Ahora (Madrid), 18 de diciembre de 1934
Me interrumpe en el curso de las reflexiones actuales que vengo aquí publicando una postal que recibo de un publicista de Sevilla que firma Juan de Tarfe, y el cual me somete un pequeño problema de propiedad lingüística castellana. Pequeños problemas que tienen sus aficionados, como los tienen los de ajedrez, y que sirven, sin duda, para aflojar la cuerda del ánimo y cuando ésta se halla sobrado tendido, como se hallan nuestros ánimos actualmente con los problemas —algunos pavorosos— que me vienen inspirando mis “Reflexiones actuales”. Y esos amenos problemas lingüísticos tienen comarcas y lugares en que se les cultiva más y mejor, y me parece que Sevilla, tierra de eruditos, estilistas y bibliófilos, sea uno de esos lugares. Y vamos al caso, ya que la cuestión es pasar el rato.
Mi consultante me pregunta si es que se debe decir y escribir “médula”, esdrújulo, o “medula”, llano, como observa que ahora se viene escribiendo, aunque no diciendo. Lo que se debe a que los regentes de imprenta, que siguen las normas académicas —¿y a qué otras van a sujetarse, si ellos no son lingüistas?—, se atienen en este caso a un precepto académico fundado en que la palabra latina “medulla” es llana, se acentúa en la u. Ahora que el castellano no se ha atenido siempre, ni mucho menos, a la acentuación etimológica latina, y que muestra una muy marcada tendencia a esdrujulizar las palabras. El vulgo propende a decir “méndigo”, “périto” y otras palabras así. Es el uso, derecho y norma del decir.
Y esto se observa más cuando se trata de palabras griegas, que unas veces nos han venido por el latín, donde cambiaron su acentuación, y otras las hemos tomado con la acentuación griega. “Filosofía”, con cinco sílabas, decimos y escribimos, a la griega, en castellano, cuando en latín “philosophia” tiene cuatro, y el acento, en la segunda o. “Sinfonía”, dicen y escriben todavía hoy los griegos, mientras el latín hizo “symphonia”, con el acento en la o, de donde nuestro “zampoña”. Y aquí, ¿qué prevalece? En general, el uso, cuando luego los preceptistas académicos no logran cambiarlo. A mí me enseñaron a decir y escribir “telégrama” y “epígrama”, esdrújulos, que es como fueron y siguen siendo en griego —así como también “prógrama”—; pero luego un señor académico —me parece que fue un ex-jesuita, tocayo y amigo mío, con quien discutí de ello— se empeñó en que se acentuaran a la latina, con el acento en la anteúltima a —telegrama y epigrama—, por una regla que no reza en griego. Y ya casi todos dicen y escriben telegrama, menos yo, que sigo diciendo y escribiendo “telégrama”, esdrújulo, como me acostumbré desde niño y por esto. Y más cuando la innovación o rectificación no es fundada. Y el caso de medula, llano, o médula, esdrújulo, no me lo he propuesto por ser palabra que no empleo, sino meollo o, en otros casos, tuétano. Ni estaría mal migollo, como por aquí se dice. De modo que escoja Juan de Tarfe lo que mejor le parezca.
Estos divertidos problemillas ortológicos y ortográficos son más regocijantes cuando se trata de nombres de pila y de apellidos. Hoy se dice y se firma Telesforo, y otros Telésforo. Y en los apellidos, quién Lizárraga —el segundo apellido de mis hijos— y quién Lizarraga, llano (en vascuence no es propiamente, ni una cosa ni otra). Sabido es el caso del que protestaba contra que se le supusiera Ormaechea sin h y no Hormaechea con ella. Y no advierten que hay muchos apellidos cuya ortografía y ortología ha cambiado con las generaciones. Y como ésta es una curiosa fuente de pequeñas vanidades de diferenciación, quiero contar dos casos típicos.
