jueves, 1 de febrero de 2018

Cartas al amigo XVII.―A un sedicente cristiano, pero que defiende lo que estima suyo.

Ahora (Madrid), 14 de diciembre de 1934

A propósito de lo que llevo diciendo aquí sobre la religiosidad laica —esto es, popular— de nuestro pueblo, sobre su cristianismo —en gran parte, subconciente— y en especial sobre lo que dije comentando lo que del “Cristo Rojo” comentó tan acertadamente Ossorio y Gallardo, me escribe usted: “¿Religión? ¡Sí, de resentidos, de odio y de envidia!” Y a seguida me recuerda usted, que es andaluz, lo que en esa tierra, la tierra llamada de María Santísima, corría en copla, y es esto: “Cuándo querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva: / que los pobres coman pan / y los ricos coman yerba.” (Esto de “yerba”, ya lo sabe usted, es una versión eufemística.) Y luego me añade: “¡Vea usted qué religión es ésa que mete a Dios del cielo a que quiera semejante atrocidad!” ¿Sí? Pues esa copla, que le parece a usted la expresión más viva no ya de la irreligiosidad, sino de la blasfemia anticristiana, no es más que un eco —venido por Dios sabe qué camino de subconciencia popular— del que podemos llamar el primer himno cristiano-proletario. O, si usted quiere, cristiano-bolchevique. Vamos a verlo.

En el capítulo I del Evangelio según San Lucas, hay un himno que empieza: “Engrandece mi alma al Señor...”, y que por su versión latina: “Magnificat anima mea Dominum”, se le conoce en la liturgia de la Iglesia Católica Apostólica Romana con el nombre de Magnificat. Y en ese himno se dice (versillos 52 y 53) esto: “Quitó de asiento a los poderosos y levantó a los humildes; llenó de bienes a los hambrientos y despachó vacíos a los ricos.” Vacíos, ¿entiende usted?, vacíos —cenous en el texto original griego, inanes en la versión eclesiástica latina—, vacíos; ni siquiera habiendo comido, como en la copla, yerba —o lo otro—; vacíos. Como tampoco a los poderosos —dinastas— les hace que cedan parte de sus asientos —tronos dice el texto— a los humildes, sino que les echa de ellos, les deja sin asiento. ¿No es, sustancial y esencialmente, lo mismo de la copla? ¿No es —digámoslo con todo respeto— otra copla cristiano-proletaria? ¿Y sabe usted, amigo mío, en boca de quién pone el evangelista esa copla? Pues en boca de la misma María Santísima de esa su tierra, donde rebrotó el viejo himno, el primer himno cristiano-proletario. Y éste, antes del Cristo. Pues el Evangelio pone esas palabras en boca de la Madre de Cristo, de la Madre de Jesús, antes del nacimiento de éste, cuando iba ella a visitar a su prima Isabel, la madre del futuro Precursor, del Bautista. Y ese himno es un himno precursor también. En el que se mete a Dios del cielo a llenar de bienes, de pan, a los hambrientos, a los pobres, y a despachar vacíos, sin siquiera yerba —o lo otro—, ayunos, a los ricos. A lo que he de añadirle que esas palabras del himno de María Santísima son, a su vez, eco de otras del davídico salmo XXXIII, 11, en que se dice que “los ricos pasaron penuria y hambre; pero a los que buscaron al Señor no les menguó bien ninguno.” Y recuerde lo de la cuarta bienaventuranza, de que los que padezcan hambre y sed de justicia serán hartos. Que padecer hambre y sed de justicia es buscar al Señor.

“¡Vaya una justicia! —se dirá usted—; ¿justicia llenar de bienes a unos y dejar vacíos a los otros, a los antes ricos?; ¿justicia echar de sus asientos a los poderosos y levantar a los humildes?” Y en silencio, por dentro de dentro de sí mismo, al decirse “humildes” se oye usted: “la chusma”. Y se añadirá usted: “¿Es eso cristianismo?” Y como usted, preocupado de defender lo que estima suyo, su asiento y su pan; preocupado del orden civil de este mundo, cree que el Cristo vino a asegurar ese orden, el orden de este mundo, de este reino —o república, igual da—, que no es el suyo, le recomiendo que vuelva a leer —pues supongo que lo haya leído ya antes— aquella terrible parábola del rico y de Lázaro el pordiosero, que nos narra el mismo Evangelio según San Lucas, capítulo XVI. Aquella terrible parábola en que se nos presenta, en el otro mundo, al rico, sin yerba siquiera que rumiar, vacío de todo bien, sin asiento, alzar sus ojos a Abraham, en cuyo seno estaba el pobre pordiosero a quien hizo el rico echar de su puerta y los perros le lamían las llagas, y pedir que el pobre pordiosero bajase a refrescarle la lengua con la yema de su dedo mojada en agua. Y lo que Abraham le contesta en la terrible parábola —que no he de repetírselo, pues vaya y reléalo—, y que no es sino la proclamación de la vuelta de la tortilla.

“¡Bah! —se me dirá usted; se lo estoy oyendo—; mientras la tortilla no se vuelva sino en el otro mundo, bien va; déjennosla en éste como está y que los pobres se resignen esperando la justicia eterna.” De esto se les acusa a ustedes, a usted y sus congéneres, los de lo suyo, de que quieren asegurar su orden civil mundano, prometiendo hartazgo de ultratumba a los que aquí padecen hambre. Pero no invoquen a Cristo. “Resignación en los pobres y caridad en los ricos”, se ha dicho hipócritamente. Pronto acaso tendrán ustedes, ya ex ricos, que decir: “Resignación en los ricos y caridad en los pobres.” O en los ex pobres. Que hay los nuevos ricos y los nuevos pobres y los nuevos ex ricos y los nuevos ex pobres. ¡La de vueltas que da la tortilla! ¡Más que San Lorenzo en su parrilla! Hace años decía yo que lo que redima de su pobreza al pobre redimirá de su riqueza al rico. Y hoy le digo que lo que hace falta es resignación y caridad en todos, en pobres y en ricos.

¿Resignación? Sí; tenemos que resignarnos todos, ricos y pobres, nuevos ricos y nuevos pobres, al porvenir que asoma, a tener que trabajar más para ganar menos. Y a tener que dejar lo de tuyo y mío para cuidar lo de todos. Lo nuestro, no de cada uno, sino de la comunidad. Y resignación no es fatalismo. Al decirle al Señor: “¡Hágase tu voluntad!”, no es que le hablemos a Él, sino que hablamos con Él. (Hablar de una muchacha, por ejemplo, no es lo mismo que hablar con ella... “Habla con María”.) Y quiere decir: hagamos tu voluntad, que es la voluntad universal, la de todos. Y hacer esa voluntad es resignarse; activa y no pasivamente. Y hay que resignarse también a la vuelta de la tortilla. Y a su revuelta, a su revolución.

Y no me pregunte usted ahora, amigo mío, qué partido tomo. No tomo partido, que ni he sido ni seré hombre de partido. Sólo los mentecatos, esos que hablan a tontas de mis paradojas, pueden, en su mentecatez, creer que esto es cuquería. Tengo más de setenta años ya y hecha mi carrera. Que es la de enseñar a los demás a que mediten en las suyas propias y a que se esfuercen a estar en su sitio en todas partes. Y comentar la historia que pasa es contribuir a hacer la que queda. Por lo demás, sé que usted no es un mentecato, y por eso le invito a que examine su cristianismo. Ni soy apernador ni me dejo apernar. Y a buen entendedor...

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