El Sol (Madrid), 4 de septiembre de 1932
Estuvimos en Jaca, envuelta en reciente leyenda republicana, en encumbradas laderas pirenaico-aragonesas. La peña de Oruel, monumento —esto es: amonestamiento— natural, prehumano; por ser prehistórico, domina a la ciudad y como que la ampara. Una ruda catedral, a base románica, montañesa. Y a su sombra los porches donde estalló la última contienda, de que guarda impactos la casa-cuartel de la Guardia civil. Por Jaca fluye el Aragón, el río que dio nombre al reino, y el que ensartaba dos reinos, el de Aragón con el de Navarra, pues en tierras de ésta rinde sus aguas al Ebro, al río ibérico que va de Cantabria a Cataluña.
Nos fuimos, en privada romería, al monasterio de San Juan de la Peña, al que alguien llamó, con dudosa propiedad, la Covadonga aragonesa. Cruzamos arboledas de leño, de madera, no de frutos, donde el acebo hacía brillar sus erizadas hojas, como un arma. Y bajamos al viejo y venerable santuario. En un socavón de las entrañas rocosas de la tierra, en una gran cueva abierta, una argamasa de pedruscos que se corona con cimera de pinos. Y allí, en aquella hendidura, remendado con sucesivos remiendos, el santuario medieval en que se recogieron monjes benedictinos, laya de jabalíes místicos, entre anacoretas y guerreros, que verían pasar, en invierno hollando nieve, jabalíes irracionales, de bosque, osos, lobos y otras alimañas salvajes. Bajo aquel enorme dosel rocoso sentirían que pasaban las tormentas. Los capiteles románicos del destechado claustro —le basta la peña por cobertor— les recordarían el mundo, un mundo no de mármol ni de bronce helénicos o latinos, sino de piedra, un mundo berroqueño, en que la humanidad se muestra pegada a la roca —como entre los egipcios— y no ensenta de ella. En uno de aquellos capiteles, Eva hilando en rueca y su Adán guiando la yunta de bueyes —o toros— de labor, condenados a vestirse y a comer con trabajo. Y allí los monjes escribían en paz hechos de guerra, y al escribir historia la hacían. Que el hecho histórico es espiritual y consiste en lo que a los hombres se les hace creer que queda de lo que pasó, en la leyenda. La leyenda empieza con el documento fehaciente, que hace fe, que hace creencia, y se agranda con la crónica. Como aquella del anónimo monje pinatense a la que Zurita llamó la más antigua historia general del reino de Aragón.
En aquel refugio, casi caverna, bajo la pesadumbre visual de la peña colgada, se le venía a uno encima una argamasa de relatos históricos, de leyendas. Ramiros de Aragón y Sanchos de Navarra, cuando, en reconquista, brotaron mellizos los dos reinos pirenaicos. Y todo ello confusión. Bajo la peña, en la caverna, sepulturas de nobles y de reyes. Y un medallón con la efigie -—característico perfil de carnero— del rey Carlos III, que hizo reparar el viejo santuario. Y entre las tumbas, a su pie, en el suelo, rota la losa, la de aquel Don Pedro Pablo Abarca de Bolea, recio aragonés de rancio linaje, aquel conde de Aranda que llena el reinado del Borbón. En la rota losa se nos dice que habían de haber sido trasladados sus restos al panteón de hombres ilustres, a Madrid, pero que allá volvieron. Y allí está, en el suelo, no en el muro como su presunto antepasado. Allí el conde de Aranda enciclopedista, gran maestre de la masonería española, amigo de Voltaire, el que primero expulsó a los jesuitas de España y consiguió, con Floridablanca, que el Romano Pontífice disolviera la Compañía de Jesús. Y allí, desterrado en su nativa tierra, rindió su espíritu el último año del siglo XVIII. En el suelo de un claustro cavernoso, al abrigo de una peña, en las faldas del Pirineo que une a España con Francia, descansó el que nos trajo el revolucionario despotismo liberal. Su temple no fue otro que el de los caudillos reconquistadores, ni acaso otro que el de los monjes que para historiar sus leyendas se cobijaron bajo la peña, en la caverna.
Y allí, lejos de la engañosa actualidad que pasa y no queda —y su paso no nos deja verla— se sintió uno envuelto en un nubarrón de visiones que pasaban como las sombras infernales y celestiales del Dante. San Juan de la Peña era la boca de un mundo de roca espiritual revestida de bosque de leyendas. Y empezó uno a meditar en cómo vuelve lo que se fue, y es la repetición el alma de la Historia que se produce, como los vastos mundos estelares, en espiral. Vanse las leyendas, dando paso a lo que creemos historia. ¡Pero esté de Dios que se vaya la Historia, la que creemos tal, dando paso a las leyendas! No nos quede lo que pasó, lo que sucedió, sino lo que los hombres, por haberlo vivido, soñaron que pasaba, que sucedía, y trasmitieron, con sus sueños creadores, a sus sucesores.
Sin detenernos en el monasterio de arriba, el del siglo XVIII, más que a tomar un tente en pie, nos volvimos a Jaca. Y luego, pasado Hecho y aquel rudo monasterio de Siresa —cuna, dicen, de Alfonso el Batallador—, aquel templo sin capiteles ni adornos, especie de caverna hecha a mano de hombre, en el alto valle de Oza, entre hayas y abetos y pinos, al pie de los tajantes picachos de la frontera, que apenas huellan sino los sarrios —y alguna vez los contrabandistas—, oímos a uno de los protagonistas de la última proeza leyendaria, la de la sublevación de Fermín Galán, narrar lo que soñó que hizo mientras lo hacía y soñaba. Y todas las figuras leyendarias, todas las que soñamos para poder vivir historia, se perdieron en el bosque augusto que nos ceñía y que soñaba la Tierra perdida en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario