Ahora (Madrid), 26 de febrero de 1935
Me interesa su conversión, no lo dude. Creo que usted la cree sincera, aunque yo no sepa ya qué es sinceridad. Pero no se me venga con sermoncetes de converso estrenado y aun no bien entrenado. Y note que le llamo converso y no convertido. Este último término me huele mal; usted sabe por qué. Le tengo aversión.
Sí, ya sé que su conversión, sincera o no, es desinteresada. Quiero decir que no es... económica. Le sé limpio de corazón. Y de bolsillo. A usted no le alistan así. ¿Recuerda usted aquello del en un tiempo famoso don Antolín López Peláez, arzobispo que fue de Tarragona? Le andaba dando vueltas a lo de la Prensa católica y sostenía que para fundarla lo cardinal era dinero, dinero y dinero. Con él —decía— tendremos buenos periodistas y todo. ¿Cuáles? Los mismos que ahora nos combaten. Y hube de hacerle observar lo peligroso de semejante táctica. Porque el Demonio es tan sutil que así como cuando se le compra a un creyente para que escriba en incrédulo parece serlo redomado, así cuando se compra a un incrédulo para que lo haga en creyente siempre asoma la oreja y hasta el rabo. Esa es mala táctica. La buena Prensa hecha principalmente a fuerza de dinero pronto se hace mala. Los fieles que la leen acaban por oler hasta simonía.
No, usted no es de esos; usted es desinteresado. Desinteresado económicamente, quiero decir. Pero hay otro interés, y es el... literario. ¡Y ojo al Cristo! No sea que le haya llevado a usted a esa conversión que tanto me encarece algo de… —¿cómo se lo diré?— moda literaria. Porque empieza a no llevarse el agnosticismo. Dicen que es cursi. Y otros que aquí, en España, no es castizo. Y eso, amigo mío, no es propiamente religión. Como no es política la de los partidarios, tampoco es religión la de los religionarios. (¿No se dice “correligionario”?) Religionarios y no religiosos. Ande usted con cuenta. Recuerde a aquel fantástico y presuntuoso vizconde de Chateaubriand, el de El genio del cristianismo, que tanto daño hizo a la verdadera piedad cristiana. Y luego a Huysmans, a quien la dispepsia —la corporal y la espiritual— le llevó a un convento. Le faltaba gustar la lujuria mística. Y la litúrgica.
¡Cuidado con la literatura! Usted, en su sermoncete, me recuerda mi poema El Cristo de Velázquez. Vuelva usted a leerlo y mejor. Apareció sin imprimatur y sin censura eclesiástica. Aquello quiere ser poesía, pero sincera y en serio. Es decir, que no la di ni por teología ni menos por una confesión. Además, ¿sabemos acaso dónde acaba la poesía y empieza la verdad, o mejor, dónde acaba la verdad y empieza la poesía? Y recuerde también mi reciente novelita: San Manuel Bueno, mártir. ¡Las cosas que he tenido que oír a cuenta de ella! “Pero ¿en qué quedamos?”, me preguntó uno. Y le dije: “Usted, no lo sé; pero yo no quedo en nada, porque paso por todo.” No logré hacerle comprender lo que es quedarse y lo que es pasarse. El cuitado buscaba certidumbres. “¿Dónde ha visto usted eso?”, me dijo luego. Y yo a él: “¡Mírese bien por dentro!” Mas como no tiene dentro no vio nada.
Otra vez topé con uno de esos sujetos duros de mollera, de los que creen que llamarse es ser —“yo llamo al pan pan y al vino vino”, suele decir—, y que me espetó de sopetón esto: “Pero vamos a ver: ¿cree usted o no cree en la existencia de Dios?, porque quiero saber a qué atenerme.” Y yo de respabilón le respondí: “Verá, señor mío; para poder responderle a eso adecuadamente tendríamos que ponernos antes de acuerdo en qué entendemos por Dios, cosa nada fácil; después, qué por existencia —y por esencia—, ya muy difícil, y por último, qué por creer, y como esto es casi imposible, más vale que hablemos de otra cosa.” Lo que buscaba el muy mostrenco era poder clasificarme. Y usted sabe que huyo como de la peste de que se me quiera clasificar. O definir, que es igual.
Usted no es de éstos, lo sé. Pero usted ha caído en una moda. El tono de su sermoncete epistolar me lo dice. Allí no hay unción, aunque sí unto. Y garambainas. Leyéndola he recordado a un inteligentísimo hispanista francés, estudioso del Arcipreste de Hita, a quien le conocí en furor de agnosticismo —de desesperación agnóstica más bien— y de quien supe después que se convirtió y entró en la Trapa. Pero dejando la literatura. No sé que haya vuelto a escribir. A mí, ni una línea. Acaso rece por mí.
¡Cuidado con la literatura!, se lo repito. Con la literatura que no se da por tal, que no es honrada y sincera literatura. Y más cuidado aún con la política. Y sobre todo con la casticidad malamente literaria y peormente política. Nada de esas mandangas de la historia de los heterodoxos españoles.
¿Respeto por las creencias a que dice usted haberse convertido y a que me convida a que me convierta? Más que respeto. Pero, ¡por Dios vivo, que están ustedes, su cofradía, sus correligionarios no correligiosos, dando un terrible ejemplo de frivolidad! Los sencillos creyentes no acaban de tragarles a ustedes, y hacen bien. Se fían más de nosotros. Y es porque esos sencillos creyentes son como los cabreros de Don Quijote, y no como los carboneros de uno y de otro bando contrapuestos, de fe o de infidelidad implícitas. No hacen maldito el caso ni de jesuitas ni de masones, dos fantasmas o cocos.
¿Hipocresía? No; yo no le tacho a usted de hipócrita en el sentido vulgar y corriente de este epíteto. Pero en el sentido originario y primitivo, en el etimológico, ¡sí! Porque hipócrita quiere decir actor. Y usted me parece un actor; un actor sincero y acaso ingenuo, pero un actor. Usted está representando o, mejor, representándose a sí mismo en el escenario de su propia conciencia como converso. Se ve usted más interesante. Y éste es el interés desinteresado de que le hablaba. Ya sé que me dirá usted que vuelvo al tema de mi drama: El Hermano Juan o el mundo es teatro. ¿Qué quiere usted? Hay que insistir.
Por supuesto, tampoco le confundo a usted con esos presos de hipocresía cínica o de cinismo hipócrita, porque usted todavía no parece darse cuenta de que está nada más que representándose. Aunque, en rigor, ¿qué otra cosa hacemos todos ? Es lo primordial en la historia. Presumo que al leer este análisis de su sermoncete de converso me diga usted como el de marras: “Pero ¿en qué quedamos?” Y yo, como le dije, le digo a usted: “Usted no lo sé, pero yo no quedo en nada, porque paso por todo.” Y si a usted su conversión le divierte, si le sirve de diversión, ¡bien le venga! Así, converso, se creerá diverso de como era. Y no me meto en jugar del vocablo con convertido y divertido... Cada cual se divierte a su manera, y yo me divierto con conversiones como la de usted y con estos juegos de palabras, que es jugar al escondite. ¿Que esto no es serio? Pero ¿es que cree usted, amigo mío, que esos sermoncetes teatrales, más o menos castizos, sirven para convertir a la gente? ¡Bah! ¡Conversación no más! Si lograran siquiera divertirla de veras... El peligro es que se conviertan en astracanadas a lo divino. ¡Y ojo con Dios! Que no nos quita ojo. ¡Y basta!
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