El Sol (Madrid), 3 de agosto de 1932
EL ESTATUTO CATALÁN
Me levanto, señores diputados, a cumplir en estos momentos un deber que estimo penoso; pero tengo un compromiso con un número de amigos que firmaron conmigo esa enmienda cuando todavía no se había incorporado al dictamen la del señor Barnés, y otro compromiso con una parte de la opinión, creo que muy grande. Digo esto porque noto bien cuál es el ambiente de esta Cámara, cuál es el ánimo, o, mejor dicho, el desánimo de ella, pues hemos llegado a un estado tal de confusión entre votos, dictamen, enmiendas y todo lo que fuera de la Cámara pasa, que ya no sabemos a qué atenernos. Yo dije aquí una vez, y ello produjo una cierta impresión, que había en este punto diputados que votaban, por lo que yo estimaba de conversaciones tenidas con ellos, contra su conciencia, y no hace mucho tiempo que nuestro compañero y buen amigo el señor Companys dijo aquí que él no creía que hubiese nadie que votase contra su conciencia. Yo lo dejo a un lado y manifiesto que acaso hay algo peor que votar contra la conciencia y es votar inconcientemente, y de la manera que se lleva esto todos vamos a acabar por caer en una especie de inconciencia. La conciencia, lo mismo que la atención, tienen, como el corazón, una sístole y una diástole, su contracción y su distracción, y de tal modo se está abusando aquí de la contracción de los señores diputados, que la mayor parte estamos aquí absolutamente distraídos, porque necesitamos un reposo y no nos enteramos de lo que pasa.
CÓMO HAY QUE VOTAR; NO QUÉ HAY QUE VOTAR
Muchas veces ha ocurrido, al oír llamar a votar, entrar en la Cámara y ver que un compañero preguntaba a un copartidario —no digo correligionario, porque nuestros partidos tienen poco de religión— cómo hay que votar; no qué es lo que hay que votar, sino cómo hay que votar, cuál es la consigna. Yo no podía preguntar eso, porque, naturalmente, no tengo copartidarios; podría decir que mi mayoría soy yo mismo, y no siempre tomo los acuerdos por unanimidad. La unanimidad se produce cuando hay un ánimo; pero como yo quiero tener varios, suelen estar en discordancia unos con otros y tardo mucho en darme cuenta de las cosas. Yo preguntaba: “¿Qué es lo que se va a votar?”, y casi nadie sabía decirme qué es lo que se iba a votar. En tales circunstancias, como todos comprenderéis, ésta es una situación no muy apetecible; pero me levanto a sostener, lo más brevemente posible, esta enmienda, que es, más que otra cosa, una impugnación del dictamen. Las razones que aquí podría yo aducir casi coinciden con las que, al defender su voto, expuso el señor Lara, con lo que dijo en aquella ocasión el señor Guerra del Río y con las manifestaciones que hizo nuestro compañero don José Ortega y Gasset el día que impugnó la enmienda del señor Barnés, antes que éste la apoyara; pero como no se trata de hacer obstrucción —y, además, habría que ver quién la hace, porque puede haber una obstrucción de las oposiciones y una forma especial de obstrucción del Gobierno—, yo, como no soy de la oposición, ni soy gubernamental, voy a abreviar.
Aquí se ha dicho que muchos han cambiado. Recuerdo que en una ocasión, uno de los oradores de entre los amigos catalanes echaba en cara al señor Lerroux que había modificado su autonomismo de antaño. Probablemente no es él el que ha modificado su autonomismo; es que hoy lo presentan de otro modo que entonces. Hay una porción de gente que hace, no años, meses, hubiera estado dispuesta a conceder cosas que hoy, en la forma en que se piden, se niega a dar. Tenía mucha razón el señor Pittaluga cuando hablaba de falta de tacto y de falta de oportunidad. Y quiero también dejar a un lado una cosa que me parece lamentable, y es cierto tono de sentimentalidad para estas cosas. No querría que dijeran: entonó un himno, cantó a la lengua castellana, o a la catalana, o a la libertad, o a la autonomía: cuando yo quiero hacer un himno, lo hago en casa y en verso y no vengo aquí a recitarlo. Pero hay muchas cosas peligrosas, entre ellas —bien lo decía un día el señor presidente del Consejo—, el abuso que se ha hecho de la cordialidad. Palabra terrible, porque cuando la cordialidad, que es algo muy noble y digno, se encuentra no correspondida, puede herirse y cambiar fácilmente en “incordialidad”.
LA CULTURA, NI ES CASTELLANA NI CATALANA: ES CULTURA.
Y ahora, entrando acaso en el fondo de ello, no voy a repetir palabras que aquí se han dicho sobre las ventajas o desventajas del bilingüismo y todas esas cosas de la cultura. La cultura ni es castellana ni catalana: es cultura, y tanto cabe una cultura catalana en castellano, como cabe una cultura castellana en catalán. Me parece que la cultura que pudo tener Balmes era tan catalana como la de cualquier otro catalán que en catalán haya escrito. No se trata de eso; en el fondo, hay algo más.
Cuando, al impugnar el señor Ortega y Gasset la enmienda del señor Barnés, habló de que con aquel párrafo: “Si la Generalidad lo propone, el Gobierno de la República podrá —ya salió— otorgar a la Universidad de Barcelona un régimen de autonomía; en tal caso, ésta se organizará como Universidad única, regida por un Patronato que ofrezca a las lenguas y a las culturas castellana y catalana las garantías recíprocas de convivencia en igualdad de derechos para profesores y alumnos”; al impugnar esto y decir, con mucho acierto, el señor Ortega y Gasset que esto era deshacer lo del principio de la enmienda y volver a hacer lo que allí no se decía (esto es, que allí se propugnaba por las dos Universidades, y al final se volvía a la única), el presidente de la Comisión de Estatutos, mi buen amigo el señor Bello, afirmó que eso era facultativo, y yo repliqué: “Peor”. Y, en efecto, lo peor es lo facultativo.
Quiero recordar que cuando se discutía algo de esto, al presentar yo con otros amigos aquella enmienda a la Constitución que fue votada por los socialistas, y de la que ésta no es más que reproducción, en la discusión decía el señor Azaña, el 22 de octubre de 1931, contestando al señor Maura: “¿Cómo es posible, señor Maura, que nosotros, en esta situación, al discutirse la Constitución, vayamos a adoptar un texto constitucional que haga imposible el día de mañana la votación libre del Estatuto de Cataluña, o del de otra región cualquiera, prejuzgando una cuestión que debe resolverse en su esencia al votarse esos Estatutos, y no la Constitución? Voy a votar el texto de la Comisión, y lo voy a votar por esa razón, porque deja libre el camino del Estatuto, porque no prejuzga el Estatuto, y porque, habiéndolo aceptado los diputados catalanes, de cuya vigilancia por el porvenir de sus aspiraciones no creo que pueda caber ninguna duda, y teniendo nosotros, hombres de partido, la convicción de que no se roza para nada ni se mete para nada con el porvenir de las atribuciones del Estado, estamos en el deber de transigir así y proponer a nuestros amigos y correligionarios que voten la enmienda tal como la ha aceptado la Comisión.”
EL PROBLEMA DE LA CAPACIDAD
Es decir —ésta es otra cosa tan fatídica como los programas—, vía libre entonces y vía libre ahora para que se discuta esto; y ahora, otra vez vía libre. Si la Generalidad lo propone, el Gobierno de la República podrá otorgar a la Universidad de Barcelona un régimen de autonomía. ¡El Gobierno de la República! ¡No! ¡Las Cortes! ¡Que lo pidan a ellas! ¿Es que no tenemos confianza? Ni en ese ni en ningún otro Gobierno. ¡Ca! ¡De ninguna manera! Figurémonos que mañana, después que eso se haya votado —si se vota—, cuando llegue el caso de proponerlo la Generalidad, ya no está ahí ese Gobierno y está otro que dice que no: “Yo no otorgo esa Universidad única, regida de esa manera; no admito eso.” Acaso entonces podría alguien llamarse a engaño y citar compromisos o pactos de un Gobierno, con los cuales nosotros no tenemos nada que ver, sin que esto quiera decir que en aquel caso no pudiéramos aceptar lo que pedían. No es eso. Es que no se puede delegar otra vez para que lo hagan ellos; no. ¿Qué inconveniente hay en lo que digo? ¡Si mañana el Gobierno de la Generalidad, como todo el mundo, tiene el derecho de petición! Después que esto pase, se apruebe este Estatuto u otro —que acaso vengan otras Cortes con distinta conciencia del estado del país respecto a este problema—, ¿qué inconveniente habría en que entonces se pidiera eso y en ese momento se concediera o no, en vista de lo que entre tanto habría pasado? Oigo decir aquí que la concesión era constitucional y, aparte de lo de constitucional, que si ha mostrado capacidad o no. Es que eso de la capacidad para ciertas cosas —y esto se lo digo a mi buen amigo el señor Santaló— no quiere decir capacidad pedagógica; quiere decir capacidad política. Puede tenerse perfecta capacidad pedagógica para organizar esas enseñanzas y, sin embargo, estimar muchas personas, con razón, que no se tiene todavía capacidad política. Eso depende de como se hagan estas cosas, y, francamente, las noticias que tenemos, algunas de ellas ha expuesto aquí el señor Guerra del Río y yo he recibido muchas, hacen dudar de que pueda ser prudente esa concesión mientras no se aquieten ciertas pasiones y no se ponga freno a gentes que están haciendo declaraciones mucho más que imprudentes, con las cuales no se consigue nada. Yo declaro que si hay quien grita en Cataluña, lo hacen también en mi tierra nativa: ¡Viva Cataluña libre! Está muy bien; pero yo preguntaría: ¿Libre de qué? Porque eso, como el hablar de nacionalidades oprimidas —perdonadme la fuerza, la dureza de la expresión— es sencillamente una mentecatada; no ha habido nunca semejante opresión, y lo demás es envenenar la Historia y falsearla.
YO SÉ A QUÉ ATENERME RESPECTO A LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA.
Pero, esto aparte, a mí la Universidad de Barcelona me parece muy bien, pero no que el Gobierno resuelva a requerimientos del Gobierno catalán; la podrá otorgar el Estado, estas Cortes u otras; pero no el Gobierno, y en todo caso, un organismo, una Universidad única, regida por un Patronato que ofrezca a la lengua y a la cultura castellana y catalana la garantía política de la igualdad y convivencia de derechos para profesores y alumnos. Yo llevo, señores diputados, cuarenta y dos años de profesor universitario; de estos cuarenta y dos, cerca de dieciocho he sido en tres etapas rector de una Universidad española; sé a qué atenerme respecto a la autonomía universitaria; sigo sabiendo también a qué atenerme respecto a otras autonomías. Se habla de autonomía, y yo todavía no sé qué es. Yo, a la autonomía universitaria y a los Patronatos les tengo verdadero temor. Preferiría que la Universidad fuera dirigida políticamente sólo por el Estado español, sólo por la Generalidad, que no por un Patronato mixto o mestizo, que es una de las cosas más perniciosas que puede haber.
Por lo demás, creo que, aunque la cosa sea triste, tiene razón nuestro amigo Ortega y Gasset cuando dice que si dos Universidades pueden dar lugar a trastornos y refriegas en las calles, con una Universidad de esa forma se daría lugar a cosas en los pasillos. Claro que ello es muy triste. Hay que partir, naturalmente, de que la enseñanza, el conocimiento del castellano, es hoy en Cataluña y para los catalanes obligatorio, no porque se les haya impuesto, sino porque lo han aceptado voluntariamente y cordialmente, de buena voluntad; pero, en cambio, el conocimiento del catalán no es obligatorio ni para los catalanes; es natural que espontáneamente lo quieran, pero no es obligatorio para los catalanes, y el castellano, sí.
