El Sol (Madrid), 11 de septiembre de 1932
La obra de James Bryce sobre la República Norteamericana (The american Commonwealth), traducida al castellano por don Adolfo Posada, ha llegado a hacerse clásica en el campo de las ciencias morales y políticas. Y lo merece por su amplia y correctísima información y por el robusto buen sentido inglés de su autor. Que fue embajador de Inglaterra en los Estados Unidos, donde Bryce pasa por la suprema autoridad en su asunto. Y esta obra hemos estado leyendo en parte para distraernos de la actualidad española y en parte para que ésta, por comparación, se nos aclare más.
Una cosa que a todos los que nos preocupamos algo de la vida política de los pueblos civilizados nos ha llamado —o detenido— la atención, es la diferencia que existe entre lo que en los Estados Unidos se llama demócrata y lo que se llama republicano. Porque los nombres éstos son intraductibles de un lenguaje a otro. Jefferson, el verdadero fundador del gran partido demócrata, era lo que aquí se habría llamado un cantonalista, con fuerte propensión al autonomismo anarquista —su declaración de que “una insurrección cada pocos años debe considerarse y hasta desearse para mantener el gobierno en orden” nos recuerda lo de nuestro Romero Alpuente, de que “la guerra civil es un don del cielo”—, y Hamilton, por otra parte, el autor de El federalista, el verdadero fundador del partido republicano federal, después llamado republicano a secas, es todo lo contrario de lo que aquí se llamaba federal, es decir, un genuino federal, un unitario. Su fórmula, la de que “la Unión no es un mero pacto entre repúblicas, disoluble a placer, sino un instrumento alterable al modo que sus propios términos prescriben”, “una indestructible Unión de indestructibles Estados”. En este espíritu hemos visto recientemente a nuestros federales oponerse, como verdaderos federales, a ciertas demandas del autonomismo regional estatutario. Pero, viniendo al caso, en qué se diferencian hoy demócratas de un lado y republicanos de otro. Pues... en el lado.
Dice Bryce que “Ni uno ni otro partido tiene nada definido que decir a estos respectos, ni uno ni otro tienen principios bien recortados, ni doctrinas distintivas. Ambos tienen, ciertamente, gritos de guerra, organizaciones, intereses alistados en su ayuda. Pero estos intereses son, en general, los intereses de lograr o mantener patronazgo del Gobierno”. Es decir, que los partidos han venido a ser, por la inflexible lógica de la historia, partidas, o sea clientelas. La disciplina, como sucede de ordinario, ha ahogado a la doctrina lo mismo que en la Iglesia Católica el derecho canónico ha ahogado al Evangelio. Esos partidos, que son a modo de iglesias —ortodoxas o heterodoxas—, de sectas si se quiere, tienen tradiciones, tendencias, tonos, estilos, pero que no caben en un programa teórica y técnicamente elaborado. Su programa es más bien un metagrama; no un prólogo, sino un epílogo. Y es que los ha hecho la historia y no la especulación histórica. Y lo que en rigor hace a un partido así, a un partido histórico, vivo, es un hombre. De donde se deduce que una denominación personal —perezismo, lopezismo, sanchezismo, fulanismo o zutanismo, en fin— es, históricamente, mucho más exacta que una denominación sacada de nombre común y no de nombre propio. Castelarismo quiso decir algo, posibilismo casi nada. Y como sobre esto hemos disertado con alguna holgura en aquel de nuestros Ensayos que dedicamos a esto, a lo que llamamos El fulanismo, no tenemos sino que remitir al lector a ello.
¿Denominaciones de nombres comunes y abstractos? ¿Demócrata, federal, radical, radical-socialista, socialista, y así por el estilo? Ello acaba —y aun empieza— por no querer decir nada. “Un eminente periodista —dice Bryce— me hizo notar en 1908 que los dos grandes partidos eran como dos botellas, cada una con la etiqueta que señalaba la clase de licor que contenía, pero ambas vacías.” Y así es. Y lo tuvo que ver un buen periodista, pues el oficio de éste es, según el mismo Bryce, “descubrir lo que la gente está pensando”. Sólo que ocurre que la gente acude al periodista a que le enseñe qué es lo que ha de pensar. Porque el público —que no es el pueblo— es como aquella señora de que hablaba Courteline y que le decía a éste: “Yo, de ordinario, no pienso; pero cuando pienso no pienso en nada”.
Un hombre, que es el factor esencial histórico, hace un partido y recoge su tradición. “Si no hubiera un leader conspicuo —un caudillo diríamos— la adhesión al partido —escribe Bryce— degeneraría o en mero odio a los antagonistas o en una lucha por puestos y salarios”. (Hoy se les llama enchufes.) Hace años que a un paisano de Bryce, a un inglés que nos preguntaba en qué partidos se divide la… llamémosla opinión de nuestros pequeños pueblos, le contestamos que en dos: los anti-equisistas que siguen a Zeda, y los anti-zedistas que siguen a Equis. Y todos son antis. Y si esto no es doctrina, es vida, y si no es lógica, es historia. La lógica engendra una doctrina, una teología, pero la historia engendra una disciplina, una iglesia.
Y ahora que el lector haga las aplicaciones pertinentes al caso presente. Nosotros nos limitaremos a añadir que no creemos en eso que se llama opinión pública. El público no opina. Y se continuará.
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