El Sol (Madrid), 2 de octubre de 1932
Viene uno… —aunque es ya vez de dejar este socorrido truco de estilo eufemístico y de volver al natural e ingenuo yo, al que dicen satánico...—, vengo bajo la impresión del alud de muchachos y muchachas que está cayendo sobre los centros de enseñanza a la espera de una futura República española de empleados públicos —no propiamente trabajadores—, y de bachilleres desde luego, y vengo de una región castellana que empieza a estar sacudida por el vendaval de la reforma agraria y donde el campo ceñudo espurría almas a las villas y ciudades. Y ello me ha hecho volver de nuevo a la visión de aquella vieja España a que queremos y creemos renovar. ¡Renovación nos dé Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética —más que mística—, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias —tejedores, ferrones, curtidores...— se arruinaban y se despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber.
¿Es que a aquellos picaros eclesiásticos o castrenses les llevaban al convento o al cuartel vocación religiosa o vocación belicosa? Nada de eso. Era un proceso económico que ilustrarían más tarde Malthus y Carlos Marx, eran el ejército de reserva del proletariado de que hablaría éste, eran el excedente de población pobladora, los que no podían emparejar ni fundar hogares. El genio de la especie de que decía Schopenhauer, el que para propagarse ayunta varón y hembra, ese mismo genio se enfrena, se contiene —en cierto modo se castra—, y a las veces llega a suicidios parciales. ¡En cuántas guerras el resorte íntimo, inconciente para los que le obedecen, no es más que una cura quirúrgica de la sobrepoblación! Y en este caso, tanto la recluta monástica —o eclesiástica en general— como la militar, no eran más que casos de leva malthusiana de poda. Y luego la sangría a las Américas, a poblarlas de criollos y de mestizos. ¡Triste casta aquella de segundones! Los clérigos eran los verdaderos maestros del pueblo, los sucesores de los pedagogos de la decadencia romana, como aquel Dómine Cabra, “clérigo cerbatana” del inmortal Quevedo —inmortal gracias a clérigos así—, y en cuanto a los pobres mercenarios de las armas, el ejército español fue siempre un ejército de indigentes, casi de mendigos, sin que apenas los llamados grandes de España lo comandaran, que aquí no hubo propiamente feudalismo ni muchos ricos hombres de muchos calderones, sino menesterosos soldados que por mezquino sueldo se iban a servir al rey.
Uno de éstos, Cervantes. Y en él nació el alma inmortal del pobre hidalgo lugareño, de Alonso Quijano el Bueno, el de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, aquel cuyas tres partes de hacienda consumía una menguada dieta, ocioso lo más del año y soñando imperios. Todo menos un burgués, que en España no ha habido —por maldición del sino— verdadera burguesía. Para burgueses, aquellos orondos mercaderes de los Países Bajos que se nos presentan, satisfechos de la vida, en los cuadros flamencos. ¿Pero en España?, ¡en España, no! No tuvimos burguesía. No lo era aquella cuitada clase media que armó el tumulto de las Comunidades de Castilla. ¿Clase media? Pero ¿entre qué?
¿Y hoy? Hoy los que entonces se habrían recogido al claustro, a la colegiata, al beneficio canónico o al real del campamento, hoy asaltan la matrícula de la bachillería. Clérigos laicos y tercios paisanos. Siguen los tiempos. ¿Qué importa que no se alisten bajo la cruz o bajo la bandera, que no vistan sayal eclesiástico o uniforme militar? ¿Y a dónde si no se van a ir? La adusta tierra ni alimenta ni viste —ni entretiene y divierte, que es acaso peor—a ese sobrante de sus hijos. La industria en estas mesetas, en estas cuencas de los grandes ríos centrales, no puede medrar.
Esta es la verdad verdadera. Y el cultivo del campo... Ah, dejémonos del señorío; los pequeños propietarios, casi pegujareros, los colonos, los arrendatarios huyen de una masa campesina sobre que sopla un viento no de locura, sino de insensatez, y pronto veremos una lucha como la de los kulakes moscovitas contra las comunidades agrarias. Digan lo que dijeren los señoritos comunistas. Masas que en ciertas regiones —menos en Castilla— no quieren tierra, sino harto jornal y poco y flojo trabajo. Que ésta es la verdad verdadera, la verdad liberadora, la cruz de la verdad.
¿Que por qué me complazco en estas visiones trágicas? Es que ellas curan de ensueños que llevan a mayor tragedia. Es que ellas llevan a buscar el remedio en otros ideales que los de un arregosto de bienestar engañoso. Que si aquellos clérigos y aquellos soldados trataron de consagrar y santificar el instinto malthusiano que les llevaba al sacrificio con ideales de gloria celestial o terrenal, de fe cristiana o de honor caballeresco, que estos venideros empleados, funcionarios de Estado, se hagan un ideal de sacrificios, que no crean que la nueva España, la republicana, va a ser una próvida Jauja, que no se les antoje tomar en serio aquella candorosa declaración del artículo 45 de la Constitución de la República Española —“República democrática de trabajadores de toda clase”, ¿de toda clase, eh?— de que “asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”. Digna ¿de qué? Que se forjen más bien una religión civil y laica sobre los eternos cimientos de la antigua religión cristiana y caballeresca. ¡Y a sobrevivir!
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