El Sol (Madrid), 3 de julio de 1932
Tengo que remachar lo de la svástica, y perdone el lector que lo encete con observaciones de orden sobrado individual y en primera persona del singular; pero es que un paisano mío que cree saber algo de mi propio linaje me pregunta por el jugo de mi raza. Es que ha leído un libro mío, editado en la Argentina en 1927 —y que va a aparecer traducido al francés—, titulado Cómo se hace una novela, y en que presento un personaje al que di el nombre de Jugo de la Raza, jugando con dos de mis apellidos. El de mi abuelo materno, José Antonio de Jugo, nativo de Ceberio, en el valle de Aratia, de Vizcaya, pero procedente, según papeles que conservo, del caserío Jugo, en el barrio Aperribay, de la anteiglesia de Galdácano, que está sobre el río Ibaizábal o Nervión, y el de mi abuela paterna, Josefa Ignacia de Larraza, apellido éste que, como Larra, Larraga, Larreta. Larrea, Larrazábal, Larramendi y varios más así, deriva de “larra” que significa pradera de pasto. Luego me permití con esos dos apellidos, en que para nada entran las voces castellanas jugo y raza, hacer un juego de palabras. Aquí, en este mismo diario, escribe un colaborador asiduo que lleva en sus venas el mismo “jugo” vizcaíno que el de las mías.
Ese paisano mío, poco satisfecho con mis observaciones respecto a lo que suele llamarse la limpieza de sangre, me viene a volver a darle vueltas a la concepción racial que he llamado zootécnica o de ganadería, y entra a la vez en lo que podríamos llamar “limpieza de verbo”, o sea purismo lingüístico. Que no es lo mismo que casticismo, dado que la casta puede no ser pura, sino mestiza, y dicen que cuando el mestizaje se hace entre razas afines el producto gana. En Alemania se ha observado la excelencia de los mestizos de germano y eslavo. Y los pueblos dominadores, señoriales, imperiales, han solido ser pueblos amestizados. Y tenemos la impresión de que los celtíberos fueron superiores a los celtas puros y a los iberos puros, si es que los hubo. Casticismo, pues, no es lo mismo que purismo, y los que se empeñan en depurar una lengua limpiándola —lo que no es limpieza— de expresiones advenedizas, suelen quitarle casticidad. Y expresividad. Cultivar lo diferencial de una lengua es empobrecer su universalidad, su integralidad.
Debo recordar a este propósito una frase de un catalán ya difunto, amigo mío, hombre de gran ingenio mediterráneo, Jaime Brossa, que dijo que el vasco es el alcaloide del castellano y la frase logró cierta fortuna. Y alguna vez ha sido recordada con motivo de Íñigo de Loyola. Quien pensó —y por tanto sintió— su fe cristiana y católica en castellano universal, de Castilla la Vieja, y no en el éusquera o vascuence del pie del Izarraitz —esto es, Peña de la Estrella—, donde se asienta, entre Azpeitia y Azcoitia, el solar de Loyola. Y así, en lengua universal o católica, pudo pensar una religión universal o católica. Y fundar luego una Compañía universal.
Y pensando en la frase de mi malogrado amigo Brossa, castizo mediterráneo, he pensado alguna vez en si así como los vascos aparecemos como alcaloide del castellano, así no será el aragonés el alcaloide del catalán universal, no del diferencial. El aragonés, el almogávar pirenaico e ibérico, esto es, el del Ebro, el que sobre todo después del compromiso de Caspe ha tomado la representación de la integralidad que, sin impropiedad, podríamos llamar catalana o lemosina. Y en el respecto de la lengua conviene recordar que Rodrigo de Borja, el Papa Alejandro VI, natural de Játiva, en el siglo XV, como ahora, de lengua lemosina, valenciana, propiamente catalana, y su hijo César, los famosos Borgias de Roma, hablaban entre sí, no en el romance lemosín, mediterráneo, de Játiva, sino en castellano. En un cierto castellano aragonés. Y que nada nos ha parecido más ridículamente diferencialista que ver traducida al catalán La barraca, de Blasco Ibáñez, valenciano hijo de aragoneses, que en castellano pensó, sintió y escribió sus novelas. Y he pensado también si en Navarra, ibérica —esto es, del Ebro— y pirenaica, se dan las manos espirituales los dos alcaloides, el alcaloide vasco del castellano y el alcaloide aragonés del catalán, y se une el espíritu de las mesetas al de las costas levantinas. Acaso es en Navarra, en la patria de Francisco Javier, donde mejor se ha sentido la integración española, al pie del Pirineo y a orillas del Ebro. ¿Y se le va a ocurrir a nadie que los vascos de Estella, verbigracia, sean menos vascos porque no piensen en el vascuence de Azpeitia, en el que acaso tampoco pensó, lo que se llama pensar, Íñigo de Loyola? No: como a nadie se le ocurrirá suponer que los asturianos, que han olvidado el bable, sean menos asturianos que los gallegos, que aun conserven su gallego, sean gallegos. Esos aragoneses, esos navarros, esos asturianos siendo más universales, más integrales, son tan propios, son más propios que los otros. Que así como hay quien se personaliza por su impersonalidad —y es nota genial— hay quien se diferencia por su integralidad, por su universalidad. Y ésta ha .sido la fuerza del genio castellano, su universalidad. Y por esto no ha sabido sentir diferencialidades. Ese ha sido el jugo de su raza, la savia de su linaje universalista.
Y en cuanto al mío, al jugo de mi raza, al de mi Jugo y de mi Larraza —y de mi Unamuno, ¡claro!—, no lo he sacado de mis cuarenta años de vida castellana, salmantina, sino que llevé ese jugo a Castilla, a la cuenca del Duero, desde la estrecha cuenca vascongada por donde corre el Izaizábal, el Nervión, en que se mira el caserío Jugo.
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