Uno es el de un funcionario gubernativo que conocí en esta ciudad de Salamanca, donde ejerció de secretario del Gobierno Civil, que se firmaba Mhartin Guix, con una hache después de la primera m; y como yo supusiera que él deseaba dar explicación de esa significativa diferencia, le pregunté por ello, y me explicó muy satisfecho que él no era de esa turbamulta de Martines —así, sin h—, sino que su abuelo había sido un escocés Mac Hartin, que escriben M'Hartin; que su padre le quitó el apóstrofo, dejándole en MHartin, y él minisculizó la h, pero la dejó como señal de distinción escocesa en su apellido. ¡Y cuántos casos análogos conocemos! Y otro, el de la tragedia de un pobre señor que decía llamarse Garcia, bisílabo, con el acento en la primera a, y la gente se empeñaba en llamarle García. “Ya ve usted —decía—: confundirme con un García cualquiera. Preferiría que de estropearme el apellido, me llamaran Jarcia, como la de los barcos. Figúrese que den en llamarle al señor Barcia Barcía.”
Mas donde se dan con mayor frecuencia estas divertidas diferenciaciones lingüísticas es entre los nacionalistas. En las de mi nativa tierra vasca no sólo han dado muchos en cambiar la ortografía tradicional de sus apellidos, la que usaron sus padres y abuelos, sino que al citarlos los citan como ellos no se citaban. Les aplican una caprichosa ortografía vasca, de reciente invención; la ortografía —o mejor, heterografía— de Euzkadi (nombre disparatadísimo), que no se conocía en la Euscalerría o Vasconia —no Basconia— de mis mocedades. Pero el colmo de la puerilidad ridícula es el de ciertos gallegistas que, con una mentecatez pseudo-céltica y pseudo-suévica inefable, han dado en las innovaciones diferenciales más camelísticas. “¡Haxádegos de cadeirádegos!” ¿Que qué es esto? Pues... hallazgos de catedráticos. Que a semejanza del castellano “hallazgo”, cuyo sufijo —azgo— viene del grecolatino “áticu”, han forjado de “haxar”, hallar —que en rigor etimológico habría de escribirse, tanto en castellano como en gallego, según la derivación más probable, sin h inicial—, un “haxádego”, y de catedrático “cadeirádego”. Y se quedó tan ancho el pobre diablo diferencial de semejante ocurrencia.
Y siguiendo con la h —recordemos al Hormaechea—, veamos que esos archipueriles galleguistas dan en escribir Hespaña con h, como en portugués, Hespanha, y no como en castellano, España, y en francés, Espagne, y no por atenerse a la etimología latina de Hispania, sino para diferenciar la Hespaña galleguista —no gallega, pues ésta se ríe de tales mentecatadas— de la España española y gallega. Y en uno de esos escritos celtosuévicos —sus escritores no saben una palabra ni de celta ni de suevo— hemos visto llamarle a doña Concepción Arenal, Areal. Y recordamos que un buen amigo nuestro, de apellido Blanco, en una época de exaltación galleguista, se firmaba Branco, aunque luego volvió a hacerse blanco. A ningún catalán, vasco o gallego de buen sentido y sano juicio se le ocurre, si lleva apellido castellano, de su padre o su abuelo o bisabuelo, catalanizarlo, vasquizarlo o galleguizarlo, haciéndose, por ejemplo, de Pueyo, Puig; de Casanueva, Echevarría, o de Ballestero, Besteiro.
Y esto nos saca de este intermedio cóniico-lingüístico para llevarnos a unas reflexiones actuales sobre el triste aspecto de la puerilidad —que suele rayar en demencia—, de la manía de diferenciaciones nacionalistas regionales. No es lo peor eso que se llama separatismo, sino las tonterías con que están envenenando —nada más venenoso que la tontería— a una pobre juventud de señoritos aldeanos —aun los criados en ciudad—, cuya enfermiza vanidad están cultivando esos que fingen creerse redentores de pueblos oprimidos por el incomprensivo imperialismo centralista castellano. Y ahora, hasta el próximo artículo… ¡agur! “Agur”, que es como han dado en decir los señoritos aldeanos diferenciales de mi tierra, sin percatarse de que agur —en latín, bonu auguriu, esto es, buen agüero o buena suerte— es una expresión tan latino-castellana como adiós y que nada tiene de eusquérica o vascongada diferencial. Y ya veremos el meollo —medula o médula, es igual— de esas diferenciaciones entontecedoras.
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