El Sol (Madrid), 16 de septiembre de 1932
¡Figuraciones que se hace uno al ir a encerrarse en sí para poder recoger en ráfagas del presente que pasa vislumbres del porvenir que pasará! Y no del más cercano, no del porvenir presupuesto —¡con qué endeble presuposición!—, sino del más remoto pasado mañana. Tal vez de ese mañana español que nunca llega. Pongamos de aquí a treinta y cuatro años. ¿Que por qué treinta y cuatro años? Era los que tenía el que os dice cuando aquel ya mítico 98, al que le encasillan. Y han pasado otros treinta y cuatro desde el 98 acá. Y uno, mirándose en los otros —es el sino—, suele preguntarse al verlos: “Estos hombres de esa edad que están contribuyendo a revolver a España, a lo que se llama su revolución, ¿qué sentirán de ella de aquí a treinta y cuatro años, en 1966, si es que llegan?” ¡Pero luego... no! Eso no nos interesa; lo que nos interesa es qué pensarán, cómo sentirán, qué harán cuando lleguen a esa de treinta y cuatro los ahora mocitos. O acaso mejor mozalbetes, que se ha hecho palabra casi técnica. Porque ¿qué piensan? ¿Cómo sienten? ¿Qué hacen ahora? ¿Quién lo sabe? Ni ellos...
Ni ellos. Tanto los petroleros, los que incendian iglesias o conventos, y no por odio a la religión, sino como se ha incendiado la plaza de toros de Almagro, por .salvaje deporte, por holgorio, como los que se lanzan a matricularse en carreras de funcionarios del Estado no saben si no que quieren lo que se dice vivir su vida. ¡Y luego todas esas juventudes!... Juventud católica, juventud nacionalista, juventud tradicionalista, juventud radical, juventud socialista, juventud comunista… Lo que no hemos oído es juventud anarquista. Aunque en rigor todas lo son —más bien que anarquistas anárquicas—, hasta las más disciplinadas. Con disciplina procesional. Porque el principal cometido de las juventudes esas suele ser procesionar, ya ordenada, ya tumultuariamente, agruparse para desfilar, y mejor dando voces. Y tienen, ¡claro!, su liturgia, como la tenía aquella de los exploradores que no exploraban nada —de los boy scouts o “bueyes cautos”—, pero formaban para desfile, con su bandera y todo. Total: ¡deporte! Juegan a hacerse los jóvenes. Y a superar a los mayores. ¿Pero y en el fondo?
En el fondo las más de las revoluciones, y sobre todo las más teatrales, las más callejeras, las más ruidosas, se han resuelto en un mejido de capas sociales, en que unos linajes se hayan hundido para que otros se encumbraran, en que tal vez el nieto del magnate haya tenido que ir a pedir limosna al nieto de su ínfimo criado. O si se quiere en el corrimiento de las escalas y en lo que se llamaba el salto del tapón. Y en ello una lucha —lucha malthusiana— de generaciones.
Observamos con el mayor interés, con ansioso interés, todas las señales que podemos captar del estado de ánimo —no decimos que de conciencia— del mocerío español de hoy, y lo que nos descubren es prisa, no por llegar, sino por colocarse. No quieren dejarse vivir, sino cobrar seguridad para el mañana. ¿Ideal impersonal, colectivo, trascendente? ¿Ideal que trascienda de la vida individual? Será cortedad de vista, pero no lo distinguimos.
Además, el ideal es cosa de ideas, de conceptos, de doctrinas, y a esta juventud parecen moverle otros elementos. Es una juventud de football, de tenis, de auto, de avión acaso, y... de cinema. Cinema quiere decir movimiento. Es la edad del chófer, que dijo nuestro buen amigo Keyserling. El que se regodea con todas las maravillas —milagros— materiales de la electricidad no se siente lo más mínimo inquietado por el misterio ideal de esa electricidad, de lo que ésta sea y signifique para el alma. Como en los viejos creyentes del cristianismo oficial dogmático, en estos jóvenes creyentes del materialismo histórico, del progresismo, el milagro no les deja ver el misterio. ¡Y así suelen llegar a pensar aquello de “hágase el milagro y hágalo el Diablo”!
Presumimos que habrán de desencantarse de esta llamada revolución si es que están encantados de ella. Cae la realeza, cae su corte, cae el Ejército, cae el clero, cae la aristocracia, ¡bien! ¿Y qué sube? ¿Les hacen huecos esas caídas? ¿Empiezan así a vivir su vida más pronto y a vivirla más suya? ¿Su vida? ¿Y cuál es su vida? Y agréguese que en esta marcha forzada al destino—¡al destino!, ¡a la colocación!— van al lado de ellos, de los mozos, sus hermanas, las mozas, las que antes les esperaban para darles su mano, para colocarse ellas así. Y ahora para hacerles competencia en el conseguimiento del destino.
Sí, se está revolucionando, o, mejor, se está revolviendo nuestra España —que no es ya la de toros, procesiones, tresillo y chocolate—, pero se está revolviendo cinematográfica y automovilísticamente. Y los que se eduquen a recorrer pistas a ochenta o cien kilómetros por hora y a ver desfilar cintas de película, no se sentirán hermanos de los que se van al campo a pie, a paso de buey que ara, a ver crecer el trigo. Se pondera la agudeza del entendimiento de uno diciendo de él que es de los que ven crecer la yerba. El ojo que se hace a la película de cine, difícilmente podrá ver crecer la yerba. Y esto se traslada a la visión histórica.
Cuando oímos decir: “¡Cuántas cosas están pasando en esta nuestra edad!”, solemos pensar en las que estén quedando. Que es lo que nos importa. Y cuando una vez le oímos decir a un entusiasta de la revolución que la República, nuestra República, es un milagro, al punto pensamos en su misterio, en su esencia. Porque la relación entre el milagro y el misterio nos obsesiona. El milagro es cosa de magia y nada más; el misterio es cosa de religión y nada menos. ¿Los milagros de la ciencia? ¡Bah! ¡Magia para fetichistas del progreso! Lo que nos hace más que hombres es la sumersión en los misterios de la ciencia. Y en el fondo se encuentra... ¡la cruz de la verdad! Que la verdad es cruz.
De aquí a treinta y cuatro años más... Cuando estas juventudes deportivas ya no lo sean... ¿Qué pensarán entonces de esta milagrosa revolución de ahora? Y en tanto, ¿qué es de la revolución misteriosa, de la íntima? ¿Sentiremos de otro modo España? Comprenderemos lo que es la eternidad histórica, la historia eterna? Y en todo caso esté de Dios que el milagro no nos mate al misterio, que la magia no nos mate a la religión, que la República —u otro régimen cualquiera pasajero como lo son todos— no nos mate a España. Que la juventud temporal no nos mate la juventud eterna. Y en tanto, ¡andando! ¿A dónde? “Nadie va tan lejos —decía Oliverio Cromwell—como el que no sabe a dónde va.”
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