Ahora (Madrid), 25 de enero de 1935
Este de ahora mi amigo es tan apocolíptico, que después de haberme recordado lo de la “abominación de la desolación” —frase que en latinismo de la Vulgata pasó del libro de Daniel profeta al Evangelio, según San Mateo— me pide horóscopos, calendarios y agüeros sobre lo que ha de pasar en la vida pública de nuestra España civil. Y me pide, de propina, el sino político de ésta; su destino histórico.
Repasemos, ante todo, la abominación de la desolación y el sino. Aquélla, en latín “abominatio desolationis”, es una enrevesada y ya tradicional traducción de un pasaje del Libro del profeta Daniel en que éste se refiere, al modo hebraico, a la “porquería del invasor” a propósito de haber metido en el templo una estatua pagana, y no quiere decir sino la idolatría. Y de allí pasó la frase al capítulo XXIV del primer evangelio, donde se cuenta el anuncio que hizo el Cristo del fin del mundo y de los horrores que habían de preceder a la segunda venida del Hijo de Dios y del Hombre. Y en cuanto al sino, éste —el signo— significa aquella especial conjunción de los astros, entre las estrellas fijas, que determinan la suerte de cada persona individual o colectiva. Y así éste de ahora mi amigo me pide que por la conjunción de nuestros astros políticos le trace la buena o mala ventura que ha de correr nuestra patria. No quiere quedarse a la zaga.
Lo primero que nuestros astros políticos, a pesar de sus revoluciones en torno al Sol, son más bien “estrellos” y algunos cometas, y si como astros van a desastrarse, al desastre, como estrellos van a estrellarse. Y ello porque no dirigen nada, sino que se dejan dirigir por los que carecen de dirección, por su clientela. Parécense a los alguaciles alguacilados de Quevedo, a caudillos acaudillados y tal vez acaso a maestros amaestrados.
Mi pobre ahora amigo quiere cobrar huelgo y no hacer huelga de ciudadano, quiere recordar y no olvidar, soñar y no dormir, y busca luz. “Me siento sumido en una pesadilla caótica —me dice—, no logro orientarme.” Y me recuerda nuestros tiempos —¿nuestros?—, los de él y míos, aquéllos del turno de los dos partidos constitucionales, de cesantes en vez de parados, cuando no presentíamos esta república de funcionarios sedicentes trabajadores de toda clase y aspirantes, sustitutos y supernumerarios de función. Él, mi amigo éste de ahora, no tiene que colocarse. Pero tiene, sí, hijos y hasta paniaguados a quienes colocar, y todo eso del sino de España se reduce a que no ve claro el porvenir de los suyos. A quienes no sabe en qué partido meterles para que hagan carrera. Y es por esto por lo que me pide orientación. ¡A mí!
“¿Qué me dices del momento político? —me pregunta—. Momento que me parece un siglo.” Y luego, que le explique las diferentes opiniones que batallan en el campo político. ¿Opiniones? Anarquistas; la F. A. I.; la C. N. T. —estas iniciales simplifican la complicación gracias a no decir nada—; comunistas ortodoxos y heterodoxos; socialistas de las dos ramas; federales —éstos al aire—; radicales-socialistas, divididos también —alguna vez aparece un proyecto de unión para dividir más, la F. I. R. P. E. pasó a la arqueología (R. I. P.)—; de unión republicana; republicanos nacionales; de acción republicana; de al servicio de la república, ahora durmientes; demócratas o reformistas —no sé...—; progresistas o como se llamen; radicales; agrarios republicanizados; agrarios independientes y a la espera; accionistas populares o cedistas —de la C. E. D. A. (no confundir con la ceda)—; del bloque nacional anfibio; de Renovación Española o T. Y. R. E.; tradicionalistas que ceden; carlistas netos —nada con la otra rama, la liberalizada—; fajistas, ahora a la greña los de las J. O. N. S. y los de la F. E. —no fe, ¡ojo!—; y además de la Esquerra y de la Lliga —ni izquierda ni liga—; nacionalistas vascos; galleguistas, autonomistas de por dondequiera... Y agregúense masones, judíos, jesuitas, protestantes, gitanos… Dios nos valga, ¡qué revoltijo!
¿Programas? ¿Eso que llaman ideología? Los estrellos, los astros, los cometas, los planetas y los satélites cimbelean un señuelo, sea la revisión constitucional, de que no se les da un pitoche, para cazar electores, y éstos, los electores, a quienes tampoco les importa nada de la tal revisión, hacen como que se dejan cazar para cazar a su vez a sus cazadores y que les valgan mañana. Porque hay que vivir, ¡qué remedio! Y los más de los pobres ciudadanos votan... porque sí. Para hacerse los ciudadanos.
Este de ahora mi amigo no tiene más que observar a sus convecinos de al lado y verá que no se respira aire revolucionario ni, por tanto, contra-revolucionario. Los que se lanzaron hace poco al campo de la llamada revolución no lo hicieron por íntima necesidad, sino en busca de aventuras, y a jugar con dinamita. Acaso a servir un chantaje de los astros que los dejaron en la estacada. Deporte en su mayor parte. Pero es que hoy se vive de él, como el futbolista profesional o el pelotari de cancha de timba.
¿”Vibraciones revolucionarias”? Lo acabo de leer. ¡Bah! Desde que el P. Mendive S. J., psicólogo —vamos, al decir— y no físico, dejó dicho en su Psicología que los nervios no pueden vibrar, pues tendrían que estar sujetos por ambos extremos y tirantes, ya no sabe uno lo que es vibración. Empiezan por ladridos, siguen con aullidos, gañidos después, luego latidos y acuéstanse jadeantes a dormir soñando caza. Y, además, fíjese, no es lo mismo empujar a una muchedumbre —masa— que tirar de ella.
¿Abominación de la desolación, amigo mío? No tanto. Y si es la fin del mundo civil español, piense que el mundo está finando y recomenzando cada día. Esa fin del mundo en que, como dijo el Cristo (Mateo, XXV, 33) los corderos a la derecha y los cabritos a la izquierda. ¿Revolución? Hay la astronómica, la normal, la copernicana, la no catastrófica, la que cada astro y cada satélite cumplen segundo a segundo y siglo a siglo. Nosotros, los mentados del 98 —¿y qué le vamos a hacer—, sabemos de esta revolución astronómica —de ley de astros—; la hemos vivido, la vivimos, y hoy, treinta y seis años después, podemos mirar con ojos claros en el porvenir nuestro pasado y en el pasado nuestro porvenir. ¡Es la Historia, vaya! ¿Que la procesión anda por dentro? Mas no sino procesión, mal que pueda haber rosarios de la aurora que acaben en muertes. A cambio de rosarios de la noche que acaben en vidas. ¡Y pata!
Que no se azore, pues, de más éste de ahora mi amigo. Que rumie en su ánimo acongojado una de las más hermosas palabras del romance castellano, su palabra acaso más matriarcal, ya que suena a recatada encina castellana que ni tiembla ni rezonga a los ventarrones del monte, y es ésta: ¡sosiego! “¡Sosegaos!” —solía decir Felipe II a los desvalidos azorados por cuita—. Que se sosiegue este de ahora mi amigo. ¡Sosiego! Las palabras contrarias son de las que concluye uno por perder pronto de oído.
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