El Sol (Madrid), 25 de septiembre de 1932
Hace unos días, visitando en romería patriótica —no meramente turística— uno de esos lugares en que la vida civil histórica se estanca, en que el espíritu público se arruina, fuimos a dar en el menguado escaparate de una tenducha de artículos de papel con la exposición de unos cuantos números de esos semanarios de portadas pornográficas. Acaso no siempre corresponde el texto a la portada. Y nos invadió una entrañada amargura al ver a qué cebo hay que acudir para atraer lectores. El semanario se llamaba de “biblioteca galante”. Y supimos que en todos los lugarones y villorrios y villas, así como en las ciudades, es lo que más se lee. Sentimos desesperanza por la salud, no ya sólo corporal y espiritual de nuestro pueblo, sobre todo de su mocedad, sino por su salud mental, por la entereza de su entendimiento. “Esto lleva a la estupidización de nuestra juventud” —nos dijimos—. Y a la esterilización de su imaginativa. Porque esos cosquilleos y hurgamientos de la imaginación en pubertad no hacen sino esterilizarla. Esterilizan la imaginación y esterilizan la civilidad. No llevan al supuesto pecado original que prevenía, según el texto bíblico, de la tentación del saber, de haber probado del árbol de la ciencia del bien y del mal, sino que llevan o al tétrico pecado solitario o a perversiones de infecundidad. “¿Qué generación saldrá de aquí?” —nos preguntamos.
Volvimos de la romería, entristecido el ánimo con tristes presentimientos, cuando al llegar a Madrid leímos el relato de la fechoría de aquel grupo de mozalbetes —los consabidos mozalbetes—de catorce a dieciséis años, que, provistos de un montón de esteras, harpilleras y otros trapos que habían antes rociado de gasolina, prendieron fuego a la cancela del templo del Buen Suceso al grito de: “¡Viva la anarquía!” Y al punto relacionamos esta salvaje fechoría de los mozalbetes petroleros con lo de la biblioteca galante y demás literatura pornográfica. Porque esos chiquillos, pollitos a quienes empiezan a apuntar los espolones, ni son anarquistas, ni saben lo que es el anarquismo y menos la anarquía. Su comezón morbosa —su prurito— no es de origen ideal o conceptual. Ni de que vayan a incendiar iglesias se deduce que sean anti-religiosos o ateos. Es que, ante todo, es menos expuesto ir a prender fuego a un templo, casi siempre indefenso, que a una fábrica o a un Banco o a un comercio. No; lo que a esos rapazuelos —los dos a quienes se prendió tienen catorce años cada uno— les lleva a esa más que otra cosa estupidez es lo que se llamaría hoy un complejo sensual. Ha de ser una vacía imaginación púber azuzada por turbias pre-sensaciones. Pre-sensaciones engendradoras de pre-sentimientos. Esos rapazuelos no suelen tener novias al modo romántico. Cuando más, se preparan a tener la que, adultos ya, llamarán su “compañera”. Porque decir: “mi mujer”, a lo hombre, creen que hace presumir rendimiento a la sociedad que hay que destruir. Ni esos rapazuelos sedicentes anarquistas —¡qué saben ellos de anarquía!— tienen novia, a lo romántico, ni saben de hondas inquietudes espirituales. Lo suyo es un juego deportivo y cinematográfico. Han nutrido el ánimo de pornografía estúpida y de truculencias pseudo-revolucionarias. Y el ir a pegar fuego a un templo religioso es, más que otra cosa, un acto de sadismo. No les guía otra sensación —no sentimiento— que la que guió a Nerón a pegar fuego a parte de Roma para declamar, al resplandor de las llamas, unos sonoros hexámetros y culpar luego a los cristianos. En el fondo, esa acción de los mozalbetes petroleros es una acción de lujuria precoz. De lujuria precoz en el sentido en que se habla de demencia precoz. De esa lujuria que se abraza con el hambre, así como el amor se abraza con la muerte. ¡Y cómo lo sentía y lo cantaba Leopardi!
Es como cuando leíamos el relato de las sangrientas refriegas que en nuestra nativa tierra vizcaína ocurren entre la juventud socialista y la nacionalista. Casos en que el socialismo y el nacionalismo ni tienen nada de ideal, de conceptual, ni siquiera de sentimental, sino que son mero achaque para andar a tiros los unos con los otros. El tiroteo, sea por lo que fuere, es la finalidad. Y en ello suelen unirse a alicientes de origen sensual —sexual— excitante de espíritu... de vino. No hay nada más indigente que la ideología de esas juventudes de pistola o de petróleo.
El problema de nuestras juventudes revolucionarias o contra-revolucionarias, de lo que se llama extremos, no es problema de idealidad ni de idealismo. Esta tremenda juventud padece desgana, de perpetuidad, loco apetito de goce de la vida que pasa. Y de goce, de arregosto más bien, de sensaciones fuertes, de picante que les abrase las entrañas. Hay quien de ellos no quiere morirse sin regodearse en la catástrofe caótica. O en el caos catastrófico. Y ello no es cosa doctrinal, conceptual, intelectual. Los que se dicen anarquistas, por ejemplo, no son sino anárquicos.
¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Ha sido cosa de doctrinas de esas que llaman disolventes? Creemos que es otra cosa, que es un morbo de otras raíces. Más bien de falta de doctrinas; de falta, sobre todo, de un sobretemporal “para qué” de vida, de un sentido de eternización histórica y de comunidad universal. A lo que no proveyeron los que educaron aquellos estanislaos —o kotskas— y aquellos luises —o gonzagas— de que los pendencieros de derecha proceden. Los que se recogen en los templos a que van a prender fuego los que se suponen a sí mismos anarquistas, esos adolecen de la misma dolencia que éstos. Mas venimos a encontrarnos en punto que merece aparte.
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