El Sol (Madrid), 24 de julio de 1932
B.—Qué, viene usted a tirarme de la lengua, ¿verdad? ¿A que volvamos a lo del otro día, de qué es España y para qué?
A.—¡Ni por pienso! La actualidad nos arrastra y hay que estar a ella. ¡Y quién sabe lo que será actual cuando esta nuestra conversación sea conocida!
B.—¡Actualidad; ¡Actualidad! ¡Lo que despierta interés!...
A.—Ya sabrá usted que algún parlamentario dice que estamos en un momento muy interesante de la Cámara...
B.—Vamos, sí, que la Cámara está en estado interesante... Pues entonces, aborto en puerta. Como no sea que todo el embarazo resulte hidropesía... Y cosas de verano... Créame, el entretenerse en lo que se llama cuestiones de actualidad, palpitantes, de urgencia, suele ser no querer afrontar las de actualidad permanente. En las graves deliberaciones de familia suelen a las veces interrumpir a los mayores los chiquillos mal criados planteando algún caprichito.
A.—Sí, cada uno se viene con su estribillo o su muletilla.
B.—Estribillo si es jinete, muletilla si es peatón.
A.—¿Pero puede uno hurtarse a ello?
B.—Debe. Decía no sé quien que las mujeres —¡pobres mujeres, lo que se les cuelga!— no responden a lo que se les pregunta, sino a lo que se figuran que se les iba o preguntar. Pues yo, por mi parte, suelo contestar, no a lo que se me pregunta, sino a lo que debían haberme preguntado. Y les tengo verdadero horror a las preguntas del día...
A.—Que son algo así como el plato del día...
B.—No está mal. Y siguiendo el símil, le diré que debemos estar a lo del padrenuestro: el pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Y esto es lo de verdadera actualidad, lo de actualidad eterna, el pan nuestro de cada día; el pan material y el pan espiritual. El pan espiritual en que comulgamos...
A.—Sí, ya le entiendo a usted, pues que lo conozco. El pan espiritual se simboliza en el verbo, en la palabra...
B.—¿Y por qué no? La misma oración dominical dice aquello de: “¡Santificado sea el tu nombre!” y así venimos a lo que usted, descarriado por una frívola actualidad de estado interesante de la Cámara, o no sé si de la República, a la que algunos creen embarazada de revolución, a lo que usted quería evitar, y es lo de ¿para qué? ¿Para qué es España? ¿Para qué hace Dios España?
A.—Hombre, esto me recuerda lo del catecismo de “¿Para qué hizo Dios el mundo?”, y la contestación: “Para su gloria”. Y esto, a la vez, me trae a la memoria un caso muy divertido que ocurrió en unas oposiciones a escuelas, en que un maestro opositor, explicando ese pasaje a los niños, les decía que hizo Dios el mundo para hacerse célebre.
B.—Pues no anduvo tan descaminado el maestrillo. La misma Sagrada Escritura dice que los cielos narran, esto es, celebran la gloria del Señor. Y en ello entra lo de santificar su nombre. Y cuando yo decía que puede ser una finalidad de España, como nación de nombre propio, lo que cabe encerrar en éste lema: “Somnia Dei per hispanos, los sueños de Dios por los españoles”, no quería decir, en el fondo, otra cosa... Santificar su nombre, que es celebrar su gloria...
A.—Pero eso puede convertirse en un lema jesuítico...
B.—¡Ya salió aquello!
A.—¡Claro! En el de A. M. D. G., ad maiorem Dei gloriam, ¡a la mayor gloria de Dios!
B.—¿Y por qué no? Dejándonos de jesuitas al envés o al revés. ¿Qué han dejado los pueblos, las naciones, que han entrado en la eternidad histórica, que viven en la historia eterna, cuyas obras están consolando de haber nacido a los pobres mortales que llegan a vivir en conciencia universal? ¿Qué hicieron la India y el Egipto, e Israel y Grecia, y Roma, y todos los demás pueblos que han fraguado civilización, cultura, como usted quiera llamarla, es decir, humanidad; qué hicieron sino narrar, celebrar con sus obras de arte, de ciencia, de legislación, de religión —religión es en llegando a cierto grado todo—; celebrar la gloria de Dios, santificar su nombre?
A.—¿Y si eran ateos o politeístas o panteístas?...
B.—Lo mismo da. Cuando un pueblo deja de ser un rebaño de mamíferos verticales, de bípedos implumes —así se les ha llamado—, meramente económicos; cuando como pueblo, como nación, tiene nombre propio, y al cobrar nombre propio cobra patria, entonces siente su finalidad eterna, y ésta es santificar el nombre de Dios, celebrar su gloria, imagínese como se imagine a Dios y aunque no se lo imagine de modo alguno. Humanidad es conciencia universal...
A.—Vamos, sí, cósmica.
B.—¿Y por qué no? Y conductor de pueblos, político en el más noble sentido, que no haya meditado nunca en el primer principio y el fin último de las cosas todas —aunque sea para no hallarlos—, no es conductor. Ya sabe usted lo de Renán, de que la Historia es una función que dirige el gran Corego del Universo, y el deber de cada uno de nosotros es hacer bien su papel. Pero a conciencia de lo que es.
A.—Pero eso es cosa de escéptico...
B.—De escéptico henchido de pasión. Y de patriotismo. Y todo lo demás es... ¿Sabe usted lo que quiere decir caos?
A.—¿Qué? ¿Algo así como revolución?
B.—No; caos en griego significa propia y primariamente lo que en latín hiatus, esto es, bostezo. Y para salir del caos, del bostezo, hay que proponerse una finalidad, y una finalidad humana y no animal. Y esa finalidad para una nación es expresar a su modo el nombre de ese Dios que hay que santificar; es celebrar su gloria...
A.—Vamos, sí, fundar una religión, una religión nacional...
B.—Cabal. Fundar una religión, aunque sea atea, como el budismo; pero una religión. Una civilización, un arte, una ciencia, un derecho, un tenor de vida humana espiritual. Y ad maiorem Dei gloriam.
A.—¿Y por qué no ad maiorem Naturae gloriam?
B.—Me es igual. A la mayor gloria del Universo o a la mayor gloria de su gran Arquitecto. Y ya ve usted cómo esto nos ha enjugado un momento de las salpicaduras del estado interesante de que decíamos. Que si entra Pérez..., que si cae López..., ¿qué más da? Al fin quedará la obra de los que hayan sabido elevar la conciencia nacional a conciencia universal...
A.—O cósmica…
B.—¡Sea! ¡Y esto sí que es política! Y no esas cábalas…
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