El Sol (Madrid), 23 de septiembre de 1932
En nuestras andanzas por tierras de España para ir atesorando visiones españolas, otra vez hemos cruzado la soledad fecunda de la Mancha, reposadero y a la par acicate para el ánimo. Llano que nos convida a lanzarnos al horizonte que se nos pierde de vista según se gana, que no se pierde, en el cielo; que nos llama al más allá. Y es que el horizonte terrestre se funde con el celeste y se aúnan. Porque horizonte, la palabra griega, vale por definiente, limitante o lindante, es la línea lindera y lo es de cielo y tierra. Un lindero tanto une como separa dos términos. Y en la Mancha el lindero es común. La tierra sembrada en grandísima parte, de viñas que recogen luz —más que calor— solar para hacer, dulzor que se cuece, el jugo que será consuelo en el sueño de la vida. Uvas, y luego vino, morados, de este color a la moda neo-republicana, color al margen del arco iris, mestizo e impuro, que ni se distingue bien y que pronto se desvae y se vuelve lila y al cabo se destiñe del todo. Y que es muy discutible que sea el color castellano comunero.
De esta tierra, de esta Mancha, de un lugarón manchego, al romper del alba, cuando el sol iba a salir de la tierra, su reino de la noche, para subir al cielo, su reino del día, y cuando iba a brotar del lindero común, salió Don Quijote. Y al romper del alba, también mientras los niños de coro cantaban misa del alba, salió de tierra —¡cómo nos lo cuenta el P. Sigüenza, el jerónimo!— Felipe II en el Escorial. Otro solitario. Que solitario fue Nuestro Señor Don Quijote. Y solitario en el otro sentido, el de soltero. Tío y no padre; tío de su pobre sobrina, huérfana de padres. Sólo y solitario vio en sus mañanas de caza cómo los molinos de viento molían… aire. Y se perdieron sus ensueños en el doble horizonte. Y ahora cruzaba uno esta Mancha, la misma, soñando allendidades españolas. Y soñando también antigüedades prehistóricas, cuando esto acaso fue bosque. Después páramo, estepa. De vastos llanos así, de estepas asiáticas, salieron los conquistadores ante cuyos corceles se ensanchaba la tierra.
Otras veces, al cruzar estas tierras, habíamos pasado a la vista de Chinchilla, y la curiosidad se nos iba hacia aquella fortaleza —el penal—, que es todo lo que desde el tren se ve. Una sola vez la flanqueamos de cerca. Pero ahora entramos en ella, en la noble ciudad de Chinchilla de Monte Aragón, cabeza que fue de extremadura —esto es: de avanzada, de frontera—, y cabeza del marquesado de Villena, cuyo escudo heráldico sella cada uno de los viejos cubos de la muralla sobre que se fabricó, arruinando el castillo, el presidio. Porque Chinchilla se derrumba sin rumbo y más bien se vacía, se despuebla de almas. En sus caserones solariegos, blasonados, tras de las rejas vagan las sombras espirituales de los antiguos hidalgos de alcurnia, madrugadores y amigos de la caza, como Don Quijote, algunos, y los rótulos de algunas calles les recuerdan. Una de éstas lleva el nombre de Emilio Castelar, porque en una de sus casas se albergó, en visita a un amigo, el tribuno. Hay tradición de que también se albergó en Chinchilla San Vicente Ferrer, el apóstol levantino. Hay calles que trepan al morro del castillo, hasta en escalones, y podrían llamarse como una de ellas: calle de Tentetieso. Al pie de castillo, del penal, cuevas socavadas en el suelo y enjalbegadas a la moruna de modo que el encalado alegre la resignada miseria troglodítica.
En la plaza —allí la casa del concejo con la efigie, en piedra, de Carlos III— peso de largos olvidos. Nos acercamos a una pobre tenducha de los soportales, donde se vendía impresos y entre estos unos cuadernos o tomitos de una biblioteca llamada “galante”. Se nos subió al cuello el más agrio gusto quevedesco, lo más triste de nuestra picaresca. No es el trágico abrazo del amor y la muerte, sino el más trágico aún de la rijosidad y la penuria. Publicaciones así se cuelan, o a hurtadillas o a las claras, por nuestras ciudades, villas y villorrios y nos hablan de otro derrumbe. El pobre hidalgüelo venido a menos no se embriaga ya con libros de caballerías. Y aquí, en esta Chinchilla que se deshace, que se despuebla de almas, del barro de que se hicieron sus murallas, sus casas de tapial, del barro de que se hicieron también sus hombres, de esa arcilla, han hecho pucheros, ollas, obra de rústica alfarería, y tejas y ladrillos.
Desde Chinchilla de Monte Aragón a la nueva ciudad de Albacete, de la que sus hijos, más bien sus padres, dicen, no sin cierto orgullo, que no tiene historia, queriendo decir que no tiene arqueología. Los albaceteños hablan de Albacete como de algo que han visto hacerse, que ven cómo se sigue haciendo. Edificios nuevos de una modesta monumentalidad barroca y bancaria. En el de un Banco, gárgolas de erudición arquitectónica, sacadas de algún grabado, y que parecen reírse de la clientela. Corona al Colegio notarial una fornida jamona de piedra que representa a la Fe, pero no la de la virtud teologal, sino la de la notarial. Anejo a la ciudad, el Parque, pinar espacioso y bien plantado que alegra cielo, tierra, pecho y vista. En Albacete no hay el polvo de derrumbe de Chinchilla, a pesar de lo cual abundan los limpiabotas, menester tan típicamente español.
La Feria es, y merece serlo, el orgullo de Albacete. De ella ha brotado acaso la ciudad, una ciudad mercadera. Descendientes de aquellos antiguos trajinantes manchegos, de aquellos arrieros que animaban las ventas cervantinas, han hecho del mercado la urbe moderna, gracias, sobre todo, al ferrocarril que hace nacer nueva vida en poblados perdidos en medio del campo, sin río, en tierra a secas. Y en esta nueva ciudad un hasta suntuoso Instituto de segunda enseñanza, junto al fresco verdor del Parque, ahora en que casi todo español aspira, en vista ¡claro! de empleo, a hacerse bachiller. Que siquiera estos venideros Sansones, Carrascos no nutran sus ayunos y sus holganzas con rijosidades de bibliotequilla galante. Esperemos que se lo impedirán las sobrinas de los ingeniosos hidalgos de hogaño que van también, y en vista también ¡claro! de empleo, para bachilleras diplomadas. Triste sería que del barro tradicional de la fábrica de España tuvieran nuestros nietos que hacer no más que pucheros para el garbanzo y ollas ciegas para roñados ochavos. ¡Y adiós alquimia del Marqués de Villena, el de la leyendaria cueva de Salamanca, en que bordó sueños también Cervantes!
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