El Sol (Madrid), 7 de agosto de 1932
Sigue uno preocupado, desde que primero le hirió la idea, con la niñez de Don Quijote, no de Alonso Quijano el Bueno. ¿La tuvo aquél ? ¿Puede ser infantil el quijotismo? ¿Fue niño alguna vez Don Quijote? Nos dice Cervantes que frisaba el hidalgo en los cincuenta, y nos hacemos a la idea de que a esa edad nació. ¿Es que no se propusieron los atormentados comentadores de las Sagradas Escrituras la cuestión, para nosotros absurda, de la edad a que creó Dios a Adán? O dicho en luminosa paradoja: de qué edad nació Adán. Ociosas cavilaciones para los que carecen de entendimiento de espíritu; pero para los espirituales, no para los intelectuales, para ellos... Teresa de Jesús y su hermanito, niños aún, sueñan caballerías a lo divino, pero más como santos que como héroes. Porque si el santo apenas si tiene más infancia, el héroe apenas sí la tiene. Aunque, ¿cómo separar heroísmo y santidad? Y la bondad de Alonso Quijano el Bueno elevóse alguna vez a santidad en Don Quijote.
El capítulo XVIII del Evangelio, según San Mateo, nos cuenta de cómo cuando le preguntaron a Jesús sus discípulos quién es el mayor en el reino de los cielos, llamó a un niñito, lo puso en medio de ellos y dijo: “De veras os digo que si no os volvéis y hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos; quien se rebaje como el niñito éste, ése es el mayor en el reino de los cielos.” Así el santo; pero el héroe ha nacido para conquistar reinos de la tierra. Pero el que conquistó con su vencimiento Don Quijote, ¿fue del cielo, o de la tierra? ¿Y fue reino? Acaso el que está entre cielo y tierra.
Y como hay hombres que parecen no haber tenido niñez nunca, hay pueblos lo mismo: pueblos que parecen haber nacido adultos, bien maduros, tal vez pasados, a la Historia. Pueblos de una gravedad que proviene de madurez prematura, de premadurez. ¿No os ha sorprendido, lectores, el estrecho lugar que llenan y el escaso papel que juegan los niños en la literatura castellana? El teatro, desde luego, los esquiva. Venid al último clásico castellano —que lo era—, a Galdós, y ved que, en contraste con Dickens, tantas veces su modelo, apenas si aparecen —y cuando lo hacen es esfumados— los niños en su obra. En la que no hay recuerdos de su propia niñez ni de la Gran Canaria. Parece como si los hubiese olvidado.
Y hay en cambio pueblos, como individuos, que parecen vivir apegados a su niñez, envueltos en un complejo de infantilidad, que podría decirse. Pueblos que un nuestro amigo llama folklóricos. Y que recuerdan en el respecto limpio y honesto lo que se ha llamado el complejo Edipo. En nuestra villa natal había un sujeto a quien se le llamaba Amagazlo, que en vascuence quiere decir “duerme con la madre”. Lo que llamamos un amadrado. ¡Y hay tantos que no saben despegarse de maternidades espirituales! Excelente cosa para poder entrar en el reino de los cielos históricos; pero, ¿para conquistar el de la tierra también histórica? ¡Ay de los pueblos que se creen muy antiguos, que se creen milenarios, porque se sienten niños! Y padecen complejo de infantilidad. Con todas las acciones y todas las pasiones de los niños. Y hasta una cierta dosis de cándida malicia pueril. Pueblos que cifran la política en danzas, canciones, trajes, ceremonias, festejos, liturgias y juegos de toda clase de infantilidad.
Este comentarista dijo una vez, a propósito del “aplec” de la protesta que presenció en Barcelona —¡y qué profunda impresión le causó!—, esto que allí, muchos no han olvidado: “Seréis siempre unos niños, levantinos. Os ahoga la estética.” Y esto lo dijo como si hubiese una voz que le salía de la entraña cantábrica —mejor, vascona—, siendo así que son dos infantilidades marinas o costeras. ¿Será la mar la que da infantilidad a un pueblo, y será la tierra, la tierra pura, escueta, la que le da ascética madurez? ¿No sería acaso la llanura manchega, el páramo castellano, el que hizo que Don Quijote surgiese ya más adulto y sin niñez?
Comparad al griego y al romano, a Ulises y a Remo y Rómulo, los criados por la loba. El romano, aunque nacido cerca del mar, es de tierra adentro; el griego, sobre todo el de las islas, es marino, y como el mar, ondulante. Y hasta sus lenguas: el griego es movible y cambiante como la mar; el latín, fijo y recio como la tierra. Y los grandes conquistadores, aunque hayan partido de la costa y hasta nacido y criádose en ella, proceden de linaje y abolengo de tierra adentro, de la meseta o de la sierra. Así cruzaron el océano Cortés, Pizarro, Orellana… Los otros, los costeros de raza, no conquistan, colonizan. Se hacen colonos y coloniales. Hasta en su propia tierra costera suelen formar colonia.
Y todas estas divagaciones de esa fantasmagoría que se llamó en un tiempo filosofía de la Historia, y a la que ha desplazado la hórrida sociología, le llevaron a uno a meditar en la última aventura de Don Quijote, cuando al borde del mar latino, mediterráneo, venció y vencióse con su vencimiento, que fue su victoria. La niñez espiritual se acaba en el hombre cuando descubre la muerte, que hay que morirse, al anunciársele la pubertad —¡qué bien lo sabía Leopardi!—; pero Don Quijote, que no tuvo niñez, sintió desde su principio la muerte. Y la sintió en forma de gloria, en forma de inmortalidad. Don Quijote, como su pueblo, sintió la inmortalidad de la muerte. Y Teresa de Jesús pudo decir lo de “que muero porque no muero”. En cambio, los pueblos niños, aunque sepan con el entendimiento —pues no son necios y algunos suelen ser inteligentísimos— que se tienen que morir, no lo creen con el espíritu. Y en todo caso, mientras nos dure la vida...
Y se siente uno sumido en un mar, no en una tierra, de confusiones. Y no llega a unanimidad consigo mismo. Que un individuo solo, aislado, puede no ser unánime si tiene más de un alma. Y ocurre que tenga un alma marina y otra alma terrestre o serrana. Y otras más. Y que luche en él la santidad con el heroísmo; que todos, en una u otra medida, tenemos algo de los dos.
Y después de todo esto, ¿hay una niñez quijotesca? Porque no tratamos de hacer un programa político. Ni todas estas divagaciones son pragmáticas, sino más bien prologales, que es muy otra cosa.
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