El Sol (Madrid), 7 de julio de 1932
¡Bienaventurados los que nunca se han sentido en contradicción consigo mismos! ¿Bienaventurados? ¡No! Que no cabe bienaventuranza en el reino del limbo. Ni vive vida, verdadera vida humana —acaso más que humana—, quien no lleva en sí todo un pueblo en perpetua guerra civil. ¿Pues qué le da a uno empuje para contradecir eficazmente a un adversario sino sentir las razones de este adversario mejor aún que él las siente? Esto el que lleva en sí a los dos adversarios, al que él en el momento representa y al otro. ¡Lleva uno en sí tantos!... Y fracasados. Lleva en sí todos sus ex futuros, todos los posibles que fue dejando en las bifurcaciones y encrucijadas de su camino, cuando tuvo que tomar una senda renunciando a todas las demás. “¡Ah, si entonces yo...!”, se dice. Pero hay que atenerse, no a aquel entonces, sino a este ahora. Que al punto pasa a ser entonces. ¿Y no te duele, lector, que venga otro a hacerte, medrosa y comedidamente, objeciones que te haces tú a ti mismo osada y descomedidamente? Algún día tengo que escribir el apólogo del lobo que llora al tener que devorar a una oveja de que está enamorado, y al llorar se siente ovejizado. Mas, a pesar de todo, no, no hay bienaventuranza en no sentirse en contradicción consigo mismo, en no sentir dentro de sí la guerra civil de la muchedumbre que le hace a uno. Ese bienaventurado sería un simple, no un entero; un puro yo, un individuo en el sentido más literal, un indiviso; más: un indivisible, un átomo, un nadie. Un puro consecuente.
Un día, un sedicente tradicionalista me dijo: “El que no cree en la otra vida, la de ultratumba, no cree en España.” Y yo, sin responderle —¿para qué ?— me pensé: “¿Y qué es creer en la otra vida? ¿Qué es creer en España? ¿Qué es creer? ¿Y si uno no cree en sí mismo? ¿Ni en sus ideas? ¿Suyas? ¿Son nuestras o nosotros de ellas? ¿Autonomía? Nadie se da la ley a sí mismo...” Y volví a mi lucha, que es mi creencia. Creer es luchar. Pero esta lucha, esta automaquia, ¡cómo cansa! Y para mantener la guerra hace falta en ella, dentro de ella, paz. ¡Paz, sosiego, descanso!, sueño para alimentar la vida. Y unidad que es paz, para mantener la diversidad, que es vida. Y esa paz, esa unidad, esa concordia consigo mismo, esa tregua de la propia contradicción, ¿dónde hallarla? ¿Dónde? En la naturaleza, en el campo.
Horas divinas en que en la cumbre de una montaña rocosa, al pie de un aliso, junto a un arroyo claro, en medio del páramo, en un rincón de costa, sobre la madre tierra y bajo el padre cielo se encuentra uno, uno y unido, y hasta único. Y se siente uno todos los que uno es. Se siente uno hijo, hijo del mismo cielo y de la misma tierra, y todos los que uno es se sienten hermanos, y se siente uno hermandad, y unidad. Y descansa. Y mirando uno al cielo azul, sin nubes, nuestro divino espejo, lo ve desempañado del vaho de lágrimas que, de ordinario, le empaña. Y lo mismo da que sea en cumbre de sierra que en recodo de soto de valle, que en medio de páramo, que en rincón de costa, pues todos los paisajes, como todos los lenguajes, son apaciguadores y hermosos. He gustado todos los paisajes de nuestra España, como he gustado sus lenguajes todos: he sonado el páramo palentino en la cumbre de Gredos y he soñado la cumbre en el páramo; la mar, tierra adentro, y tierra adentro, la mar. Y he compadecido al hombre simple que no vive fuera de su escondrijo. De aquel escondrijo donde se esconde de sí mismo.
Hace unos días, buscando unas horas de paz, de sosiego, de unidad de mí mismo, pasé por la ciudad de Segovia, la de aquella arpa de piedra del acueducto —es expresión consagrada ya— en que tañen los siglos sus recuerdos de eternidad. Pasé porque el destino de todo luchador —sobre todo el automáquico— es pasar. Entramos, todos los que soy, más un amigo que nos acompañaba, en el santuario de la Virgen de la Fuencisla, y nos detuvimos ante aquella reja que ofrendaron los del gremio de cardar y apartar; un momento volaron sobre nosotros recuerdos de los Comuneros, y otros más remotos, de Enrique de Trastámara, y salimos, y por la alameda nos acercamos al Eresma y a su frescura natural. Y recordé otra tarde en que, a orillas del Bidasoa, estuve viendo temblar en el agua un reflejo, un chopo, y con dos temblores: el que la brisa le daba a las hojas y el que les daba el rizo de la corriente del río. Encima del Eresma se alzaba, grabada en el cielo, la ciudad de Segovia. ¿Se alzaba? ¿Era una ascensión? ¿No era más bien una asunción?
Ascensión es la del que asciende, la del que sube por su propia virtud, tal la del cuerpo resucitado del Cristo al cielo. “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, se alzó y una nube lo recibió en sus ojos.” (Hechos de los Apóstoles, 1, 9). ¿Se alzó o fue alzado? No está claro. En cambio, cuando se trata de su madre, de la Virgen María, es que su cuerpo fue asumido por el cielo, que el cielo se lo asumió, y por eso se le llama Asunción. ¿Cabe distinguir bien una ascensión de una asunción? ¿Cabe reconocer cuándo uno asciende y cuándo es asumido? ¿Cabe separar la acción de la pasión? Y viniendo a estas nuestras gloriosas ciudades españolas, naturales y nacionales, talladas en roca de nuestras sierras o amasadas con barro cocido de nuestra tierra, ¿cabe distinguir si asciende al cielo o es que el cielo se las asume? ¿Queréis decirme si Ávila de Teresa de Jesús puja al cielo, o el cielo la tira a sí? Estas ciudades, que cuando viene el peregrino, o siquiera el turista —peregrino del arte— no las ve hasta que está al pie de ellas, y de pronto se yerguen, ascensionales o asuncionales. Y se yerguen diciendo paz, sosiego, unidad. Y lo dicen con sus recuerdos de lucha. ¡Y cómo nos hablan de la entrañada y entrañable comunidad natural humana esas ciudades de los comuneros nacionales!
Para la paz interior de uno, para su unidad, para el concierto, en tregua, de la muchedumbre que en uno pelea, sumersión en la tierra y en el agua y en el cielo comunes de España, pero... ¡son los otros, son los otros, los que no son uno! Y alejándose uno de la muchedumbre de fuera, de los otros, de su sociedad, para encontrarlos más íntimamente en la soledad dentro de sí mismo, sale, sube al campo. ¿Asciende o es asumido por él? ¿Ascendía uno al cielo de España o era asumido por este cielo? ¿Pujaba uno a la España celestial, común, o era atraído por ella? ¿Ascendía un libre albedrío o era asumido en gracia?
En todo caso, descanso de paz, de unidad, de comunidad. Para poder volver luego a forjarse y refregarse en guerra civil íntima. ¡Y ésta sí que es disciplina! Disciplina de disciplinazos. De los que uno se los aplica encerrado en la gran celda de la asunción nacional; celda de soledad.
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