El Sol (Madrid), 1 de septiembre de 1932
Un recuerdo le hizo a uno encaminar sus pasos —romero de la historia— al antiguo santuario de Nuestra Señora de Atocha, donde hace ya medio siglo visitó el sepulcro de Prim. En el lugar mismo en que cadáver reciente fue a verle el último día del año 1870, el rey D. Amadeo de Saboya, hijo del que coronó la unidad de Italia. La víspera había éste desembarcado en Cartagena y había sido asesinado el caudillo de la Revolución. ¿Por quién? En rigor, por el entonces embrionario cantonalismo que en Cartagena culminó luego.
Allá enderezó uno sus pasos, al Pacífico; ¡qué nombre! El monumento a Yara del Rey y los héroes del Caney —que no ha olvidado—, y en el pedestal, con letras rojas: “¡Viva Rusia!” Y luego la nueva basílica, que nos era desconocida. Por sugestión, sin duda, del nombre basílica, la han fabricado de un presunto, presumido y presuntuoso estilo bizantino. ¡Bizantino y en un arrabal de Madrid! ¿Y el viejo santuario, el que buscábamos? Lo derribaron en 1901, y ya, ni ruinas. Era de Nuestra Señora de los Atochales o de Atocha, es decir, del Esparto, templo de dominicos, donde éstos dicen que se enterró a fray Bartolomé de las Casas, el apóstol de los indios occidentales. Y donde se guardaban las banderas de los ejércitos que lucharon contra el turco, o en América, o en África, o los de la Independencia.
Entramos en aquel panteón, que dicen ser nacional, de hombres ilustres. De caudillos, de políticos y de víctimas. Allí Palafox y Castaños, los de la Independencia; y Ríos Rosas, y el marqués del Duero, el de nuestra guerra civil; y con Prim, el de África y América, el que cayó a las puertas del Congreso, las otras tres víctimas: Cánovas, asesinado veintisiete años después en vísperas del ya mítico 98, y Canalejas, quince después, en 1912, y nueve más tarde Dato, en 1921. Y allí también Sagasta, que se murió en la cama, y eso habiendo estado, de joven, condenado a muerte. El guardián de ese panteón bizantino recita la retahíla de cajón, sin que falte lo de que los ingleses darían no se sabe cuánto por aquel obrero que figura al pie de la estatua yacente de Sagasta. El sepulcro de Prim es el que es de iglesia española, el que recuerda los de nuestras catedrales.
Al salir del panteón para ir al santuario, columbramos a lo lejos, en la desnuda campiña, el Cerro de los Ángeles, el que pretende ser el ombligo topográfico de España, donde se alza el monumento al Sagrado Corazón de la Compañía de Jesús. El sol, un sol de justicia, le percudía. Y entramos al santuario queriendo recordar el que hace medio siglo habíamos visitado. Sólo queda la imagen de Nuestra Señora, la de Atocha, la del Espartal. Una imagen de Virgen española, castellana, morena, de color de tierra quemada. No sabemos que fuera nunca verdaderamente popular en Madrid, como lo es la Virgen de la Paloma, Virgen de verbena de barrio, de barrio de menestrales y artesanos. Virgen manola, madre del Manolo. La de Atocha, la del espartal, se hizo palaciana, como la de la Almudena, la de las praderas del Manzanares. Hoy la ciñe, no un barrio de menestrales, sino un arrabal de obreros, debido al ensanchamiento de la urbe metropolitana.
A este santuario solía ir la familia real los sábados, a rezar una salve, allá, adonde se reservaba último descanso a las víctimas de la lealtad monárquica. Allá se iba la familia real, bien escoltada a unir sus rezos a los que, en latín cantado, gemían y lloraban en este valle de lágrimas —gementes et flentes in hac lacrimarum valle—, y pedían a Nuestra Señora del Espartal que después de este destierro nos muestre a Jesús. ¿El del Cerro de los Ángeles o el otro? Después, esa visita de salve era al Buen Suceso. Buen Suceso dice otra cosa que Atocha, y el lugar no es tan netamente manchego, tan escuetamente terreno.
Y allí, en la basílica de la litúrgica salve cortesana, pasaron sobre uno las visiones de esa pesadilla de Dios, que es la historia de nuestro siglo XIX, desde la guerra de la Independencia, desde Fernando VII, que tiene en Atocha su recuerdo —Palafox, Castaños—, y luego la Revolución de septiembre —Prim—, y luego la primera carlistada, de que uno fue testigo —niño vio, subido sobre un banco, entrar en Bilbao, a levantar el sitio, al marqués del Duero, que poco después caía muerto en el campo de batalla—, y luego la Restauración —Cánovas y Sagasta—, y luego la Regencia, y después el reinado del último rey de España, con Canalejas y con Dato. En aquel panteón bizantino en que no hay restos de un artista, de un literato, de un hombre de ciencia, de un inventor, de un gran industrial; en aquel panteón de caudillos militares, y sobre todo de víctimas, nos llegaban los ecos de la salve. No del Te Deum, ni del Dies irae, los de la Salve, Salve a la Reina y Madre de Misericordia. ¿Cómo a esos que gritan, sin saber lo que gritan, “¡Viva Cristo Rey!”, no se les ocurre gritar “¡Viva la Virgen Reina!”? Porque esto tendría muy otro sentido. Y muy otro sentimiento.
Nos volvimos al Madrid de la Virgen de la Paloma, de la paloma de paz, de la paloma inmaculada, sin mancha de sangre, pensando en los que esgrimen la cruz como martillo para machacar infieles; pensando en la vida, en la dulzura y en la esperanza; pensando en el culto que el pueblo, eterno niño, rinde a la Madre. Y ya abatido el día mirando a la estrellada de sobre la soledad del campo, se percata uno de que toda aquella pesadilla de Dios se fue en un: ¡Amén! Así pasa la pena del mundo. En un: ¡Así sea!
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