El Sol (Madrid), 9 de septiembre de 1932
Esto, lector, no va a ser un comentario, sino... ¡Aunque... bien!, sigamos. Todo menos perdernos en una actualidad anecdótica. Y eso que están excluidos los nombres propios. ¡Chismografía..., no! Para librarse de lo cual este comentador suele refugiarse en la lectura y reflexión de obras que traten del mundo de los átomos o del mundo de las estrellas, como, pongamos por caso, la de A. S. Eddington sobre la naturaleza del mundo físico, en que se acerca uno a los dos infinitos de que decía Pascal. Y ¿no es para devanarse los sesos —que es perder la cabeza— leer que 1027 —10 elevado a vigésima sétima potencia— átomos forman el cuerpo humano, y 1028 —10 multiplicado veintiocho veces por sí mismo— cuerpos humanos dan material para una estrella? Después de estos ejercicios intelectuales —espirituales— ve uno a otra luz este mundillo —sobre todo el político— en que, por deber cívico, tiene que moverse. Se lo ve “sub specie aeterni”. Y perdón por el consabido latinajo.
Cuando rendidos los párpados al peso del día empieza uno a pregustar la libertad del sueño que se le va allegando, a esa hora sagrada de la imaginación sin freno ni espuela, es cuando solemos descubrir la hondura ideal del cercano pasado y del remoto. Es el momento de las adivinaciones y de las revelaciones. Es la hora del cinematógrafo íntimo, del teatro de las sábanas blancas, la hora de la magia, la hora de la vida es sueño. ¡Y qué de descubrimientos se hace entonces! Es que la pasión se acalla, y con las informaciones —deformaciones— de los diarios se hace trasformaciones para el porvenir. Constrúyese un mundo con líneas y colores, otro con sonidos y acentos o entonaciones. Pero no, porque esa mundo del portal del sueño no tiene ni líneas ni colores, ni tiene sonidos ni entonaciones, sino que es invisible y silencioso. ¿De veras? Se trasforma en mundo de sombras y de ecos, de sombras vagas y de ecos soterraños. Es la mágica hora sagrada de la puesta de la conciencia en que se oye aquel susurro de Dios de que nos habla la Biblia. El contorno cortante que separa a unas cosas de las otras se disuelve en un nimbo ondulante que las aúna.
Es la hora del llamado examen de conciencia, en que el comentador de oficio se entrega a la revista íntima de lo que ha presenciado durante el día y lo consulta con la almohada. Se ve uno a sí mismo como si fuese otro. ¿Se llega así a un juicio objetivo? ¡Quiá, ni por pienso! Porque eso de juicio objetivo es uno de los desatinos mayores que han logrado inventar las pobres gentes. Un juicio, y un juicio de valores como es el que se refiere a cosas de historia, actual o pasada, es siempre subjetivo. Lo hace el sujeto como tal sujeto. ¿Objetividad de juicio? ¿Imparcialidad de juicio? Vaciedad, y no otra cosa. Pero en la hora mágica del portal del sueño las figuras se barajan en uno, y no es uno quien las baraja. Es un poema inspirado —mejor: respirado—, y no es uno quien lo hace, quien lo crea, sino que es él, el ensueño, el poema, quien se hace en uno. Y así alcanza una subjetividad impersonal.
¡A qué otra luz se ve entonces a todos aquellos pobres hombres con quienes uno —pobre de él— convivió durante el día! ¡Qué concordialidad para con ellos le brota a uno entonces! Especialmente con referencia al mundillo político y a sus luchas y competencias de partido. El que esto os dice le decía una tarde a uno de nuestros más famosos caudillos políticos que las pasiones que dividen a los partidarios de una y de otra política no son sino tortas y pan pintado junto a las que dividen a los literatos, junto a las rivalidades y celos y envidias que separan a los escritores y a los artistas. El ansia de poder no envenena como el ansia de gloria. Y a las veces hemos podido columbrar que bajo una enconada rivalidad política lo que hay es una rivalidad literaria. Cierto es que tenemos conciencia de que se deja más hondo y duradero cuño en el alma del propio pueblo con una obra de arte que con una obra de gobierno. Cuando ésta no es, como suele a las veces serlo, a la vez obra de arte también. Que hay política creativa, o sea poética. Que es la verdadera política, porque lo otro es administración. Y así ha podido hablarse de escultores de pueblos, de forjadores de naciones.
El arte popular, hondamente popular, entre nosotros es el teatro, ¿y hay quien crea que en el pasado siglo XIX hubo una medida cualquiera de gobierno que contribuyó a formar o reformar o trasformar el alma de nuestro pueblo más que algunas de las obras de teatro que formaron época? De aquí que la historia literaria es más interna —ateniéndonos a la consabida división de historia interna y externa— que la historia política. La historia literaria es la historia íntima, es la historia de cómo los hombres se soñaron a sí mismos. Y, sobre todo, en el teatro.
Ved cómo, cuando, rendidos los párpados al peso del día que pasa, con su pasajera actualidad empieza uno a pregustar la libertad del sueño que se le va allegando, a la mágica hora sagrada de la imaginación sin freno ni espuela de la puesta de la conciencia, la de las adivinaciones y revelaciones, se le alza a uno dentro el teatro, el de la vida es sueño, y ve uno a su verdadera luz a sus colaboradores en el mundillo político, y los ve y los siente con la más honda confraternidad, co-humanidad, y se doblega uno al todopoderío del gran Maese Pedro de la Historia, que es el gran Empresario del Universo.
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