El Sol (Madrid), 21 de agosto de 1932
Conviene dejar pasar los sucesos —lo que sucede, o pasa— para mejor contemplar los hechos, lo que se hace y queda. Tal con el último aborto de pronunciamiento militar. Y aquí se nos viene, por asociación verbal, a las mientes aquel cuento del gitano que al poner a prueba aquel burro del que afirmó que sabía leer, expuso: “lee pero no prenuncia”. Al revés del burro del gitano, hay quienes prenuncian, pero no leen. O mejor, se pronuncian, pero no saben leer. Es que el fracaso de muchos pronunciamientos se debe a que los pronunciados son, en mayor o menor grado, analfabetos. No saben leer bien el libro de la Naturaleza, ni menos en el de la historia. Y no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública —la de su público—, y aun esta mal leída, por opinión popular. Y es que no creen en el pueblo. Y, es claro, con caudillos así no se hace política. Como tampoco guerra. Ni siquiera guerrilla para la que lo que hace falta, según Prim —que no lo creía, pues no era analfabeto— es lo que el otro llamó masculinidad.
¡Masculinidad! La mayor sorpresa del dictador másculo —o macho— de 1923 fue que no se le adhirieran desde luego algunos de los que más denunciaron los males del llamado entonces antiguo régimen, algunos de aquellos a quienes calificó después de autointelectuales. Y es que era imposible que se le adhirieran al leer junto a la “masculinidad” lo de “los de nuestra profesión y casta”. Con gente de casta, y como de tal casta, ¡ni a la gloria! Y esto no lo vio Primo por un profesional analfabetismo suyo, porque no había aprendido a leer en la sociedad que rodeaba al islote de su peña.
“Con militares nada, ¡ni la República!” —solía decir Pi y Margall mientras Ruiz Zorrilla persistía en el error. Y al fin se ha visto que la República no la han traído pronunciamientos militares. ¿Que han preparado su advenimiento? Dejemos esto por ahora, que aun no es tiempo de proclamar a todos los vientos lo que casi todos nos cuchicheamos. No un pronunciamiento, sino el modo torpe de reprimirlo preparó en parte —y sólo en parte y no grande— aquel advenimiento. “¿República pretoriana? —solíamos decir algunos—; mejor monarquía civil.” Pero como el caso era que la monarquía había roto con la civilidad, con la democracia liberal, que no podía ya, ni aunque lo hubiese querido —que no lo quiso—, civilizarse, ni los pretorianos podían sostenerla ni podían derribarla. La lucha de clases, por otra parte, no dejaba lugar a la lucha de castas. El hablar de “los de nuestra profesión y casta” era un ataque a la civilidad y a la civilización. En la casta se trasparentaba el analfabetismo de los promotores de pronunciamientos. A un pueblo que empieza a saber leer no se le rige con corazonadas, como las de Martínez Campos, el de Sagunto.
Acaso en el último suceso —incidente— de Sevilla los analfabetos de mayor o menor graduación —de analfabetismo, se entiende— que lo prepararon, se creerían que republicanos muy sinceramente tales, pero descontentos de la conducta del Gobierno, habrían de acabar por ponerse, más pronto o más tarde, al lado de los pronunciados si éstos no se proponían restaurar la monarquía imposible. Es que no saben leer. Y menos los que son escritores públicos, aunque no populares. Aparte de que agranden lo del descontento, no saben leerlo. Ni en qué estriba.
Somos fatales las gentes de letras cuando no oímos por debajo de éstas las palabras. Y a propósito de esto de letra y de palabra, dejad que en digresión —aunque regresiva— os digamos que cada vez que oímos hablar —y es frase favorita de pretorianos— de “palabra de honor” nos preguntamos si es que hay otra palabra, otra que no sea de honor. Y al pensar que un hombre puede tener dos clases de palabra, una de honor y otra sin él —la famosa restricción mental jesuítica— venimos a dar en que su palabra de honor lo es de un honor de palabra, no más que de palabra. Y en el mal sentido de este soberano término.
Otra lección nos ha repetido el suceso último, y es que así como los obispos de levita son más perniciosos a la causa nacional que los de sotana y mitra y báculo, y toda clase de legos seculares que se meten a clericalizar, así también no hay peor enemigo de la civilidad de un pueblo que el pretoriano honorario —de aquel honor de que os decíamos—, el señorito de complemento que con frecuencia suele ser algo entre cazador y torero. ¡Cosa fatídica un civil condecorado militarmente, un civil de casino militar! De casino, no de cuartel. Es algo así como un laico de sacristía. Y este señorito de complemento, deportista, suele ser profundamente analfabeto. Y analfabeto por desuso. Y le hemos oído a uno de éstos, a un doctor de escopeta y perro, analfabeto por desuso —el doctor, no el perro—, después de sostener que la cultura no depende en absoluto del alfabetismo —lo cual es muy cierto— agregar que en su región aumenta la incultura según aumenta el número de los que saben leer y escribir. Y añadió: “porque, como el burro del gitano, leen, pero no prenuncian”. Y sin poder contenernos le replicamos: “Qué, ¿le han dado a usted alguna coz?” “¡Más de una!” —nos contestó el señorito—. “Pues eso es porque usted —le dijimos—, que cree saber pronunciar, ha olvidado saber leer.” Y le añadimos otras consideraciones que le pusieron de mal humor. Y luego fuese a una de esas vitrinas o escaparates de casino —peceras las llaman— en que tales señoritos hacen ostentación de holgura en holganza.
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