En una Universidad en donde todos deben y pueden entender una lengua, y en donde no todos, no es ningún caso de imposición. Ahora bien: se pueden entender en la otra, la cosa es muy clara; dicen que en la mayor parte de España existe con respecto a esto un recelo, y es triste que este recelo exista, porque yo lo considero injustificado: el de que más que defender y afirmar una propia lengua, lo cual es muy humano —iba a decir que hasta divino—, se trata de cerrar el paso, de impedir la competencia de otra.
Claro está que todos los catalanes deben tener interés, y no sólo interés, sino amor, en enseñar el castellano. Decía aquí un día el señor Lluhí que allí se enseña muy bien el castellano. Lo creo; y si todos fueran como el señor Lluhí, yo les dejaría a ellos enteramente encargados de enseñar castellano. Si el señor Lluhí lo enseñara personalmente, lo haría muy bien; pero ¿es que se puede responder de todos? Porque podrían ocurrir cosas lamentables. No sólo el amor a la propia lengua, sino una hostilidad a la ajena, daría lugar a que vaya, por ejemplo, un paisano mío a hablarles en vascuence, y siendo lo curioso que no se entendiera con otro que también hablase vascuence, luego tendría que ser traducido al catalán, y acaso se dirigiera, no en catalán, que estaría muy bien, sino en francés, a alguien, como por ejemplo, a un ciudadano castellano; lo cual ya no sólo es defensivo, sino que es hasta ofensivo.
LAS FACULTADES QUE SE DEN AL GOBIERNO PUEDEN SER PERNICIOSAS.
Insisto en que, mientras este estado de cosas persista, todas estas concesiones, todas estas facultades que se dan al Gobierno pueden ser verdaderamente peligrosas. ¿Qué inconveniente hay en que se espere a que las cosas se aclaren? A esto se contesta, yo lo he oído algunas veces: “¡Ah, es que hay un compromiso!” Y cuenta que éstas no son cosas, naturalmente, de partido ni de obstrucción. Cuando defendió su voto particular el señor Lara, de labios de unos diputados socialistas, catedráticos naturalmente, que son los que pueden tener más clara conciencia del problema, no apreciándolo desde el punto de vista de partido, sino desde un punto de vista más alto, les oí decir: “Estamos conformes con ese voto; pero no vamos a votarlo porque no parezca que nos unimos a los radicales y hacemos oposición al Gobierno.”
Esto no me parece una razón. No se trata aquí ni de radicales, ni del Gobierno, ni de la oposición; se trata de otra cosa. Esa no es una posición firme. Y esto se dice por algunos que han querido defender una posición de cambio de lo que ocurrió otra vez cuando se presentó esta enmienda. Se ha hablado ya de que hay que guiar a las gentes, y, por otros, de que éste fue un compromiso adquirido con el cuerpo electoral al presentarse. Esto no es cierto, por lo menos donde yo lo he visto. Cuando se hicieron las elecciones generales, por donde yo anduve nadie presentó como bandera esta cuestión del Estatuto, y menos de un Estatuto especial. Nadie habló de semejante cosa. Y, además, ¿qué hubiera sido eso? ¿Una especie, como si dijéramos, de plebiscito por la votación a favor de él? Esto no se podía prever. Al pueblo español no catalán no se le podía entonces haber pedido esto, por una razón muy sencilla: porque no sabía lo que era el Estatuto, ni supieron decírselo. No sé si todos los que votaron lo sabían. ¿Qué ha pasado?
