El Norte de Castilla (Valladolid), julio de 1932
Pues bueno, amigo, va usted a oír lo que se nos dice en el libro del Profeta Ecequiel, que es uno de los canónicos del llamado Antiguo Testamento. Y como tengo que citárselo en versión castellana lo haré en la de Cipriano de Valera, que es casi la de Casiodoro de Reina, casticísimos traductores y protestantes ambos de nuestro siglo XVI. De Valera dejó dicho nuestro Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles (libro IV, cap, X, sección VI) esto: “Se le llamó por excelencia el hereje español. Escribía con donaire y soltura; pero, aparte de esto y de su fecundidad literaria es un hereje vulgar. En nuestros tiempos hubiera sido periodista de mucho crédito”. Y tengo que decirle, como sí de paso, que yo habría dicho, “en nuestros tiempos habría ―y no hubiera― sido periodista de mucho crédito”. Y tengo por seguro que el mismo Valera habría dicho así, sin emplear el condicional en vez del potencial, pero es que yo me tengo por periodista de nuestros tiempos, de mayor o menor crédito. Y como tal propenso a estropear el lenguaje según sentía Don Marcelino cuando escribió ese pasaje que más adelante lo habría corregido como gran periodista, y de mucho crédito, que llegó a ser. Y en cuanto a la versión de Reina y de Valera el mismo Don Marcelino declara que excede mucho... a la moderna de Torres Amat y a la desdichadísima del Padre Scío “que es la que solía andar en manos de católicos. Y eso de que la Biblia que llaman protestante discrepe de la otra no pasa de ser una vulgarísima necedad. Distínguese en llevar o no notas, o en estas, mas no en el texto que es el mismo. Y vamos ya a Ecequiel y a sus visiones proféticas.
En el capítulo XLIII de este libro del profeta Ecequiel se nos cuenta como el Señor ―Jehová si se quiere― le llevó a la puerta que mira hacia el Oriente, o como si dijéramos a la Plaza de Oriente, pues “he aquí que la gloria del Dios de Israel venía de hacia el Oriente y su sonido era como el sonido de muchas aguas y la tierra resplandecía a causa de su gloria”. Era, me figuro, como el amanecer de un pueblo. Y añade el texto bíblico que “la gloria de Jehová entró en la casa por vía de la puerta que daba cara al Oriente”. Y sigue diciendo: “y alzóme el Espíritu y metióme en el atrio de adentro y he aquí que la gloria de Jehová henchió la casa. Y oí a uno que me hablaba desde la casa y un varón estaba junto a mí. Y díjome: Hijo del hombre, este es el lugar de mi asiento y el lugar de las plantas de mis pies, en el cual·habitaré entre los hijos de Israel para siempre y nunca más contaminará la casa de Ismael a mi santo nombre; ni ello, ni sus reyes, con sus fornicaciones, y con los cuerpos muertos de sus reyes en sus altares”. ¿Estamos, amigo mío? Y luego le dice el Espíritu, el ángel del Señor, al profeta que ellos, los de los reyes, y los reyes mismos pusieron su umbral junto al umbral de Jehová y su poste junto al poste del Señor y contaminaron su santo nombre con las abominaciones que hicieron. ¿Estamos?
Quiero excusarme una fácil excursión histórica en derredor del panteón del Escorial donde yacen almacenados cuerpos muertos de reyes de la casa de España y quiero excusarme esta excursión acerca de la alianza del altar y el trono, en el fondo tan poco católico, del derecho divino de los reyes.
Fíjese, amigo, en lo que el profeta dice de los reyes y de los cuerpos muertos de los reyes en los altares, de los reyes muertos erigidos en ídolos. Fíjese en ello y cuando profiera cierto grito recapacite en eso de los reyes que pusieron su umbral junto al umbral de Jehová y su poste junto al poste de Jehová. Y recuerde que como se nos dice en el libro primero de los reyes Jehová, que es Dios de los montes, y no de los valles estaba “en el silbo apacible y delicado y no en el terremoto ni en el ventarrón” (I Reyes, XIX 11-12). Ni está en la gritería y menos en la que aclama a los reyes y a los cuerpos muertos de los reyes erigidos en los altares.
¿Y cómo he de repetirlo, amigo, que la realeza bíblica, nada tiene que ver con la realidad de la realeza evangélica? ¿He de tener que volver a remitirle a lo que en el libro Primero de Samuel se nos dice respecto a la realeza cuando los Israelitas le pedían rey a Samuel? Vuelva usted a leerlo y vuelva a meditarlo. Y después, erija, si quiere, en altar a un rey o acaso al cuerpo muerto de un rey.
No, amigo, no. Deje para los de la Acción Nacional ―o como la llamen― remedaciones y truchimanes de los de la Action Française que como sabe, son o agnósticos o ateos, querer consustanciar, o poco menos, la Iglesia Católica con la monarquía, o mejor, el catolicismo con el monarquismo. Y claro está que dejo de lado, o mejor, por encima, al cristianismo ya que este es religión pura y el catoliclamo es mezcla de religión y de política, es mezcla de cristianismo evangélico y de romanismo jurídico, es mezcla de gracia evangélica y de derecho económico. Y repare que en el derecho hay siempre contaminaciones.
Y luego siga leyendo en las visiones del profeta Ezequiel el cual habla de ser la “ley de la casa, sobre la cumbre del monte”. Y cuide en adelante de no confundir la política, el derecho, con la religión. ¿La política, el derecho, digo? Mas ni aun la moral. Decía Goethe, y es cosa que se ha repetido demasiado en estos días, que prefería el orden a la justicia y que si para evitar el desorden había que cometer injusticia, optaba por ésta. Pero en esto no hacía Goethe, pagano que era, sino repetir lo que ya Caifás había dicho, según se nos cuenta en el capítulo XI, versillos 47 a 55, del Cuarto Evangelio, para persuadir a los pontífices y fariseos que había que sacrificar al Justo, que cometer injusticia en él, para evitar un desorden. Que por razones de patriotismo policíaco se le crucificó al Cristo. Razones políticas de Caifás, de Pilatos, de Goethe, que nada tienen que ver con las sobre-razones religiosas.
Busque, sí, busque el modo de traer eso que usted, amigo, llama orden ―¡el suyo, claro!― pero no invoque para ello la realeza puramente espiritual, sobrenatural, del Cristo, cuyo reino no es de este mundo. Y piense que hay una manera de nombrar rey al Cristo ―tal le nombró Pilatos en el I. N. R. I.― que es una manera de volver a crucificarle. No ponga su umbral junto al umbral del Señor ni poste junto a su poste. Y váyase a la plaza de Oriente a meditar en ello.
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