El Sol (Madrid), 14 de agosto de 1932
Suma y sigue, que aún no hemos acabado con lo de la niñez que tanto nos tira. Nos tira para esquivarnos de la actualidad que pasa y chapuzarnos en la eterna potencialidad que se queda. Ahora nos obsesiona el niño en esta España, al parecer renovada. ¿Cómo la sentirán dentro de veinte o más años los que hoy tienen en ella nueve o diez? De nueve a diez tenía este comentador que os dice cuando sucumbió la primera República española y bombardearon los carlistas su villa natal y se sintió nacer a la vida civil. Y luego, en el ya casi mítico 98, narró sus visiones civiles infantiles. Y por cierto que durante la Dictadura, como un profesor de la Normal de Orense recomendara a sus alumnos de Pedagogía la lectura de nuestros Recuerdos de niñez y de mocedad, fue censurado por el obispo y se le formó expediente académico. De aquellos recuerdos estamos en nuestra mejor parte viviendo.
Wordsworth, el reflexivo poeta inglés, dijo: “¡Mi corazón salta cuando veo arco-iris en el cielo; así era cuando empezó mi vida; así es ahora que soy un hombre; sea asi cuando me haga viejo o antes muera! El niño es el padre del hombre, y desearía que mis días estuviesen ligados unos con otros por natural piedad.” Y en su poema La excursión nos muestra cómo ya a un niño se le asentaron los cimientos eternos de su alma desde los seis años, cuando iba a apacentar ganado entre las colinas de Athol, que veía crecer en la oscuridad y surgir las estrellas sobre su cabeza. Niñez de soledad como aquella de otro máximo poeta, el catalán Verdaguer, mosén Cinto, cuando —y creo haberlo citado aquí otra vez— decía lo de: “¡Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia que no tuvo un mañana —que no tingué demá—, desde que triste añoro tu dulce compañía, cual fuente escurridiza mi vena se truncó!” ¡Esa mañana sin un mañana, es hoy eterno de la niñez! ¡Ese porvenir quieto! Cada ver que nos salta a la vista un niño se nos van los ojos tras de él, hacia el porvenir. Que es a la vez —¡entrañada dialéctica de la vida íntima!— írsenos hacia el pasado. Que el porvenir es un repasado, y en él, en el porvenir, tendrán que hacer nuestros nietos repaso de lo que hicimos nosotros.
Y ved niños de soledad. Al acabar el primer capitulo del tercer Evangelio dice el evangelista: “El niño crecía y se fortalecía en espíritu, y estaba en el yermo hasta los días de su mostración ante Israel.” ¡Pero hay tantas soledades infantiles! Figuraos un hijo de reyes, nacido rey y sin padre y que se críe en regia familia sin otro varón en ésta más que él, con madre, hermanas, tía, entre mujeres y domésticos de cualquier sexo, sin un hermano o un tío que le refrene con virilidad, ¿qué puede resultar? El misterio de la fragua del alma infantil, de su cimentación, es un gran misterio. Y el culto al niño, el más alto oficio religioso de una sociedad civil. Sólo así puede un pueblo no ya remozarse, sino reniñarse. Que no es aniñarse.
Y dándola vueltas en el magín a todo esto y al escaso campo que ocupan en la literatura y el arte castellanos los niños, vinimos a recordar a aquel pintor sevillano, Murillo, el de la tierra de María Santísima, de la Virgen Madre —toda madre lo es, pues la maternidad virginiza—, el que sintió como nadie la sagrada familia y a la Virgen Madre de olla y devanadera. Y aquel su San Antonio, maternal también, que tiende los brazos al Niño —el de la Bola—, que baja del cielo. San Antonio bendito, casero y casamentero, a quien piden novio las niñas —así las llaman en aquella tierra— casaderas. Y se los da el Santo, pero no por ellas, sino por el niño por venir, por el niño del porvenir. En tiempos de Murillo partían de Sevilla los que iban a poblar de españoles las Américas. Y en tierras españolas de fuerte natalidad no habían surgido doctrinas malthusianas. La Madre España, la que Waldo Frank en su obra Virgen España tan bien ha caracterizado a este respecto, sentía su maternidad conquistadora. Era una patria pobladora.
Hay que poblar, sí, pero con almas; hay que repoblar, pero repoblar tiene que querer decir reanimar. Sobre todo al campo. Toda la obra de la España nueva, reanimada en el campo, en la vida rural, toda su obra de civilización consiste en que los niños del campo y de la sierra sientan a la vista de éstos, del campo y de la sierra, del páramo y de las cumbres, que se les asientan en el alma los cimientos de la civilidad, de la historia patria, del pasado espiritual que hizo a sus padres. Cuando pensamos en una escuela sola para todos, para los hijos de los pobres y los de los ricos, para los hijos de Sancho y para los de Camacho el rico, cuando pensamos que es menester que los acaudalados hidalgos de los lugares, villorrios y aldeas no tengan que apartar a sus hijos de los de sus domésticos y enviarlos a colegio de industria pedagógica, nos damos cuenta de que la más perniciosa raíz del ausentismo de los señores de la tierra está en que creían tener que sacar a sus hijos del solar de familia para educarlos en la ciudad. El campo quedaba para los animales y los criados. Y así fue ello.
Y cuando, por otra parte, veamos esos niños de familias campesinas, esos que ven pasar por la carretera los autos de los turistas y esos otros niños de familias obreras, nos preguntamos siempre qué visión de España se estará fraguando en el hondón de sus almas. Los que tuvimos la suerte de que nuestra alma infantil se fraguara ante el hervor de luchas civiles, de luchas civilizadoras, en historia patria, pensamos siempre en cómo se podrá hacer entrar en civilidad a toda esa niñez española que duerme, casi sin soñar, en las soledades rurales de España.
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