Ahora (Madrid), 15 de enero de 1935
Acabo de experimentar —una vez más— la actuación de juez de oposiciones a cátedras —ahora, de Lengua y Literatura españolas— de Institutos. Uno de Madrid. Mi impresión, en general, halagüeña. Recordaba las cinco oposiciones a tres... —empleemos la fea palabra—- “asignaturas” que hice en mis años moceriles hasta que... “saqué plaza”... Y otras en que actué también de juez. El nivel medio se ha elevado. Sobre todo en honradez intelectual. Sean cuales fueren las deficiencias de los opositores, no se empeñan en llenar el tiempo máximo de cada ejercicio ni lo llenan con frases hechas, lugares comunes y vagas generalidades. Conocen el cuestionario, y hay un mayor porcentaje que en mi tiempo de los que prueban haber leído más que libros de texto escolares. Y los hay que saben leer —en voz alta, ¡claro!— bien y con sentido, lo que tengo por prueba definitiva de buen entendimiento bien cultivado. Cabe decir que buen lector es buen entendedor y, por tanto, buen explicador.
Primero, que no repiten tanto como antaño, y sin más, de coro, los juicios ya hechos por los consabidos “autores” —“los autores dicen...”—, sino que los corrigen de propio juicio. Tiempo hubo en que nuestro gran don Marcelino, el santón de la crítica —y se lo dije a él mismo—, hizo, sin quererlo ni saberlo, un cierto daño con sus obras ofreciendo a los pobres opositores de cátedras un remedia-vagos que les ahorraba el trato directo y continuo con los otros autores, con los verdaderos autores, con los creadores de lengua y de literatura, y no con los críticos y expositores. ¿Y qué se diría de la crítica de críticas? ¿Quién se atrevía a opinar contra el fallo de don Marcelino? Su pluma, “cetro intelectual de España”, dijo el muy barroco Vázquez de Mella. Tomábanse los juicios de Menéndez y Pelayo ya hechos, como pavos a quienes se les empaniza con nueces, con sus cáscaras y todo. Apenas si a muchos se les ocurría leer lo que leyó don Marcelino, y aun más —pues dejó sin leer o más que echar vistazos bastante más de lo que supone una absurda leyenda de papanatas—, y leerlo como él lo leía. ¡Qué formidable lector era el gran maestro! Lector en voz alta quiero decir. Y mejor declamador. ¡Qué manera de declamar la suya!
Esto de saber leer es acaso lo fundamental en la enseñanza de lengua y literatura. Leer debe ser decir y no recitar o rezar. Ni —no siendo en su caso— declamar. Leer lengua hablada, lengua dicha, mas no redicha. Para aprender a decir hay que saber oír, como para aprender a escribir hay que saber leer. Hay quien escribe en voz alta, y quien, susurrando o mormojando. Otro día diré —en comentario a lo de Larra de si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee— que no se lee porque no se ha enseñado a leer. De lo que, entre otras cosas, esos doctores de escopeta y perro, analfabetos por desuso, que aún quedan por tierras de España. Y es el más funesto analfabetismo.
En uno de los cursos de don Marcelino a que asistí nos leyó (o declamó más bien) en clase —pues ello lo pedía— el prólogo de la Historia del levantamiento y guerra de Cataluña en tiempo de Felipe IV, de Melo, y su discurso de Pau Claris, y fue tal el efecto que aquella lectura —lectura es lección— nos produjo a los oyentes, que salimos a leer o releer a Melo y a comprar algunos —en librería de lance acaso— su maravilloso libro declamatorio. Y entonces comprendí algo que mi posterior experiencia docente me ha confirmado, y es que basta leer con sentido, entono y cariño un texto clásico para que quien lo oiga se dé clara cuenta de todo su contenido artístico. Hay quienes no se enteran de algo que han leído —y acaso varias veces, o a lo mejor, se lo saben de memoria pasiva— hasta que se lo han oído leer a lector recreador. Tal era don Marcelino. Lector, leyente —“lente” se le dice en Portugal— se le llamaba un tiempo al que llamamos hoy catedrático (de cátedra, que es cadera o asiento). Asiento de profesor oficial.
Siendo, lectores, el que esto escribe o dice presidente del Consejo Nacional de Cultura al tratarse de formar expediente a un catedrático ya difunto, uno de los cargos que se le hacía era el de que un profesor universitario —¡ahí es nada!— se limitaba casi a leer desde su asiento un libro. “Si el libro es bueno y lo lee bien, hace más y mejor que la mayoría de los catedráticos (asentados) de conferencia”, hube de decir... Pedantería suponer que un asentado universitario es más que un dómine de párvulos y pedantería suponer que haya nada más fundamental que lo elemental. Maestro de escuela que leyendo sepa hacer llorar, y reír, y sentir, e imaginar, y pensar a párvulos es maestro de enseñanza maestra, de obra maestra y prima.
¡Leer! No recitar con uno u otro sonsonete. Como el de esos abominables recitadores y recitadoras. A los que se les da a leer en voz alta algo que no se sepan de memoria y es un desastre.
¡Lectores de español! ¡Qué falta nos hacen en las escuelas de todos los grados! Lectores que enseñen a leer español a los niños y a los grandes de España; lectores que hagan sentir el milagro permanente de nuestra lengua madre —madre e hija nuestra—, que les enseñen a re-crearse en ella para poder re-crearla. O conservarla, ya que, como decían los teólogos escolásticos, la conservación es una creación continua, una re-creación. Y lectores de español para fuera de España. Algunos andan por el extranjero sin la debida protección de nuestro Gobierno —los que lo merezcan—, y en esto me he de ocupar otro día. Lectores que están contribuyendo a la mejoría de nuestra estimación entre otros pueblos.
Levanta el ánimo notar que se vayan preparando lectores de español, que lo lean para enseñar a leerlo. Cuando el cogollo de nuestro patrimonio espiritual: la lengua, con todo lo que ella consigo lleva, esté en tales ánimos piadosos, de verdadera piedad patriótica, España, nuestra España, se conservará, seguirá creándose, pues se oirá la voz íntima de las entrañas de su habla.
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