Ha pasado que después se han ido enterando de la situación actual, y hay que cerrar los ojos a la verdad, a la evidencia, para no ver lo que ocurre en España, y es que ahora se han dado cuenta de lo que puede significar este Estatuto, un Estatuto especial, porque uno ha de salir; ahora es cuando se han dado cuenta, tanto por el fondo de él como por la manera, ¡qué razón tenía el amigo Pittaluga!, de querer plantearlo y resolverlo. No: mientras siga este estado, lo mejor sería no una vacación para nosotros, que buena falta nos hace, sino una vacación al espíritu público, y que se aquieten ciertos hervores y ciertas prisas. Hay cosas en que la urgencia suele ser para salir a trompicones y de cualquier manera. Nada se pierde muchas veces con esperar, y entre tanto que se vaya ilustrando la gente.
ESTADO DE VERDADERA CONFUSIÓN.
Y vuelvo al principio. Nosotros, yo, por lo menos, y creo que una gran parte de los diputados que me oyen, es probable que hace algún tiempo tuviéramos una idea más clara acerca de todo esto que la que tenemos hoy. Hoy estamos todos en un estado de verdadera confusión, en un estado de distracción, en un estado de diástole, que ha venido de querer tenernos en un estado de distracción que nunca puede llevar por buenos caminos. Pues bien, no tengo más que decir, porque no voy a repetir, respecto al uso de las lenguas, a su influencia, a su valor, a la relación que tengan con la personalidad de un pueblo, lo que he dicho muchas veces. Sé, creo saber, lo que con el tiempo pasará, votemos aquí lo que votemos. Las lenguas, como todos los organismos vivos, tienen un desarrollo que no depende de leyes. No es posible ponerles rodrigones, no se les puede poner corsé. Ellas crecen, se desarrollan, viven, mueren cuando tienen que morir, si mueren, y se funden. ¿A qué viene, pues, todo esto?
Pero hay algo más, y es que yo he oído decir: “Hay que darles todo lo que piden.” No; a nadie hay que darle todo lo que pide, porque ese es un mal sistema. Hay que darles lo que les convenga y lo que nos convenga a todos, y no creo que sea uno mismo el que en todos los casos sabe lo que mejor le conviene. Pero, ¡qué más da! Con las lenguas sucede lo mismo en las ciudades que en el campo, y acaso refiriéndose al campo tenía mucha razón en lo que decía el amigo Valera; pero más aún en las ciudades las lenguas se mezclan y acaban siempre por hacer una cosa nueva. Todos sabemos lo que era lo que en Barcelona llamaban “el parlar municipal”. Comprendo que quieran defenderlo, es perfectamente lógico; pero eso suele venir casi siempre inevitablemente. Y no volvamos, no quiero al menos volver yo, a cosas que estimo académicas; ni cosas académicas, ni cosas líricas, ni odas ni disertaciones. A lo que vuelvo otra vez, y siento ser machacón, es al “podrá”, porque con este modo de proceder hemos hecho entre otras cosas, una Constitución que tiene algo peor que contradicciones, que son ambigüedades. “Podrá”, no. Y sobre todo, si “podrá”, ni este Gobierno ni ninguno de los que le sucedan, para casos de esta entidad, de esta profundidad, que han llegado a agitar como han agitado pasiones, unas claras y otras turbias, unas nobles y otras innobles, ningún Gobierno debe merecer al Parlamento soberano confianza ni tener nada que sea facultativo. Cuando llegue el caso, pide quienquiera que sea. Hará muy bien, deberá hacerlo la Generalidad, y que sean las Cortes, éstas u otras, las que determinen en qué forma se ha de establecer esa Universidad única y cómo ha de funcionar; pero no un Gobierno, tenga los compromisos que quisiere, que él podrá tenerlos, pero el país no tiene compromisos a ese respecto. Y no tengo más que decir.
El señor BELLO (por la Comisión) le contesta. Dice que la Comisión ha estudiado con gran cariño la enmienda presentada, con el deseo de incorporarla al Estatuto de Cataluña, siquiera un párrafo de las ideas expuestas por el ilustre Unamuno.
