Ahora (Madrid), 5 de enero de 1935
En esta obsesiva contemplación del misterio clarísimo del pasar de la vida; en esta meditación de que todo tiempo pasado es —es y no fue— mejor, y lo es por haberse pasado, eternizado; en ese acomodarse al potro del Destino le viene a uno como estribillo de honda canción de siempre alguna de las frases que nos renuevan la memoria. Así ahora, en este centenario del romanticismo español, el de hace un siglo, cuando recorro lo que del viejo Madrid de mis mocedades estudiantiles queda, me salen por la ventana de alguna casuca de vieja calleja estos versos que declamábamos melancólicamente: “Sobre una mesa de pintado pino / melancólica luz lanza un quinqué, / un cuarto ni lujoso ni mezquino / a su reflejo pálido se ve...” ¡Maravillosa evocación que gustábamos al pálido reflejo de las últimas vislumbres del ocaso del romanticismo! Cuarenta años después que empezó a publicarse El Diablo Mundo, de Espronceda.
¡Pintado pino! Ya nada queda del pino; todo, hasta el pino mismo, no es más que pintura. Pino y no castaño, ni nogal, ni otro leño noble y duradero. Y luego, la luz melancólica del quinqué, de esa lumbre del siglo de las luces, olvidada ya. ¡Quinqué! La mera palabra, que tanto oí y dije en mi niñez, me evoca un pasado que es mejor que fue. Un pasado que no logro ya soñar al pálido reflejo de la luz melancólica de mi quinqué infantil, ¡Ah, si consiguiera uno revivir su primera antigüedad, su niñez! Pero no se vuelve a la luz del quinqué. Para renovarse hay que acudir a luz de naturaleza, no de historia; de noche, a la de la luna o a la estrellada, que es espejo de la eterna conciencia humana. Lo sabía Kant. Que ni los hombres ni los pueblos vuelven a su pasado histórico, sino, a las veces, al pasado pre-histórico, pre-humano, al cavernícola, al animal, pero no al niño social que en tiempo histórico fueron. El hombre de la mesa de pintado pino que soñó Espronceda, al despertar de su sueño —nuevo Fausto o, mejor acaso, nuevo Segismundo— se levanta hecho “mancebo ardiente y vigoroso” y se pone a vagar por la estancia en cueros, nuevo Adán. Mas el poeta dice: “¿A qué vuelvo otra vez al Paraíso / cuando la suerte quiso / que no fuera yo Adán, sino Espronceda?” Y su nuevo Fausto —o Segismundo—, el “mancebo ardiente y vigoroso” que se da a salir por las calles de Madrid en cueros, va a dar..., ¿adónde, sino a la cárcel? A Adán, si resucitara, le meterían en ella.
¿Y Espronceda, el soñador de Adán restaurado o renovado? Espronceda, liberal de principios del siglo XIX, juicioso calavera, emigra por motivos políticos, que, en rigor eran literarios; es seducido por Teresa Mancha —“¡ay Teresa, ay, dolor, lágrimas mías!”—; se viene a Madrid; se mete en política al acabar la guerra civil de los siete años; se hace esparterista; empieza en 1840 a publicar su Diablo Mundo —que no acabó, como ni el diablo ni el mundo—; es elegido diputado a Cortes por la provincia de Almería en 1842; escribe un folleto sobre el Ministerio Mendizábal y muy atinadas y sesudas reflexiones sobre la desamortización de los bienes del clero y la reforma agraria, y en mayo de 1842, a sus treinta y cuatro años, se muere de garrotillo cuando iba acaso camino de ministro... moderado.
“¿Qué es el hombre? Un misterio. ¿Qué es la vida? Un misterio también...”, escribía. Y otra vez: “¡Oh, si el hombre tal vez lograr pudiera / ser para siempre joven e inmortal...!” Pero no en la Historia. Y menos en el Paraíso. ¿Restaurarse, renovarse? Restauración no es renovación. Se restaura un mueble viejo, un trono, por ejemplo, si es de pino, pintándolo tal vez; ¿pero renovarlo? Su leño, su madera, carcomida acaso, no se renovaría sino echando raíces en tierra. Y la tierra es naturaleza y no historia. La arqueología —y, sobre todo, la política— no renueva nada. Sólo resurge renovado el hombre cuando —magnífica fiera— se sumerge en naturaleza prehistórica, propiamente en barbarie o acaso en bestialidad. Cuando rompe su costra histórica. ¿Renuevos del viejo leño? En su cogollo, más viejos que el tronco. Por aventura puede ocurrísele a una dinastía regia, a un viejo leño carcomido y caduco, pretender renovarse acudiendo a abonos —que son maleza— de régimen dictatorial con todo ese artilugio de Estado corporativo y drástico. Lo que no es tradición histórica, humana, sino ir a hundirse en suelo pre-histórico, pre-humano, o sea natural y animal. Es la barbarie; es un falso Adán que se echa en cueros a la calle de la ciudad. La Historia es irreversible. La hoja que quiere ser raíz se hunde en las tinieblas de la tierra y sin luz. Espronceda no puede volver al Paraíso sino en soñación, porque no era Adán, sino Espronceda. Y no volvió al Paraíso, sino que se fue a la diputación a Cortes por Almería. Y, por otra parte, nada hay menos tradicional que el llamado tradicionalismo. Que ni restaura ni renueva.
¡Luz, luz! Aunque sea la melancólica del quinqué. O la de aquel alumbrado de gas o de petróleo de aquellas viejas calles del Adán esproncediano. “Dicen que Sabatini pone faroles...”, cantaban en El barberillo del Avapiés, refiriéndose a aquel arquitecto palentino del siglo XVIII. Y aquel alumbrado hizo a los faroleros. Faroleros y memorialistas eran dos de las más profundas profesiones. ¿Y son los restauradores y renovadores —o, mejor, renoveros— otra cosa que faroleros y memorialistas? Faroleros en época de luz eléctrica y memorialistas en época de mecanógrafos. Pero es inútil pintar el pino, porque se va en serrín de puro carcomido. Y si se intenta otra renovación, se va a la barbarie pre-histórica, a la demagogia de una mal encubierta animalidad. Acaso a los estallidos selváticos de un pueblo al que se le induce que es raza, que es sangre, que es naturaleza, y no espíritu, no historia propiamente dicha. La España viva, la de siempre, movida por íntima dialéctica de contradicción, es una anti-España, una España que se enfrenta consigo misma y vuelve sobre sí. Pero al pasado que fue, no al que es, no se le vuelve, no se le renueva, no se le procrea, que arqueología no es poesía. A trono desvencijado no se le envencija, no se le faja ni con fajo traducido del italiano.
Ved aquí lo que ha alumbrado en mi memoria el pálido reflejo del recuerdo de la melancólica luz del quinqué de mis mocedades de tras-romanticismo literario y político.
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