano de Dios, naturales. Contemplando algo así, las peñas de Neila, en el alto Tormes, en Becedas, debió de soñar Teresa de Jesús, moza, su soledad con Dios antes de soñarla ante torreones de manos de hombres, en Ávila, su castillo interior. Aquellas piedras de la Pedriza le recordaron a uno el nombre que en las hoces del Nansa —las “peñas arriba” de Pereda— les dan a los conglomerados pedregosos que asoman entre las capas térreas de los arribes, y es el de ciliebros, o sea: cerebros, seseras. Y seseras o requesones pedernosos —hay los requesones de Miraflores de la Sierra— aparentan a las veces. Y de ellos baja, suero de vida, el agua viva del río Manzanares, por un campo escueto y sereno, aromoso a jara, tomillo y cantueso. El río naciente —y renaciente— que se remansa luego en el pantano de Santillana para ofrecer espejo al cielo, y, de soslayo, a la Pedriza, su madre. Y en ese río pescaban bogas y barbos y samarugos y otros pescados con mandil, asedega y manga, o haciendo tajadas y boclares —azudes o presas—, los pescadores del siglo XII; el del balbuciente Fuero de Madrid.
¿Piensan esas pedrizas, esos ciliebros o seseras? ¿Es el curso del río su pensamiento? ¡Lo de ver quebrarse el agua entre peñascos rodados! Es como contemplar la rompiente del oleaje marino en una costa, o las llamaradas del fuego del hogar o los giros del humo. Juego de solitarios de la baraja de Dios. O de la Naturaleza. Y así va y viene todo —y queda y pasa— en barajuste —baraja-ajuste— y desbarajuste alternados.
Pero el Señor juega con dos barajas: la de la Naturaleza y la de la Historia. O la de la historia natural y la de la historia nacional o humana. ¿Cuál más divina? Y allí, a orillas del Manzanares naciente —y renaciente—, junto al Real de Manzanares, poblado humano, los raigones del castillo de Abderramán, que hizo arrasar Alfonso VI. Nos habla de muzárabes y moriscos, los de Magerit, que con los latinos formaron el Consejo de Madrid, donde ricos y pobres vivieran en paz y en salud, como en su latín bárbaro reza la entrada del Fuero: unde dives et pauperes vivant in pace et in salute. Fuero casi bilingüe y en que abundan voces moriscas de aquella tierra de los guad (wad) —tal Guadarrama—, o ríos serranos. Y un acento líquido en todo ello.
Y en seguida se yergue, junto al mismo Real de Manzanares, el castillo de Santillana, agobiado de recuerdos seculares. Castillo de mano de hombres, de la otra baraja del Señor. En su mantel de piedra, sacada de la Pedriza, prenden unas esmirriadas higueras que estrujan jugo dulce de la roca tallada. Dentro del castillo, en su recinto, languidecen ortigas, saúcos, mustias amapolas, pobres matas de varias clases. Las ruinas del castillo contemplan otras ruinas. Barájanse las dos barajas. El castillo, gótico, castillo de Castilla, caballeresco, rima con la malencónica serenidad del campo. Y nos habla de aquel señor y conde del Real de Manzanares, D. Diego Hurtado de Mendoza, marqués de Santillana, el de D. Álvaro de Luna, cuando agonizaba la caballería. Ese castillo, con otros de su laya, dieron cuño caballeresco y castellano, entre gótico y morisco, a la Sierra antes que El Escorial, después de San Quintín, vencida y la caballería castellana, le diese sello imperial, español, herreriano, rígido, majestuoso y monástico. Después de San Quintín, Lepanto, donde se engendró el Quijote. Y cuando Don Quijote se caló, al ir a acometer al león, el yelmo de Mambrino en que Sancho había puesto los requesones que compró a unos pastores, creyó que se le ablandaban los cascos o se le derretían los sesos. Se le ablandaron los cascos, se le derritieron los sesos —los ciliebros— a la caballería andante castellana ante el león —más bien águila— imperial. Otro solitario del barajuste nacional.
Aquel marqués de Santillana, conde del Real de Manzanares, se puso a toque con el pueblo y compuso serranillas. De letrado culto. No le tratarían como al pobre junglar, al cedrero —tañedor de cedra o cítara— que al llegar, caballero —a caballo— a Madrid a cantar en el Concejo—“cavalero, et in conzelo cantare”—, no podían, según el Fuero, darle más de tres “morabetinos” y medio, bajo pena de multa. ¡Pero el marqués!... “Por todos estos pinares / nin en Navalagamella / non vi serrana más bella / que Menga de Mançanares...”. Y entra con ella a brazo partido, a luchar en una espesura a dos pares, y... “con muy grand malenconía / arméla tal guadamaña / que cayó con su porfía / cerca de unos tomellares”. ¡Zancadilla fue! Marqués y serrana se revuelcan, a brazo partido, en tomellares. Y en la lengua revuélcanse juntas voces de letrados y voces de pueblo, de paisanos. Y nace la nación.
Paisano es el del país, el del pago, el hombre natural, de Dios, que se hace luego nacional, histórico, más humano y más de Dios. El país y la lengua también se revuelcan sobre la tierra de tomillos y jaras y espliegos y cantuesos y gamonas..., y hacen el paisaje y el lenguaje. El paisaje es un lenguaje, y el lenguaje es un paisaje. Y en éste el agua es el acento musical. Canta el agua del Manzanares naciente con acento castellano, latino, gótico y morisco, como el del Fuero de Madrid. Canta en ese paisaje castellano el agua que, entre sobrios y escuetos arbolillos, baja de los cascos de la Sierra de Guadarrama, de la Pedriza. Y al oírle cantar se le suben a uno de las entrañas de la tierra madre de España ocho siglos que le remozan a quien les oye con el corazón. ¡ Y qué cosas balbuce el Fuero en su lenguaje paisano! El prado de Toía... “sedeat defesado desde la fonte del mazano quomodo se adjunctan los arroyos de los valles inde ad iuso usque al fondón de los ortos quod esterminaron los sabidores del conzeio et sedeat semper per foro per a la obra del adarve”. Y sueña uno en la dehesa de la villa, el prado acotado, de la fuente del manzano, junto al Manzanares, donde se juntan los arroyos de los valles hacia abajo, hasta el hondón de los huertos que determinaron los sabedores del concejo de Madrid para ayudar, por fuero, a la obra del adarve de la Almudena.
Así nos hablan la Pedriza de Guadarrama, los pedregales de la Sierra castellana, los castillos caballerescos, las serranillas del Manzanares, los balbuceos del Fuero del concejo de Madrid; así nos hablan el paisaje y el lenguaje castellanos, naturales y nacionales. Después se oye la voz de Íñigo de Loyola, la de Don Quijote y el rasgueo de la pluma de águila enjaulada de Felipe II. Lo que nos enseña, re-creándonos —y nos re-crea enseñándonos a ser hombres— el contemplar la naturaleza como historia y la historia como naturaleza, el paisaje como lenguaje y el lenguaje como paisaje, las pedrizas como castillos y los castillos como pedrizas, y sentir cómo Dios, el Supremo Solitario y Hacedor, juega a sus solitarios con las dos barajas, la natural y la racional, barajustándolas y desbarajustándolas arreo.
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