Ahora (Madrid), 22 de febrero de 1935
Cuenta Benjamín Jarnés en su Castelar, hombre del Sinaí cómo a una interrupción de éste le replicó Prim en el Congreso: “Si no es fácil hacer un rey, más difícil es hacer una república donde no hay republicanos.” Y Jarnés acota: “Republicanos no faltaban, pero en estado nebuloso.” Vamos, sí, no auténticos. La sentencia del hombre de la revolución setembrina, del que pedía destruir, “en medio del estruendo”, lo existente, no es tan acertada como aparece a primera vista. El hombre a quien no podemos llamar “de la batalla de Alcolea”, pues no estuvo en ella, hizo menos caso por la caída de la monarquía isabelina que Castelar con su artículo El rasgo y su acción subsiguiente de pluma y de palabra. El “hombre del Sinaí” hizo posible —posibilitó— una república donde no había republicanos y haciéndolos. Hay que leer en el excelente libro de Jarnés lo que podríamos llamar el testamento político de Castelar, cuando el hombre del Sinaí se hizo el hombre del Nebo, del monte en que murió Moisés —el que recibió en el Sinaí las tablas de la ley— mirando a la tierra de promisión, a cuyos linderos había llevado a su pueblo.
Lo más político, lo más patriótico, lo más abnegado y a la vez lo más republicano que hizo Castelar fue su valerosa conducta cuando el golpe de Pavía, el 3 de enero de 1874, al dejar la presidencia de aquella república, la que habían deshecho los “auténticos” de entonces. Con ello hizo posible la restauración republicana de cincuenta y siete años después, cuando la monarquía borbónico-alfonsina volvió a caer en las torpezas de la monarquía borbónico-isabelina de 1868. Castelar, con su magisterio político durante la llamada Restauración, fue haciendo los republicanos que pudieran hacer una república. Una república posible. Y tiene razón el conde de Romanones cuando en su Sagasta o el Político dice —y son palabras que Jarnés recoge y reproduce— que “el sufragio, con el Jurado y la ley de Asociaciones, convertían la monarquía española de derecho en la más liberal de Europa, con gran satisfacción de Castelar, que así lo había impuesto como condición para no combatir a la institución monárquica, aun sin dejar de ser republicano. Sagasta le escuchó, y desde aquel momento el gran tribuno quedó convertido en mentor no sólo del Gobierno, sino de la Corona”. Y así fue cómo Castelar, más que otro alguno, fue haciendo los republicanos que pudiesen restaurar la república. ¿Han traído luego estos republicanos la república? No, ciertamente. Cuenta Jarnés que Castelar alguna vez dijo: “La reina ha fundado verdaderamente en España la libertad. Si Alfonso XII hubiese vivido, él hubiera traído la revolución”. Pero la ha traído después —esa que llaman pomposamente revolución— su hijo Alfonso XIII. Es lo que ha traído la república, posibilitándola los discípulos de Castelar, el posibilista.
Jarnés pasa casi por alto el otro gran acto político y patriótico de Castelar, que fue el licenciamiento de sus huestes y el consejo de que colaboraran en la monarquía. Sobre ello ha dado nuevos esclarecimientos —y en estas mismas columnas de AHORA— Melchor Almagro San Martín en su precioso ensayo sobre Castelar y, sobre todo, con la carta —magnífica— que éste dirigió al padre del ensayista. De aquellos posibilistas salieron luego los reformistas, con lo de la accidentalidad de las formas de gobierno, y del reformismo salieron los que supieron aprovechar el instinto políticamente suicida de Alfonso XIII para restaurar la república. ¿La castelarina?, ¿la posible? Así pareció en un principio. Después se han colado en ella los mismos elementos que acabaron con la del 3 de enero de 1874.
Jarnés no se contiene de comentar zumbonamente el ocaso de Castelar, hombre ya del Nebo y no del Sinaí, cuando “el gran actor positivista” —así le llama— da por implantada “una era octaviana, risueña, bajo el signo de Ceres”. “¡Qué delicioso espectáculo!”, exclama el zumbón. “Le quedaba un ocaso espléndido, pero a España le quedaba todo —casi todo— por vivir”, añade. Pues bien, ¡no!: a España le quedaba aprender bien la lección del gran tribuno, es decir, del gran político y gran pensador. Pensador, ¡sí! Porque se piensa política y vitalmente con metáforas. Ni son más que metáforas las fórmulas sociológicas y las metafísicas. Dice Jarnés que “bien puede decirse que todo en la vida de Castelar es oratoria, que todo —libros, cartas, charlas, artículos— forma parte de un enorme, gigantesco discurso”. Cabal; de una enorme, de una gigantesca lección política, de un enorme, de un gigantesco acto político. Porque —volvamos al Evangelio de San Juan— en la palabra, en el discurso está la vida, y la vida es la luz de los hombres.
“No era, pues, un genial político —sentencia Jarnés—: era un excelente retórico.” Ambas cosas. Y luego: “Era un hombre europeo sumergido en la fosca España del siglo XIX.” ¡Pobre España del siglo XIX, y cómo la ponen! Y después: “Sus discursos fueron siempre ruidosamente aplaudidos, nunca silenciosamente meditados.” ¿Está de ello seguro el zumbón biógrafo? El hombre del Sinaí y luego del Nebo hizo meditar a muchísimos españoles —no todos europeos— desde “el carro triunfal de sus metáforas”.
Lo que ha sentido profundamente Jarnés es que Castelar —que le ha ido ganando según le biografiaba— vivió para la política y no de la política, sino de su pluma y de su palabra. No buscó cargos políticos bien retribuidos y hasta los rehusó. Ni aceptó cargos de consejero en lo que tenía conciencia de no poder aconsejar, por estar fuera de sus facultades. Y trabajó, trabajó sin descanso. Y no sólo para sustentar su vida privada. Al acabar su excelente obra, dice Jarnés: “El verdadero Castelar está aquí: en el hombre de cada día, laborioso y fértil. Justamente el Castelar desconocido.” ¿Desconocido? ¡No! Y será más y mejor conocido ese hombre de cada día —siempre el verdadero hombre es el de cada día, el del pan nuestro de cada día— merced a libros como éste de Benjamín Jarnés. ¡España se lo pague!
En el último párrafo de su libro escribe Jarnés: “Ahí está el ataúd del hombre del Sinaí, esperando que lo rodeen generales..., etc.” Y yo, querido amigo Jarnés, digo que ahí está el sepulcro del hombre del Nebo esperando que le hagan guardia patriotas españoles, europeos, liberales, demócratas, republicanos, que aprendan de su ejemplo a trabajar cada día y a dar cada día el pan “sobresustancial” de la palabra a sus compatriotas. Lo de “sobresustancial” es del Padrenuestro según el Evangelio. Y la palabra es pan sobresustancial de vida y luz que alumbra a los hombres. Y todo esto, nada menos que todas unas metáforas; como Castelar, nada menos que todo un gran político.
Meditar y considerar la historia patria y sus hombres es hacer historia, y es hacer patria, y es hacer hombres de ella, históricos y patriotas.
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