Ahora (Madrid), 29 de enero de 1935
El día 22 de este enero supimos aquí, en Salamanca, el arreglo de la crisis —o lo que fuera— ministerial; la reorganización del Ministerio coalicionado. Supe también la muerte de mi amigo el comandante Martínez de Aragón, corazón con seso todo él. Había habido aquí uno de esos actos de propaganda de la Acción Católica —¡cuántas acciones!— en vía de la Universidad católica oficial. En nuestra Facultad de Letras tuvimos unos ejercicios para proveer auxiliarías temporales, una de griego y otra de latín. En los de latín los opositores —más opositoras— trabajaron sobre un pasaje de Lucrecio, el poeta filósofo de “Alma Venus”, “la única que gobierna la naturaleza de las cosas”, en el que se dice de los átomos ganchudos y de los redondos. En los de griego sobre un pasaje de Herodoto, historiador poeta, en que, cuando lo de las Termópilas, al decirle al espartano Dienecas que los bárbaros cubrían el sol con el tiro de sus flechas respondió que mejor, pues así pelearían ellos, los espartanos, a la sombra.
Salí de los ejercicios con un compañero, maestro de historia, discurriendo de cómo ésta es leyenda, poesía, y lo es la filosofía también. Hablamos de la Crónica de López de Ayala, de Pedro el Cruel, de Taine y su filosofía mecánica —de resentido—, de la revolución francesa y de su último historiador, Mathiez. Yo hablaba de la evolución —desarrollo o vida— del recuerdo y de cómo el pasado se está rehaciendo arreo. Llegué a casa y me acosté —con las gallinas— a leer La educación de Henry Adama, autobiografía.
Después de haber cenado sobriamente apagué la luz —eléctrica— y me acurruqué entre sábanas a viajar como viajó el Dante, por el otro lado del mundo este. No hay como la cama avión —y menos mecánico— desde que se atalayen —sobre todo de noche— tantas tierras y tantos mares y tantos cielos de espíritu y desde donde se aúnen y confundan tantas visiones y se aten tantos cabos sueltos y se remachen tantos eslabones de este nuestro pobre “multiverso”. Hasta las calcomanías caleidoscópicas de los diarios gráficos o ilustrados tal éste —como que cobran consistencia permanente gracias al sueño. El niño, mitólogo prehistórico —de quien me dijeron al acostarme que se había acostado con 38 grados de fiebre —dice que el día sueña de noche. Y colijo que la noche sueña de día. A remejer, pues, lugares y continentes —geografía— con días y siglos —cronología— y hacer a los espíritus históricos, por debajo del espacio y del tiempo, coeternos y co-infinitos. En las tinieblas del sueño ve uno, como esos peces submarinos que en las honduras tenebrosas del océano engendran su luz, el mundo que uno mismo se alumbra.
Mi celda —tal es mi dormitorio— es desnuda y fría; hoy de solitario en ella. Una pequeña ventana —las contraventanas abiertas siempre— al Norte y frente a la cabecera de la cama desnuda pared encalada, como pantalla. Sobre mi cabeza “nuestro” crucifijo; el que ella me dejó. Duermo con insomnios breves. A eso de las tres de la mañana —del día 23— vi ¿o soñé?, ¡no!, vi un resplandor en la pared frontera. ¿Sería del faro de un auto? Imposible. Y el resplandor crecía. No era de un auto que se acercaba. Era de una hoguera. Requerí los anteojos, desempañé de los cristales de la ventana —la temperatura algunos grados bajo cero— el vaho cuajado de mi respiración y miré. Era un incendio ¿Hacia dónde? Calculé mal la distancia. Pitaba el sereno; oí tiros —luego supe que fue para despertar a los moradores de la casa incendiada, encerrados en ella—, campaneaban las Úrsulas. ¿Habrían pegado fuego al convento? No. El niño, en tanto, y los demás de mi casa dormían descuidados. Empecé a forjar la leyenda, a dar caza a un asunto. “Mañana dirá la Prensa lo qué.” ¿Ir a verlo? Mejor desde la cama y en la pantalla. Con el frío a la intemperie callejera no habría podido soñar ni meditar lo soñado. La brutal realidad —¿objetiva?— mata su sentido. ¿Llamar? ¡Tampoco! La llamada era aparatosa, espectacular. Pero me enseñaba más lo de dentro de mí que lo de fuera. A eso de las cuatro acabó la función.
Al despertarme a la mañana llamé a las criadas. De nada se habían dado cuenta. El niño dormía tan contento de la vida. No había sido un sueño si no en cuanto toda vida es sueño. Y la muerte también. Con el chocolate del desayuno me trajeron el diario local. El incendio había sido mucho más cerca de mi casa que yo supuse. El diario decía, “al cerrar”, que habían ardido tres casas. En realidad sólo una, pero, es natural, se calcula lo que antes de salir el número a la calle ha de pasar; se va al alcance del suceso. Así se hace la historia. Y recordé una frase francesa leída en Adams: “Ça vous amuse, la vie?”
Al salir de casa fui a ver la quemada. Vigas carbonizadas, el esqueleto de la morada, destacándose al aire sobre un cielo plomizo y frío. En frente de la quemada, en la vuelta de la Cuesta del Carmen, la casa en cuyo corral —¿lo recuerdan ustedes, Dolores y Amparo?— debatíamos cierto verano su madre Concha, su tío de ustedes Paco (“Zeda”) y yo de todo lo divino y lo humano y sobre todo de teatro. Recuerdos que guarda uno, quemados algunos, hechos carbonilla para abono, y otros en brasa todavía. Así es la historia.
¿Y la crisis? ¡Bah! una de tantas chabacanerías de eso que llaman política y no lo es. Ni historia, sino a lo más, crónica. O croniquilla. Declaraciones, manifestaciones, conferencias, cabildeos, entrevistas, combinas..., tales cuales posturas al magnesio, eso que llaman política los políticos ostras; los que se encierran en su concha bivalva. Algunos, excepcionales —poetas y filósofos—, hechos madreperlas merced a alguna cuita —como si les escuece la patria— llegan a poder cuajar en sus entrañas alguna perla para el collar que su pueblo lleve al cuello, rosario civil.
¿La crisis? La recordaré mejor cuando después del incendio pueda contemplar el esqueleto del Gobierno. Y en cuanto al régimen… ¡lo que se otea viajando en cama quieta de celda de soñador solitario! ¡Qué resplandores de incendios venideros! ¡Lo que soñaba yo hace unos años, desde la cama de mi celda del Hotel Broca, en la Hendaya de mi destierro, adonde iba a verme aquel hombre entero y verdadero, corazón con seso todo él, que fue José Martínez de Aragón, que desde el aparato ha ido a estrellarse contra su tierra madre! En ella descansaremos de nuestros ensueños históricos. El día sueña de noche, según me dijo el niño que ovilla sus sueños en el carrete de fuego a que se le reduce el rodillo de que la humanidad sacó —en siglos— su sólo invento mecánico propio: la rueda. Y ese carrete le es bobina dinámica, mitologizante, gracias al lenguaje. Que así es la historia.
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