Ahora (Madrid), 5 de abril de 1935
Otra vez páramo arriba, por las altas tierras palentinas, fronteras de León y de la Montaña, hacia Guardo. Habíalo visitado antes de la revuelta última de Asturias, la del 6 de octubre, que hasta Guardo llegó. Y aparte de esta adición histórica, es la segunda vez que se visita un lugar, una villa o ciudad, una tierra, cuando empieza uno a darse cuenta de ellos. Cuando el recuerdo primero ha echado raíces y al oreo de una nueva visita florece. Así nos suele ocurrir.
Subíamos como escoltando al Carrión —mi ya íntimo amigo—, que bajaba hacia la mar reflejando el azul del cielo y comprimiéndolo entre rala verdura. Primero, los cárcavos de sus riberas en escarpe. Pasada Saldaña, entramos en el páramo de Guardo, llamado del Nido por el nombre de un parador que se está parado, solitario, en medio de la desolada soledad del campo. Matujas, broza y algunos roblecitos enanos, canijos, embozados ahora en amarillo follaje muerto, como mortaja que les arrancará el aliento de la resurrección primaveral. Por allí, un lento rebaño de ovejas con su pastor. Este del páramo palentino ¿interrogará a la luna por su destino —el de ambos, de la luna y del pastor— como aquel errante por las estepas asiáticas que nos cantó Leopardi? La estepa asiática es el páramo castellano. Menos el nombre. ¡Este nombre ibérico —que lo es, y no latino— páramo! Uno de estos esdrújulos tan castizos y sonantes —sobre todo los acabados en a-o—, como páramo, cárcavo, cuérnago, muérdago, pícaro... Y en torno nuestro, la solemnidad del campo descampado, y cerrando el escenario, barrera del cielo, la cadena montañesa, ahora nevada sobre su desnudez rocosa, con sudario de invierno. Alli, el Espigüete, que reparte tres aguas, que van al Cantábrico, al Atlántico y al Mediterráneo, clavija hidrográfica de España.
Llegamos a Guardo. Otra vez el mismo y como si nada hubiese pasado en este trecho de tiempo. Otra vez el palacio —la casa grande— al pie del teso, con su pétreo frontal adornado de escudos señoriales que blanquean al sol, mientras su tradición se borra de la gente. Fui a la iglesia del pueblo. Entré en ella por sobre la losa sepulcral —ante la puerta de entrada— de un don Antonio Rodríguez, cuyo nombre sólo queda en la piedra, bruñida por las pisadas de los fieles. Y dentro, los cirios familiares funerarios, y en algún altar, flores de trapo ajadas y empolvadas. Al salir de allí, una anciana me mostró a lo lejos, sobre una cuchilla del terreno, el santuario del Cristo del Amparo. No quise preguntarle por los nuevos muertos; ¿para qué?
Los nuevos muertos, los de la revuelta de octubre, son tres: un guardia civil —sus compañeros, apresados—, un cura, al que no se le mató por tal, sino acaso por negociante, y un minero que, tendido en tierra, se dejó matar por no rendirse. Que por aquí pasó la tragedia. Y la población ha quedado diezmada, pues su décima parte —y la más útil, la productora, la de los mineros— está en el penal de Burgos; trescientos hombres en pueblo que no llega a tres mil habitantes. Y padres de familia los más y verdaderos proletarios, pues estos mineros son ricos en prole. Y los hijos, desvalidos, desamparados, a merced del socorro publico, privado, oficioso u oficial. Y en malos locales de enseñanza, ya que en la escuela pública se acuartela la Guardia civil aumentada.
Unas mujerucas charlaban en solana. ¿Comentarían la reciente historia local? No quise preguntarles por ella. En silencio se fragua la leyenda. ¿Oír? No iba yo allá de escribano ni de repórter. Ni hay más falsa leyenda que la de los autos judiciales. Nada de inquirir —inquisición— para sentenciar. Al presente más se le ve que se le oye. Se oye al pasado, y más cuando las ruinas hablan. ¿Escribir la historia de la última revuelta? Hasta ahora hemos tenido más escribanos que escritores. Como los escribanos de la revolución rusa que sacudieron las adormiladas imaginaciones de estos pobres mineros proletarios —de prole—, que no sabían por qué ensueño brumoso iban a matarse. Porque la profundidad trágica de la revuelta no consistió en sus escenas de muerte, incendio, saqueo y destrucción material, sino en la inconciencia de su finalidad. Es decir, en su fatalidad. Ni los señoritos de la revolución sabían lo que atizaban. Los parásitos de las entrañas del Leviatán habían llegado, como tales, a perder el seso, por inútil. Les bastaban sus estribillos doctrinarios, puros reflejos... sociológicos.Volvimos cruzando la divisoria entre el Carrión y el Pisuerga, que se juntan luego para rendirse al Duero, al padre Duero celtibérico. Fuimos bordeando los pantanos —“pántanos” les llaman muchos, dejándose llevar de la tendencia esdrujulizadora del habla castellana— del Carrión y del Pisuerga. Aquél, el del Carrión, el de Campo Redondo, estaba ahora en seco y para recebarse. En su lecho, algunos árboles pelados, a condena de muerte por ahogo, junto al viejo cauce del río. Del otro, del de Ruesga —pequeño afluente del Pisuerga—, divisamos un cabo. E iba uno pensando en el provecho público de los grandes pantanos de doctrina social, en evitación de riadas y de secas. De que nacen barbarie de revueltas y barbarie de represiones con sus sendas tradiciones. Pantanos que hagan de los páramos espirituales de secano senaras de regadío, mediante cuérnagos y acequias ideales.
Al volver a la ciudad nos detuvimos a contemplar —otra vez— la portada románica de la iglesiuca de Moharbes, pasamos a la vista del románico San Martín de Frómista y al pie de las ruinas del castillo de Monzón, mudos testigos los tres de una leyenda ya seca y amortajada. Ahora se empieza, allí cerca, a drenar y desecar la laguna de la Nava, criadero de mosquitos palúdicos. ¡Ay cuando la tradición se encenaga en tradicionalismo! Y ¡ay cuando le ahoga a uno su mortaja! Los pantanos de riego se ceban, y receban, y renuevan con aguas vivas y nuevas, de la nieve del año.
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