Veamos lo que ocurre ahora en Cataluña, donde quedarán las cosas como están después de votado el Estatuto, y no podemos decir que sea peor la situación actual a la que existía. La lucha de las lenguas continuará, y creemos con el señor Unamuno que vencerá la más fuerte, que es el castellano.
Si se hubiera podido conceder a Cataluña la autonomía que queríamos, el triunfo del castellano sería seguro; pero se han interpuesto en el camino de la cordialidad las actitudes de las oposiciones.
Deseamos transformar a Cataluña, como deseamos transformar todas las demás escuelas de España. Se ha dicho que si la Generalidad y el Estado atienden a las escuelas de Cataluña, éstas saldrán beneficiadas, en perjuicio de las del resto de España; pero esto no es verdad. Lo cierto es que aquellas escuelas significarán una carga menor para el Estado. Para mí, el problema de la Universidad es inferior. Creo que cualquier solución, la que propone el dictamen e incluso la cesión completa a la Generalidad, será mejor que la situación actual, en que se tropieza con la intransigencia de algunos estudiantes a estudiar en castellano.
El señor UNAMUNO : Pido la palabra.
El señor PRESIDENTE: La tiene su señoría.
El señor UNAMUNO : Cuatro palabras nada más para rectificar, y empezaré por lo último. Yo directamente no sé cómo funciona o cómo está actualmente la Universidad de Barcelona, aunque me figuro que estará, poco más o menos, como todas las demás; pero no es cuestión de profesores castellanos ni de profesores catalanes, porque estoy harto de saber que allí, por ejemplo, hay un profesor castellano que dice que le persiguen por castellano, y yo puedo asegurar que no es verdad, sino que le persiguen porque es mal profesor en Barcelona y en todas partes. Lo que hace falta es que enseñen —iba a decir sea en una o en otra lengua— en la lengua que tienen obligación de saber todos los alumnos y no en una lengua que es quizá la de la mayoría. Porque hay otra cosa: se hablaba de los derechos de las minorías y de la minoría étnica; pero allí la minoría de los alumnos —si es que son minoría— de lengua castellana no representa una minoría étnica, y esto lo dijo muy bien el señor Ortega y Gasset; no es una minoría étnica, ni hay tal cosa, sino que allí sigue siendo una representación aparte de la mayoría de la nación.
Por lo demás, sólo quiero hacer una observación a la indicación de si coincido con Fulano o Mengano. Eso me tiene sin cuidado; estoy harto, así estoy ya harto, de que cuando se adopta una posición que está en contra de la directiva del Gobierno o de la mayoría se diga que se va contra la República. Eso es un verdadero abuso. Se está abusando de eso de la República, como se está abusando de esa tontería de los cavernícolas. Yo tengo mi modo de pensar en esto, y no creo que el ser autonomista represente ser más avanzado que quien es unitario. Eso es otra cosa que no tiene sentido, pues esto de derechas e izquierdas es algo que produce una confusión lamentable. Nunca he creído por qué un jacobino ha de ser hombre más de izquierda, y en esto tampoco. ¡Que tenemos un sentido imperialista! Es posible que yo lo tenga personalmente, no lo oculto; un sentido republicano a la francesa de República unitaria francesa; pero ¿de cuándo acá es una cosa de derechas ni una cosa antirrepublicana? Todos habréis podido observar qué pocas veces sale de mi boca la palabra República, como no salía antes la palabra Monarquía. No hay que jugar con ciertas cosas, ni hay que jugar con ciertos símbolos. Cada uno sabe cuál es su camino, y por eso habréis visto que hablo siempre de otras cosas, y entre ellas de España. Se dice que hay que salvar ante todo la República. Efectivamente; hay que salvarla porque es el medio de salvar a España, pero no como un fin, sino como un medio. No tengo más que decir.
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