El Sol (Madrid), 28 de agosto de 1932
¡Qué de cuidado hay que tener sobre sí mismo en tiempos —¡tristes tiempos!— de trancazo anímico para que éste no se le pegue a uno! ¡Terrible epidemia! Histeria colectiva que puede llegar a pánico, cuando los aterrorizados se hacen aterrorizadores, terroristas. Entonces hay que echarse a temblar por la salud espiritual del pueblo, cuando una muchedumbre —turba, grupo, corporación, secta, partido, casta, clase o lo que sea— está a pique del pánico. Que puede ser retrospectivo, como aquel miedo que le entró en los Alpes a Tartarín, cuando se enteró del peligro que había corrido. En estos casos se desarrolla una infección de delaciones. Pretenden dirigir las actuaciones judiciales los delatores, que es algo parecido a si pretendieran dictar las sentencias los verdugos voluntarios. Y digamos de paso que si nos ha repugnado siempre la pena de muerte no es tanto por respeto a la vida del reo cuanto por creer que es inhumano mantener verdugos. En todo caso, que ejecute la sentencia el que la confirme; que el Poder ejecutivo se convierta en ejecutor. Pero por sí mismo. Que mate el que firma.
Acabamos de leer unas manifestaciones de la U. G. T. y el partido socialista de Sevilla, que nos han hecho temer por la salud espiritual del pueblo español. Piden la destitución de todos los funcionarios judiciales de Sevilla, la revisión de sus actuaciones y cosas así. Era más sencillo que pidiesen que se les entregue a los que ellos reputen culpables. Leyendo lo cual recordamos el aprieto en que nos puso no hace mucho un periodista extranjero al preguntarnos si había en España fervor republicano. A lo que hubimos de contestarle que ni sabemos bien lo que es eso ni conocemos termómetro para medirlo.
¡Cómo meditamos en estos días en fenómenos de la histeria colectiva que es el fajismo italiano! Donde ha resurgido lo de doctrinas ilegales. A tal punto, que hay italiano digno que ha tenido que desterrarse de Italia porque no le obliguen, a palos, a dar vivas a aquello que más quiere.
“Yo huelo a los monárquicos” —nos decía un cuadrillero—. Y le respondimos: “Pues alístese de perro policía, porque son los perros y otros animales así los que se guían por el olfato, que los hombres lo hacen por la vista y por el oído sobre todo.” La vista y el oído, los dos sentidos propiamente intelectuales, son los que nos dan la noción del espacio y del tiempo. O como ahora se enseña, del espacio-tiempo, del espacio temporal. O acaso tiempo espacial.
Y vamos, como descanso de tristes aprensiones, a detenernos en esto. Hoy se habla en física de espacio cuatridimensional. pues a la longitud —que da línea—, a la latitud —que da superficie—y a la profundidad —que da volumen— se une el tiempo, que da movimiento. Y a estas cuatro dimensiones las podemos llamar en castellano largura, anchura, hondura y holgura. Porque la holgura de movimientos supone, más aún que espacio, tiempo. Para moverse bien hay que tomar huelgo. Para resolver bien un asunto, y aunque apriete el caso, hay que ver a lo largo, asentarse a las anchas, valar a lo hondo, y para todo ello tomar huelgo.
“¡Sí, sí —se nos dirá—; vamos a andarnos con esas andróminas y mandangas en tiempos de guerra!” Porque ya hemos convenido —el que esto escribe, uno de los de tal convención— que estamos en estado de guerra. De guerra civil, se entiende. O, mejor que en estado de guerra, en pie de guerra. Pero los pies, si sirven para avanzar —y para retroceder—, no sirven para prender, que es obra de manos. Y en todo caso podemos convenir —convinimos ya—en esa declaración de guerra, pero sin estimar por ello que su consiguiente plan de campaña sea el más acomodado para ganarla. La revisa y la audiencia del caso de guerra actual se ha de resolver por vista y por oído, y éstos exigen holgura. O, como dice la gente, “dar tiempo al tiempo”. Frase de muy hondo sentido.
Ahora querríamos decir algo de eso de la juridicidad, palabreja algo hipócrita, pues no se atreven los que de ella abusan a hablar de justicia. ¡Juridicidad, no! Ni legalidad, sino justicia. Y sin adjetivo. Que la justicia no es republicana ni monárquica. Qué daño ha hecho aquello que se le atribuye a Goethe de que es preferible la injusticia al desorden. Doctrina que es precisamente la que invocó Caifas para pedir que el pretor Pilatos, el jefe de los pretorianos, hiciera crucificar al Cristo, fuese o no inocente.
Tiempos de guerra, sí; pero hay una ley de la guerra y hay justicia dentro de la guerra. Y dentro de la guerra no es humano, es inhumano, querer convertir a los soldados en verdugos. ¡Qué tristes enseñanzas se saca de la historia de nuestras guerras civiles del próximo pasado siglo! ¡Qué horror de represalias! Un pueblo que de un lado y de otro husmeaba sangre. Y que de un lado y de otro sentía inquisición. ¡Dios nos libre del trancazo espiritual!
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