El Sol (Madrid), 14 de julio de 1932
Sacándole de ese mercado y trocadero de opiniones —que no de ideas— llévale a uno otro menester público a por donde transitaba, estudiante, hace medio siglo, en rolde a la Universidad llamada Central. A respirar frescor de recuerdos. No había uno entrado, antes de como disputado, más que dos veces en el Congreso de ellos, y ninguna siendo estudiante, en la era de Cánovas y de Sagasta. Ni siquiera leía entonces en los diarios las sesiones de Cortes. Y ahora, al recorrer aquellos barrios, ¡qué de emociones! Esa calle del Pez, zigzagueante como nuestro pensamiento de los diez y ocho años, cerrando en redondo el horizonte, sin huidas de vista a campo o plazo. ¿Se encontrará uno allí la sombra del que fue o su ensueño? Y al final de la calle, en un recodo de su desembocadura, aquella misma casita baja, de un solo piso, y la librería de viejo o de ocasión. Aquellas librerías oliendo a polilla, en que comprábamos tomitos de la Biblioteca Universal. Y en la calle, caleidoscopio de transeúntes, y al pasar, cachos de conversación, frases sueltas, un: “¡hombre, no!”, o bien: “¡no, mujer!” Con esos pedazos se le hace a uno un poema. ¡Y qué nombres de calles! Jesús del Valle, la Cruz Verde, Andrés Borrego... ¿Quién sería este señor que se ha quedado en la calle? Y después de haber echado de ella a los Panaderos que en mis mocedades le daban nombre. ¿Convendría, como propuso Trueba y en parte lo cumplió, al hacerse el Ensanche de Bilbao, poner en el rótulo de cada calle, bajo su nombre, un dístico explicativo del personaje epónimo? O siquiera, como hemos visto en Portugal, su profesión: literato, poeta, pintor, músico, general, ministro, concejal, héroe, millonario..., etc., etc.
Una mañana por la Corredera Alta de San Pablo de que parte la calle del Espíritu Santo. ¡San Pablo y el Espíritu Santo en la calle! Y allí otro mercado —no aquél—; pero al aire y a la luz libres y sin taquígrafos. Un mercado de verdura, hortaliza, fruta y víveres modestos. Patatas, cebollas, tomates, cerezas, pepinos, peras, melocotones, abrideros, ciruelas, coles, repollos, higos, zanahorias, huevos, pollos pelados... Recreo de colores vivos para los ojos. Alegre verde de fréjoles y rojo amarillo, y también el morado de la berenjena y de (…) ¡Y qué de matices! Y uno no puede menos que sonreírse al pensar las veces que en el otro mercado oye mentar matices. Y que cuando dicen matizar parecen querer decir, por metátesis, tamizar, ¡Matices y fórmulas! O formillas. A las que otros llaman pasteles cuando son más bien encurtidos. Pues muchas de esas enmiendas de fórmulas son como guindas en aguardiente o aceitunas aliñadas. O algo peor, fruta en conserva. O, si se quiere, en lata. Fruta muerta.
¿Por qué los pintores franceses —se va uno pensando— llamarían “nature morte”, que hemos traducido por “naturaleza muerta”, a lo que aquí se llamaba bodegón? ¡Naturaleza muerta! Pero la naturaleza muerta del mercado callejero y popular de la Corredera Alta de San Pablo es una naturaleza tan viva como el pueblo que la trafica y cuida. En cambio, en el otro mercado el espíritu muerto no está muy vivo, aunque se agite. Los verdaderos políticos cultivan sus hortalizas ideales, las abonan, las escardan, las seleccionan. Son los partidarios —que no políticos— los que las encurten o las conservan en latas o en frascos. ¡Y cuando se meten en un berenjenal! Como ese del Estatuto.
También esta palabra de moda: “Estatuto”, atrapé al pasar, de boca de uno de los vendedores de fruta. La había leído acaso en un periódico atrasado de aquellos que tienen allí, en su tenderete, en un cesto, para envolver su mercancía. Periódicos en que suele venir envuelta la otra mercancía, la de la frutería parlamentaria. Pero, para el buen frutero de la calle, para los demás de la corredera, ¿qué podrá querer decir “Estatuto”? Acaso como la Caraba o la Oca. Un término de “astracán”. Y sin embargo, hay por ahí, por esas calles, hombres y hasta mujeres de la calle que se encienden al hablar de eso que creíamos que nada le importaría al pueblo. Los listos, los avisados, creían que al buen pueblo bajo de la capital le interesaría más lo de la reforma agraria, por si ello hacía subir o bajar las “subsistencias” —otra palabrita que se puso de moda no hace mucho. Pero, ¡quiá!, el Estatuto le cosquillea más que la Reforma. Acaso porque siente oscuramente que de poco sirve reformar sin refundir. Y luego este pueblo de las correderas rechaza ciertos procedimientos. ¡Qué mal le conocen loa que se burlan de la marcha de “Cádiz”! Esos que venden y compran huevos en la Corredera Alta de San Pablo sienten el fuero nacional. Y es grave error querer explicarse los movimientos —a las veces histéricos— de esas muchedumbres por la concepción llamada materialista de la historia. Ésta no explica así ni la escena épica del Parque de Monteleón ni las contiendas civiles y los motines y las revueltas de nuestro siglo diez y nueve. ¿Que no saben por qué se mueven? ¿Lo saben mejor acaso los otros, los que salieron de entre ellos, entresacados, para ir al mercado cubierto y cerrado a las opiniones políticas? Y le llamamos mercado por aquello del comercio de las ideas, de su cambio, no por otra cosa. ¿Y qué es un pacto sino una transacción de cambio, con chalaneo y regateo?
Y de pronto le asaltó a uno —¿cómo?, ¿de dónde?, ¿por qué?— aquella terrible sentencia de Kierkegaard, de que la cristiandad está jugando al cristianismo. ¿Y no estará, dentro de ella, jugando nuestra nación al nacionalismo, jugando nuestra República al Republicanismo? Y pues la vida es juego, juguemos a los conceptos. Que así se mantiene verdor y frescura de espíritu.
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