El Sol (Madrid), 9 de octubre de 1932
¿Por que no hemos de poder tratar alguna vez, lector amigo ―o enemigo, que es igual―, de nuestras relaciones mutuas, de nuestro modo de entendernos recíprocamente? No ya del contenido. Sino del continente. Que esto por ser periódico, es ya costumbre. Y más que recibo de vez en cuando cartas con avisos y amonestaciones, y que diga de esto o de lo otro, o que no diga de ello, o que de otra manera. Alguno, que en lenguaje liso y llano. ¿Liso y llano? ¿Qué es eso? ¿Y para qué? ¿Para no tener que mirar al suelo por miedo de tropezar? ¡Quia, no! ¿Empavimentar el artículo con lugares comunes, tópicos y frases hechas de modo que la atención pueda dormirse? ¿Que no encuentre el lector más que lo que esperaba encontrar?
Y luego, para entre nosotros, estoy harto de conferencias y desearía poder no dejarme arrastrar a hablar en público. Porque ¡me es tan penoso tener que ir al paso de la atención del oyente o repetir y alargar lo dicho! ¿Del oyente? Del oyente, no, sino de los oyentes, del auditorio, que es lo malo. Que no se habla a cada uno de ellos, sino a la masa. Y una masa de hombres se compone de hombres de masa, macizos, aunque luego, separados ya, vuelvan a ser cada cual el que por sí mismo se es. En cambio, aquí nos las hemos, lector —no lectores—, entre nosotros dos solos, y si no me entendieres, déjalo, déjame, que no me quedaré solo. Y sé que el dejarme provendrá en ti, no de dejamiento —¡cuánto lo ponderaban nuestros ascéticos!—, sino de dejadez.
Y puesto a confidencias, ¿sabes lo que me pasa ya cuando tengo que hablar —tener que, ¡terrible cosa!— en público? Pues que me quito las gafas —lo que empezó para poder leer el guión de notas— para no ver sino una masa confusa, una verdadera masa, para que no me distraiga ni desvíe la cara personal de uno cualquiera de los que me oyen, y poder así dar un tono impersonal, oratorio, lo menos lírico, lo menos confidencial, a lo que diga. Y entonces me quedo fuera de mi elemento propio, en eso que llaman lo objetivo. Un predicador que yo conocía solía decir que el que se dedica al púlpito tiene que dejar el confesonario —y a la vez, el que se dedique a éste no servirá para aquél, supongo—, y esto, lo que vengo haciendo aquí, es confesonario. Es a cada uno de vosotros, lectores amigos —y alguno enemigo—, a quien me dirijo. Y si tanto de mí mismo —aunque alguna vez me llame “uno”, en vez de “yo”― hablo es porque a ti mismo, lector, y no a otro me dirijo. Y así contesto a cartas privadas vuestras, a avisos, a amonestaciones, a preguntas, a objeciones. Y me evito el contestarlas también por mi parte privadamente. Como tampoco a entrevisteros o entremetidos, pues no quiero que se entremeta nadie entre tú y yo, ni que haga de truchimán. No, nada de que me traduzcan. ¿Que no me entienden bien? Pues aprende mi lengua, nuestra lengua, o déjalo. Y si la aprendes, si la aprendemos de consuno, deja que así, al desgaire, desencadenemos —esto es, libertemos— lugares comunes para hacérnoslos propios. Y propio el sentido común.
Y a éste último propósito, alguno de vosotros me ha preguntado que si lo que más me propongo es hacer lengua y más buscar la expresión que lo expresado. ¡Pues claro! Pero es que lo expresado es la expresión misma. Y así, busco por mis esfuerzos para expresarme el que tú, lector, te esfuerces por expresarte, acaso en contradicción conmigo. Y expresarse es exprimirse. Que te exprimas, pues. Y hacernos lengua común es hacernos comunidad y comunión. Y trabajando uno en hacerse lengua para otros, se hace a sí mismo y se enriquece y acrece para enriquecer y acrecer a otros, a los que le oigan. Que la lengua es caudal común, y quien la mejora mejora a la comunidad. Y ¡si supieras, lector amigo, lo que es este empeño y menester de aclarar, fijar y acrecentar el modo de entendernos! ¡Si supieras bien lo que es este oficio de escritor público cuando es algo más que ganapanería? Oye uno para poder hablar, lee para poder escribir, esto es, consume para poder producir. O, mejor, se consume para poder producirse, y se produce para recobrarse a sí mismo de la propia consunción. Y cuenta que producirse es reproducirse, reproducirse en otros, y siempre con el hipo de poder dejar en la vida común de este mundo, en su historia, rastro y reguero. ¿Y cuál mejor modo de ir haciendo y rehaciendo este nuestro bien común que es la lengua con que nos entendemos? Créeme que los que hagamos lengua haremos pensamiento y sentido comunes.
¿O es que quieres que venga acá a ofrecerte soluciones? ¡Dios me libre y Dios te libre de ello! ¿Soluciones, y sobre todo eso que llaman soluciones concretas? No es mi menester ni mi empeño el ofrecértelas. Yo no vengo a proponerte soluciones, sino a ayudarte a que pongas claridad y densidad en tus propias cavilaciones, si es que las tienes. Y si no las tienes, peor para ti. Yo vengo a presentarte visiones, y previsiones, y expectaciones, y a que, merced a mi obra, trabajes en ellas. ¿A que te dé ideas? Nadie da a otro ideas, sino, a lo sumo, le ayuda a que se las dé él a sí mismo. ¿Y cómo? Estimulándole a que se exprese. Y si Sócrates se llamaba a sí mismo partero —hijo de partera fue—, es que con sus exámenes obligaba a sus oyentes a que parieran, es decir, a que expresaran, sus propias ideas, las que, de sus propias sensaciones se les cuajaban. Fue partero y escultor, que es lo mismo. ¿Crees, por ejemplo, lector amigo, que te voy yo a dar la idea de República? Que no la tienen los más de los que se dicen, por decirse algo, republicanos. No; él contenido expresivo de esa palabra, república, en general, sin más que un valor sentimental, y aún menos, ritual, tienes que buscártelo tú mismo. Como no quieras que sea el santo y seña de una clientela.
Y todo esto, al fin de cuenta, es que conversando así —y conversar es convertirse, como expresar es exprimirse— nos hagamos del lenguaje común, que es la verdadera patria de nuestros espíritus, algo vivo, en creación y re-creación continua. ¿Te parece poco, lector amigo? Y basta de confidencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario